EL HIJO PRODIGO |
La Bondad de Dios:
Entonces, ¿Qué debemos hacer, nosotros los que
sabemos que la mayor parte va a ser condenada, y no sólo de todos los
católicos? ¿Qué debemos hacer? Tomar la resolución de pertenecer al pequeño
número de los que se salvan. Alguno dirá: Si Cristo quería maldecirme, ¿por qué
me ha creado? ¡Silencio, lengua precipitada! Dios no creó a
nadie para condenarlo, pero el que está condenado, está
condenado porque él quiere estarlo. Por lo tanto, voy a tratar de
defender la bondad de mi Dios y de absolverla de toda culpa: que será el tema
del segundo punto.
Antes de continuar, vamos a reunir a un lado
todos los libros y todas las herejías de Lutero y Calvino, y en el otro lado
los libros y las herejías de los pelagianos y semipelagianos, y vamos a
quemarlos. Algunos destruyen la gracia, otros la libertad, y todos están llenos
de errores, así que los echamos en el fuego. Todos los condenados tienen a su frente
el oráculo del profeta Oseas, “Tu condena proviene de ti”, de
modo que puedan entender que todo el que está condenado, está condenado por su
propia malicia y porque quiere ser condenado.
Primero vamos a echar estas dos verdades
innegables como base: “Dios quiere que todos los hombres se salven",
"Todos se encuentran en necesidad de la gracia de Dios”. Ahora, si me
muestran que Dios quiere salvar a todos los hombres, y que para ello les da a
todos ellos su gracia y todos los demás medios necesarios para obtener este fin
sublime, estarán obligados a aceptar que quien está condenado debe imputarlo a
su propia malicia, y que, si el mayor número de cristianos son condenados, es
porque quiere serlo. “Tu
maldición viene de ti, tu ayuda es sólo en mí”.
Dios quiere que todos los hombres se salven:
En un centenar de lugares en las Sagradas Escrituras, Dios nos dice que es realmente su deseo el de salvar a todos los hombres. “¿Es acaso mi voluntad que el pecador muera, y no que se convierta de sus caminos? ... Vivo yo, dice Jehová el Señor. Yo no deseo la muerte del pecador. Si se convierte vivirá”. Cuando alguien quiere algo mucho, dice que se está muriendo con el deseo, es una hipérbole. Pero Dios ha querido y aún quiere nuestra salvación, tanto, que murió de deseo, y sufrió la muerte para darnos vida. Esta voluntad de salvar a los hombres tanto, no es una voluntad superficial y aparente en Dios, es una voluntad real, efectiva, y beneficiosa, porque Él nos da todos los medios más adecuados a nosotros para ser salvos. No nos los da a nosotros para que no la consigamos, nos los da con una voluntad sincera, con la intención de que podamos obtener su efecto. Y si no lo obtenemos, se muestra afligido y ofendido por ello. Manda aún a los condenados a seguirla, a fin de ser salvados; Les exhorta a esta, les obliga a esta, y si no la hacen, pecan. Por tanto, puedan hacerla y así ser salvados.
Es más, porque Dios ve que ni siquiera podemos
hacer uso de su gracia, sin su ayuda, Él nos da otras ayudas, y si a veces son
ineficaces, es nuestra culpa, porque con estas mismas ayudas, se puede abusar
de ellas y ser condenados con ellas, más otro con ellas puede hacer el bien y
ser salvo; incluso podríamos salvarnos con las ayudas de menor potencia. Sí,
puede suceder que abusen de una mayor gracia y sean condenados, mientras que
otro coopera con una gracia menor y se salva.
San Agustín exclama: “Por tanto, si alguien se aparta de la justicia, este es llevado por su
libre voluntad, encabezada por su concupiscencia, y engañado por su propia
convicción”. Pero para aquellos que no entienden teología, esto es lo que
les tengo que decir: Dios es tan bueno que cuando ve a un pecador corriendo a
su ruina, corre detrás de él, le llama, le suplica y lo acompaña hasta las
puertas del infierno, ¿Qué no hará para convertirlo? Le envía buenas
inspiraciones y pensamientos santos, y en caso de que no saque provecho de
ellos, Él se enoja y se indigna, Él lo persigue. ¿Le golpeará? No. Él golpea el
aire y lo perdona. Pero el pecador no se convierte todavía. Dios le envía una
enfermedad mortal. Sin duda, es todo para él. No, hermanos, Dios lo cura, el
pecador se obstina en el mal, y Dios en su misericordia, busca otro camino, Él
le da un año más, y cuando este año pasa, es más, le concede otro.
Pero si el pecador todavía quiere arrojarse al
infierno a pesar de todo esto, ¿qué hace Dios? ¿Le abandona? No. Él lo toma de
la mano, y mientras que él tiene un pie en el infierno y el otro fuera, Él le
predica y le implora que no abuse de sus gracias. Ahora les pregunto, si ese
hombre es condenado, ¿no es cierto que es condenado en contra de la voluntad de
Dios y porque quiere ser condenado? Ahora ven y pregúntame: Si Dios hubiera
querido condenarme, ¿por qué me ha creado?
Pecador ingrato, aprende hoy que, si eres
condenado, no es Dios quien tiene la culpa, sino eres tú y tu propia voluntad.
Para que te convenzas tú mismo, baja hasta las profundidades del abismo, y os
traeré una de esas miserables almas condenadas ardiendo en el infierno, para
que estas te expliquen esta verdad. Aquí está una ahora: “Dime, ¿Quién eres?”
“Soy un pobre idólatra, nacido en una tierra desconocida, nunca oí hablar del
cielo o del infierno, ni de lo que estoy sufriendo ahora”. ¡Pobre miserable!
Vete, no eres al que estoy buscando”. Otro está viniendo; ahí está. “¿Quién
eres?” “Soy un cismático de los extremos de Tartaria, siempre he vivido en un
estado incivilizado, casi sin saber que hay un Dios”. “Usted no es al que
quiero, regresa al infierno”. Aquí está otro. “¿Y tú quién eres?” “Soy un pobre
hereje del Norte. Nací bajo el Polo y nunca vi ni la luz del sol ni la luz de
la fe”. “No eres al que yo estoy buscando, regresa al infierno”. Hermanos, mi
corazón se rompe al ver a estos desgraciados que ni siquiera sabían de la
verdadera fe entre los condenados. Aun así, sabemos que la sentencia de condena
fue pronunciada contra ellos y se les dijo, “tu condena proviene de ti”. Fueron
condenados porque querían serlo. ¡Recibieron tantas ayudas de Dios para ser
salvados! No sabemos lo que eran, pero ellos saben bien, y ahora gritan “¡Oh
Señor!, tú eres justo... y tus juicios son equitativos”.
Hermanos, ustedes deben saber que la creencia
más antigua es la Ley de Dios, y que todos llevamos escrita en nuestros
corazones, que se pueden aprender sin maestro, y que basta con tener la luz de
la razón para conocer todos los preceptos de esta ley. Por eso, incluso los
bárbaros se escondieron al momento de cometer el pecado, porque sabían que
estaban haciendo mal, y que son condenados por no haber observado la ley
natural escrita en sus corazones, porque si la hubieran observado, Dios habría
hecho un milagro en lugar de dejarlos que sean condenados, Él les hubiera
enviado a alguien para que les enseñe y les hubiera dado otras ayudas, de las
que se hicieron indignos por no vivir en conformidad con las inspiraciones de
su propia conciencia, que nunca dejó de advertirles del bien que deben hacer y
el mal que deben evitar. Así que es su conciencia, que los acusó en el Tribunal
de Dios, y les dice constantemente en el infierno, “Tu condena proviene de ti”.
Ellos no saben qué responder y se ven obligados a confesar que son merecedores
de su destino. Ahora bien, si estos infieles no tienen excusa, ¿Habrá alguna
para un católico que tenía tantos sacramentos, tantos sermones, tanta ayuda a
su disposición? ¿Cómo se atreve a decir?: “Si Dios iba a condenarme, ¿por qué
me ha creado”? ¿Cómo se atrevería a hablar de esta manera, cuando Dios le da
tantas ayudas para ser salvo? Así que vamos a terminar frustrándole.
Ustedes, que están sufriendo en el abismo,
¡contéstenme! ¿Hay católicos entre ustedes? “¡Por cierto que hay!” ¿Cuántos?
¡Que uno de ellos venga aquí! “Eso es imposible, están demasiado abajo, y para
poder hacer que ellos vengan aquí tendríamos que poner todo el infierno de
cabeza, sería más fácil detener a uno de ellos que este cayendo adentro”. Así
pues, me dirijo a ustedes que viven en el hábito de pecado mortal, en el odio,
en el fango del vicio de la impureza, y que se acercan al infierno cada día.
Para, y da la vuelta, es Jesús el que te llama y que, con sus heridas, así como
con tantas voces elocuentes, te grita a ti, “Hijo mío, si eres condenado, sólo
te puedes culpar a ti mismo: “Tu condenación proviene de ti”. Alzad vuestros
ojos y ved todas las gracias con las que te he enriquecido para asegurar tu
salvación eterna. Te podría haber hecho nacer en un bosque en Bavaria, que es
lo que hice con muchos otros, pero yo te hice nacer en la Iglesia Católica, te
puse un padre tan bueno, una madre excelente, con las más puras instrucciones y
enseñanzas. Si eres condenado a pesar de esto, ¿quién tiene la culpa? Tu propia
culpa es, Hijo mío, tu propia culpa: Tu condenación proviene de ti”.
“Yo te podía haber echado en el infierno
después del primer pecado mortal que cometiste, sin esperar al segundo: lo hice
a tantos otros, pero fui paciente contigo, te esperé durante muchos largos
años. Todavía estoy esperando de ti hoy en la penitencia. Si eres condenado, a
pesar de todo eso, ¿de quién es la culpa? Tu culpa es, Hijo mío, tu propia
culpa: Tu condena proviene de ti. Tú sabes cuántos han muerto ante tus propios
ojos y son condenados, esta era una advertencia para ti. Tú sabes cuantos otros
he puesto por el buen camino para darte un ejemplo. ¿Recuerdas lo que ese
excelente confesor te dijo? yo soy el que hice que lo dijera. ¿No te ordeno
cambiar tu vida, para hacer una buena confesión? yo soy el que le inspiró.
¿Recuerdas aquel sermón que tocó tu corazón? yo soy el que te llevó allí. Y lo
que pasó entre tú y yo en el secreto de tu corazón, que nunca puedes olvidar”.
“Esas inspiraciones interiores, ese
conocimiento claro, ese constante remordimiento de conciencia, ¿te atreves a
negarlos? Todas estas fueron tantas ayudas de mi gracia, porque quería
salvarte. Me negué a dárselas a muchos otros, y te las di a ti porque te amaba
tiernamente. Hijo mío, hijo mío, si yo les hubiera hablado con tanta ternura
como me dirijo a ti hoy, ¿cuántas otras almas hubieran vuelto al camino
correcto? Y tú... Me das la espalda. Escucha lo que te voy a decir, y estas son
mis últimas palabras: Tú me has costado
mi sangre, si deseas ser condenado a pesar de la sangre que derrame por ti, no
me culpes, sólo a ti mismo puedes acusar, y por toda la eternidad, no olvides
que, si eres condenado, a pesar de mí, eres condenado porque quieres ser
condenado: Tu condena proviene de ti”.
Oh, mi buen Jesús, las piedras mismas se
partirían al oír palabras tan dulces, expresiones tan tiernas. ¿Hay alguien
aquí que quiere ser condenado, con tantas gracias y ayudas? Si hay una, dejen
que me escuche, y que se resista si puede.
Baronio relata que después de la apostasía
infame de Juliano el Apóstata, este concibió un odio tan grande contra el Santo
Bautismo que día y noche, buscó una manera en la que podría borrar el suyo.
Para tal fin preparo un baño de sangre de cabra y se colocó en él, queriendo
que esta sangre impura de una víctima consagrada a Venus pueda borrar el
carácter sagrado del bautismo de su alma. Tal comportamiento te parecerá
abominable, pero si el plan de Juliano hubiera sido capaz de tener éxito, lo
cierto es que estaría sufriendo mucho menos en el infierno.
Pecadores, el consejo que les quiero dar, sin
duda, parecerá extraño, pero si ustedes lo entienden bien, es, por el
contrario, inspirado por la tierna compasión hacia ustedes. Les suplico de
rodillas, con la sangre de Cristo y el Corazón de María, que cambien sus vidas,
vuelvan al camino que conduce al cielo, y hagan todo lo posible por pertenecer
al pequeño número de los que son salvados. Si, en lugar de ello, desean
continuar caminando en la carretera que conduce al infierno, al menos,
encuentren una manera de borrar su bautismo. ¡Ay de ti si tomas el Santo Nombre
de Jesucristo y el carácter sagrado de los cristianos grabado en tu alma al
infierno! Tu castigo será aún mayor. Así que lo que yo aconsejo que hagas: si
no deseas convertirte, ve hoy mismo y pregúntale a tu pastor para borrar tu
nombre del registro bautismal, de modo que no quede ningún recuerdo de que
hallas sido alguna vez un cristiano; implora a tu ángel de la guarda para que
te borre de su libro de gracias las inspiraciones y las ayudas que te ha dado
por orden de Dios, porque ¡ay de ustedes si las recuerda! Dígale a Nuestro
Señor que tome de regreso su fe, su bautismo, sus sacramentos.
¿Estás horrorizado al pensar así? Pues bien,
échate a los pies de Jesucristo, y dile, con lágrimas en los ojos y el corazón
contrito: “Señor, confieso que hasta
ahora no he vivido como cristiano. No soy digno de ser contado entre tus
elegidos. Reconozco que merezco ser condenado, pero tu misericordia es grande y
lleno de confianza en tu gracia, te digo que quiero salvar mi alma, aunque
tenga que sacrificar mi fortuna, mi honor, y hasta mi vida, con tal que sea
salvado. Si he sido infiel hasta ahora, me arrepiento, deploro, detesto mi
infidelidad, te pido humildemente que me perdones por ello. Perdóname, buen
Jesús, y también fortaléceme, para que pueda ser salvado. Te pido no la
riqueza, ni el honor ni la prosperidad, te pido una sola cosa, que salves mi
alma”.
Y tú,
¡oh Jesús! ¿Qué dices? ¡Oh buen Pastor, mira a la oveja descarriada que vuelve
a ti; ¡abraza a este pecador arrepentido, bendice sus suspiros y lágrimas, ¡o
más bien bendice a estas personas que están tan dispuestas y que no quieren
nada más que su salvación! Hermanos, a los pies de Nuestro Señor, vamos a
protestar porque queremos salvar nuestra alma, cueste lo que cueste. Pongámonos todos a
decirle con los ojos llenos de lágrimas, “Buen Jesús, yo quiero salvar mi
alma”, ¡Oh, benditas lágrimas, benditos suspiros!
Conclusión:
Ahora imagínate al mismo ángel que regrese a
ti confirmando la segunda opinión. Él te dice que no sólo son la mayor parte de
los católicos salvados, pero que, de todos en esta reunión, uno solo va a ser
condenado y todos los demás salvados. Si después de esto, continúas con tus
usuras, tus venganzas, tus acciones criminales, tus impurezas, entonces serás
ese uno que será condenado.
¿Cuál es el uso de saber si muchos o pocos se
salvan? San Pedro nos dice: “Esfuérzate por las buenas obras para hacer tu
elección segura”. Cuando la hermana de Santo Tomás de Aquino le preguntó qué debía
hacer para ir al cielo, este dijo: “serás salva si deseas serlo”. Yo les digo
lo mismo a ustedes, y aquí está la prueba de mi declaración. Nadie es condenado
si no comete pecado mortal, que es de la fe. Y nadie comete un pecado mortal, a
menos que quiera: que es una proposición teológica innegable. Por lo tanto,
nadie va al infierno a menos que quiera, y la consecuencia es obvia. ¿Acaso eso
no es suficiente para consolarlos a ustedes? Lloren por los pecados del pasado,
hagan una buena confesión, no pequen más en el futuro, y todos serán salvos.
¿Por qué te atormentes así? Porque es cierto que hay que cometer pecado mortal
para ir al infierno, y que para cometer pecado mortal debes querer hacerlo, y
como consecuencia, nadie va al infierno a menos que quiera. Esto no es sólo una
opinión, es una verdad innegable y muy reconfortante, Dios os haga entender, y
que Dios los bendiga. Amén.
En las primeras normas sobre el discernimiento
de espíritus, San Ignacio pone de manifiesto que es típico del espíritu del mal
tranquilizar a los pecadores. Por lo tanto, debemos predicar constantemente y
dar lugar a la confianza y a la esperanza en el perdón infinito del Señor y de
su misericordia, para que la conversión sea fácil y su gracia, omnipotente.
Pero también debemos recordar que “Dios no puede ser burlado”, y que alguien
que vive habitualmente en el estado de pecado mortal está en el camino a la
condenación eterna.
Hay milagros de último minuto, pero a menos
que sostengamos que los milagros son la generalidad de las cosas, estamos
obligados a aceptar que para la mayoría de las personas que viven en el estado
de pecado mortal, condenación final es la posibilidad más probable.
La doctrina de San Leonardo de Puerto Mauricio
ha salvado y salvará innumerables almas hasta el fin del tiempo. Esto es lo que
dice la Iglesia en la oración del Oficio Divino, Lección Sexta, hablando de la
elocuencia celestial San Leonardo: Al oírle, hasta los corazones de hierro y
bronce fueron fuertemente inclinados a la penitencia, con motivo de la
sorprendente eficacia de la predicación y celo ardiente del predicador. Y en la
oración litúrgica pedimos al Señor, “danos el poder para doblar el corazón de
los pecadores endurecidos por las obras de la predicación.”
Este sermón de San Leonardo de Porto-Maurizio se predicó durante el reinado del Papa Benedicto XIV, que tanto amó al gran misionero.
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