Los médicos y los políticos que han hechos
largos estudios son teóricamente científicos. Pero en la práctica son pocos
los que actúan como científicos. En este momento, nadie quiere hacerse
responsable de las medidas, supuestamente sanitarias, impuestas a la población
–confinamiento, distanciamiento social, uso obligatorio de mascarillas
quirúrgicas y de guantes, etc. Todos se esconden tras decisiones de tipo
colegial e invocan “la Ciencia” y “el Consenso”.
Francia: De izquierda a derecha, el ministro
del Interior, el primer ministro y el ministro de Salud (los 3 personajes con
corbata) anuncian una serie de medidas que violan la Constitución y ceden la
palabra al presidente del Consejo Científico sobre el Covid-19 y del Comité
Nacional de Ética (al centro, sin corbata) para que aporte su “bendición
científica”.
Colegialidad de fachada
La epidemia de Covid-19 tomó desprevenidos a
los responsables políticos, que habían olvidado su principal función:
garantizar la protección de sus conciudadanos.
Llenos de pánico, esos responsables políticos
recurrieron a ciertos gurús, principalmente al matemático británico
Neil Ferguson del Imperial College [1]
y al médico estadounidense Richard Hatchett, ex colaborador del
secretario de Defensa Donald Rumsfeld y actual jefe de la CEPI (Coalition
for Epidemic Preparedness Innovations) [2].
Y, al anunciar las decisiones, los políticos invocaron a esos
científicos para justificarlas y se escudaron en la aprobación de
personalidades con cierta autoridad moral.
El resultado fue que en Francia –país
laico por excelencia– el presidente Emmanuel Macron se rodeó de
un Consejo Científico para el Covid-19, conformado principalmente
con matemáticos y médicos, bajo la autoridad del presidente del Comité
Consultativo Nacional de Ética.
Es de público conocimiento que los
científicos no estaban de acuerdo entre sí sobre la manera
de enfrentar la epidemia. Por consiguiente, al conformar el «Consejo
Científico» se excluyó a los científicos que el gobierno
no quería escuchar para dar la palabra únicamente a aquellos cuyo
discurso parecía “apropiado”. Por otro lado, la nominación de una
personalidad “moral” para encabezar ese dispositivo tuvo como objetivo
justificar una serie de decisiones que afectan las libertades ciudadanas
presentándolas como decisiones necesarias, a pesar de que contradicen la
Constitución de la República.
Dicho de otra manera, este “Consejo” fue sólo
una pantalla destinada a cubrir la responsabilidad del presidente de la
República y del gobierno. Por cierto, es necesario recordar aquí que
ya existían una administración de la Salud Pública y un Alto Consejo
de Salud Pública, mientras que la creación del nuevo Consejo no tiene
ninguna base legal.
Los debates sobre la manera de enfrentar la
epidemia y los tratamientos aplicables cayeron rápidamente en el mayor
desorden. El presidente Macron designó entonces una segunda instancia –un Comité
de Análisis en Investigación y Experticia, supuestamente encargado de
poner orden. Lejos de ser un foro científico, ese nuevo Comité defendió
las posiciones de la CEPI, en contra de la experiencia de los
médicos clínicos.
El papel de los responsables políticos es
estar al servicio de sus conciudadanos, en vez de limitarse a gozar
de los automóviles oficiales del Estado y de pedir auxilio cuando caen en
pánico. El papel de los médicos es ocuparse de sus pacientes, en vez
de perder el tiempo en seminarios de dudosa utilidad en las playas de las
islas Seychelles.
El caso de los matemáticos es diferente.
Su papel consiste en cuantificar observaciones, pero algunos de ellos
desataron el pánico para apropiarse una parte del Poder.
La política y la
medicina como ciencias
Sea o no del agrado de políticos y médicos,
el hecho es que la política y la medicina son ciencias. Pero
durante los últimos años tanto la política como la medicina han
sucumbido al interés monetario, convirtiéndose así en las ocupaciones más
corruptas de Occidente –seguidas de cerca por la actividad periodística.
No abundan los políticos o médicos capaces de poner en tela
de juicio lo que supuestamente “saben”, a pesar de que ese
proceso de constante cuestionamiento debe ser la cualidad básica de todo
científico. A lo que se dedican ahora es a “hacer carrera”.
La ciudadanía no sabe defenderse de esta
degradación de nuestras sociedades. En primer lugar, los ciudadanos
estiman que tienen derecho a criticar a los responsables políticos. Pero,
extrañamente, no se creen con derecho a hacer lo mismo con los
médicos. En segundo lugar, la muerte de un paciente puede llevar la
ciudadanía a recurrir a los tribunales contra los médicos… pero nadie denuncia
la corrupción de los médicos por parte de la industria farmacéutica.
Sin embargo, la existencia de esa corrupción está lejos de ser un
secreto: es también de público conocimiento que las transnacionales
farmacéuticas disponen de enormes presupuestos y de gigantescas redes de
cabilderos, capaces de alcanzar a cualquier médico en los países
desarrollados. Al cabo de años de ese rejuego, las profesiones médicas
han perdido el verdadero sentido de su profesión.
Algunos políticos protegen a sus países.
Otros no.
Hay médicos que se ocupan de sus pacientes. Otros se ocupan sobre todo de ganar dinero.
Hay médicos que se ocupan de sus pacientes. Otros se ocupan sobre todo de ganar dinero.
En algunos hospitales, los pacientes
sospechosos de haber contraído el Covid-19 tenían 5 veces más
posibilidades de morir que en otras instalaciones de salud, a pesar
de que los médicos que debían ocuparse de ellos habían seguido
exactamente los mismos estudios y disponían del mismo material.
La ciudadanía debe exigir que se den a
conocer los resultados concretos de cada instalación hospitalaria.
El profesor francés Didier Raoult
se ocupa con éxito de personas que han contraído enfermedades
infecciosas, éxito gracias al cual pudo construir el instituto que
hoy dirige en Marsella. La profesora, también francesa, Karine
Lacombe trabaja para la transnacional estadounidense Gilead Sciences,
lo cual le valió convertirse en jefa del servicio de enfermedades
infecciosas del hospital Saint-Antoine, en París. Gilead Sciences es la
empresa estadounidense que tuvo como presidente a un tal… Donald Rumsfeld
–otra vez aparece este nombre– y que produce los medicamentos
más caros y a menudo menos eficaces del mundo.
Para ser más claro aún, no estoy
diciendo que los médicos en general sean corruptos sino que
se hallan bajo la dirección de una serie de “mandarines” y de una
administración ampliamente corruptos. Ahí reside el problema de los
hospitales franceses, que obtienen resultados mediocres a pesar de que
disponen de un presupuesto muy superior al de la mayoría de los demás países
desarrollados. No es una cuestión de dinero sino de adónde va
ese dinero.
La prensa médica ya
no es científica
La prensa médica ha dejado de ser científica.
No me refiero a las cuestiones oscuramente ideológicas denunciadas
en 1996 por el físico Alan Sokal [3]
sino al hecho que el 75% de los artículos que se publican ahora son
inverificables.
De manera casi unánime, los grandes medios de
difusión participaron en una campaña de intoxicación en favor de un
estudio publicado en The Lancet, estudio que condena
el protocolo de tratamiento contra el Covid-19 utilizado en Marsella
por el profesor Didier Raoult mientras que abre el camino al
medicamento de Gilead Science, el Remdesivir [4].
No importó que el estudio no se basara en casos
escogidos al azar, que no sea verificable, ni que
su principal autor –el doctor Mandeep Mehra– trabaje en el hospital
Brigham de Boston precisamente en la promoción de Remdesivir, todo
lo cual indica que el estudio en cuestión no es lo que
pudiera llamarse “imparcial”. Sólo el Guardian fue un poco más
lejos y señaló que los datos utilizados en la realización de ese estudio
están manifiestamente falsificados [5].
Cualquiera que lea ese «estudio»
tendría que preguntarse ¿cómo es posible que The Lancet, que
tiene la reputación de ser una «prestigiosa revista científica», haya
podido publicar una superchería tan burda? Pero, ¿no hemos encontrado
antes supercherías idénticas en las publicaciones políticas «de referencia»,
como el diario estadounidense The New York Times y el
francés Le Monde? Basta señalar que The Lancet es
publicado por el principal editor médico del mundo, el grupo
holandés Elsevier, que amasa jugosas ganancias vendiendo artículos a precios
astronómicos y creando falsas publicaciones científicas redactadas de cabo
a rabo por la industria farmacéutica para vender sus productos [6].
Hace poco denuncié en este sitio web
la operación de la OTAN tendiente a favorecer, mediante la
manipulación de motores de búsqueda en internet, ciertas fuentes de
información “confiables” en detrimento de otras [7].
El hecho es que el mero nombre de un editor o de un medio
nunca constituye una garantía definitiva de competencia o de sinceridad
en materia de información. El público debe juzgar cada libro,
cada artículo en función de su contenido real y aplicándole el
máximo rigor de su espíritu crítico.
EL CONCENSO CIENTIFICO
Hace años que los científicos diplomados
han dejado de interesarse por la ciencia y prefieren acogerse al consenso
de su profesión. Ese fenómeno ya pudo verse en el siglo XVII, cuando los
astrónomos de aquella época se concertaron en contra de Galileo. Como
no podían hacerlo callar, recurrieron a la iglesia y esta
lo condenó a pudrirse en la cárcel de por vida. Con esa acción,
Roma imponía el «consenso científico».
Algo similar ocurrió hace 16 años,
cuando la justicia de París rechazó todas mis denuncias contra
grandes diarios que me difamaban sin otro argumento que la
afirmación según la cual lo que yo escribía no podía
ser cierto… porque el «consenso periodístico» decía
lo contrario. Pero nadie podía echar abajo las pruebas que yo
esgrimía.
Es también en nombre del «consenso
científico» que el público sigue creyendo en el «calentamiento
climático», creencia promovida por la ex primer ministro británica
Margaret Thatcher [8].
Pero nadie toma en cuenta los numerosos debates científicos sobre
ese tema.
La verdad no es una opinión sino el fruto de
un proceso de búsqueda. La verdad no se determina por votación
y siempre hay que preguntarse si es realmente cierta.
[1]
«Covid-19: Neil
Ferguson, el Lysenko del liberalismo», por Thierry Meyssan, Red Voltaire,
19 de abril de 2020.
[2]
«Covid-19 y “Amanecer
Rojo”», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 28 de abril
de 2020.
[3] Impostures
intellectuelles, Alan Sokal y Jean Bricmont, ediciones Odile Jacob, 1997.
[4]
“Hydroxychloroquine
or chloroquine with or without a macrolide for treatment of COVID-19: a
multinational registry analysis”, Mandeep R. Mehra, Sapan S. Desai, Frank
Ruschitzka, Amit N. Patel, The Lancet Online, 22 de mayo
de 2020.
[5]
“Questions
raised over hydroxychloroquine study which caused WHO to halt trials for
Covid-19”, Melissa Davey, The Guardian, 28 de mayo
de 2020.
[6]
“Elsevier
published 6 fake journals”, Bob Grant, The Scientist,
7 de mayo de 2009.
[7]
«La Unión Europea, la
OTAN, NewsGuard y la Red Voltaire», por Thierry Meyssan, Red Voltaire,
5 de mayo de 2020.
[8]
«1997-2010: La ecología
financiera», por Thierry Meyssan, Оdnako (Rusia), Red Voltaire,
28 de abril de 2010.
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