11. LOS CONSUELOS Y LAS ARIDECES (fin de este punto)
El
ideal de nuestro Santo en la materia que nos ocupa era,
pues, el de permanecer como una estatua que no quiere ni avanzar hacia
las consolaciones, ni alejarse de las sequedades, sino que permanece inmóvil en
tranquila espera, dispuesta a dejarse mover a gusto de su Maestro. A la verdad,
no exigía de Santa Juana de Chantal «que no amara ni deseara las consolaciones, sino que no
aficionara a ellas su corazón. Un simple deseo no es contrario a la
resignación, sino que es una palpitación del corazón, un batir de alas, una agitación
de la voluntad». Ella puede «quejarse a Dios
amorosamente y con calma, y Nuestro Señor por su parte se complace en que le
contemos los males que nos envía, como hacen los niños pequeños cuando su madre
los ha azotado».
Mas
debe conservar esa libertad de espíritu, que no se adhiere ni a los consuelos
ni aun a los ejercicios espirituales, y que recibe las aflicciones con toda la
calma que permite la debilidad de la carne. De esta manera, «llegado el momento
en que habrá de apurar el cáliz y dar, por decirlo así, el golpe decisivo del
consentimiento, el alma conservará el equilibrio necesario para decir a Dios:
no mí voluntad, sino la vuestra».
Aún va
algo más lejos el piadoso Doctor. «Deseáis, sí, tener una cruz, mas queréis
elegirla; y eso no puede ser. Yo deseo que vuestra cruz y la mía sean en todo
cruces de Jesucristo. Que nos envíe tantas sequedades como le plazca, con tal
que le amemos. Jamás
se le sirve bien, sino cuando se le sirve como El quiere; y quiere que le
sirváis sin gusto, sin deleite, con repugnancias y convulsiones de espíritu.
A vos no os satisface este servicio, pero a Él sí; no es de vuestro agrado,
pero lo es del suyo. Imaginad que jamás os veréis libres de vuestras congojas;
entonces diríais a Dios: soy vuestro, y si mis miserias os agradan, acrecentad
su número y duración. Confío en Nuestro Señor que diríais esto y no pensaríais
más en ellas, por lo menos no os agitaríais. Pues haced ahora lo propio.
Familiarizaos con vuestro trabajo como si siempre hubierais de permanecer
juntos, y ya veréis cómo no pensando en vuestra libertad, Dios pensará en ella;
y cuando vos ya no os inquietéis, acudirá entonces con presteza.»
En una
palabra, el piadoso Doctor se inclina con preferencia al sufrimiento, y en algunos
lugares parece que hasta lo pide, no sólo para su santa hija, sino también para
él; mas, en general, predica a todos una extrema indiferencia en las variedades
espirituales. Hubiera querido, por lo que a él se refería, no tener deseo
alguno para uniformarse más y más con la adorable voluntad de Dios, que era su
regla predilecta.
Tenía
sin duda, como él mismo dice, deseos ardientes de la salvación de las almas y
de su propio progreso en la virtud, por ser ésta la voluntad de Dios
significada, y aunque estas cosas las amaba, se conformaba, sin embargo,
plenamente con la voluntad de Dios, pero sin alterar el orden ni medida divinos.
Idéntica
nota ofrece la doctrina de San Alfonso. Hela aquí en resumen:
1º.-
Cuando Dios nos consuela con visitas llenas de amor y nos hace sentir la
presencia de su gracia, no conviene rechazar estos favores, como algunos falsos
místicos lo han pretendido, pues son más preciosos que las riquezas y los honores
del mundo. Es preciso recibirlos con fervientes acciones de gracias, sin que
nos pongamos a saborear su dulzura con una especie de gula espiritual, ni creer
que Dios nos favorece porque es nuestra conducta mejor que la de los otros.
Este orgullo y esta sensualidad desagradarían a Dios, y le obligarían a
apartarse de nosotros y a dejarnos en nuestra miseria. Humillémonos poniendo
ante nuestra vista los pecados de la vida pasada. Consideremos que estos
favores son puro efecto de la bondad de Dios, que los concede para disponemos a
realizar los sacrificios que El exige, y quizá para sobrellevar con paciencia
las pruebas que nos va a enviar. En la consolación preparémonos para la
desolación:
«Ofrezcámonos,
pues, entonces, a soportar todas las penas interiores y exteriores que nos
aguardan, enfermedades, persecuciones, desolaciones espirituales, diciendo: «Heme aquí, Señor,
haced de mí y de cuanto me pertenece lo que os plazca: dadme la gracia de amar
y de cumplir perfectamente vuestra santísima voluntad, no os pido otra cosa.»
2º.-
En la desolación espiritual es preciso resignarse. «No pretendo yo que dejemos de experimentar
alguna pena al vernos privados de la presencia sensible de nuestro Dios, pues
es imposible no quejarse ni resentirse de pena tan amarga, cuando el mismo
Salvador se lamentó en la cruz.»
Mas es
necesario imitar su amorosa resignación y la de los santos. «Estos, por lo
regular, han vivido en las arideces y no en las consolaciones sensibles; lo que
toda su vida han procurado, no ha sido el fervor sensible en el gozo, sino el fervor
espiritual en las penas.» ¿Os encontráis en la aridez?, sed constantes y no
descuidéis de ningún modo vuestros ejercicios ordinarios, especialmente la
oración mental. No imitéis a las almas poco sobrenaturales que, renunciando a
su piadosa empresa, mitigan sus austeridades, cesan de refrenar sus sentidos y
pierden los frutos de sus anteriores trabajos.
¿Os parece que las arideces son el
castigo de vuestras faltas?, aceptad
humildemente este castigo misericordioso y nada omitáis de lo que pueda hacer
desaparecer las causas de este triste estado, como son, por ejemplo, una
afición natural, vuestro escaso recogimiento, vuestro prurito de verlo todo.
Reconoced que habéis merecido no gustar ya alegría alguna. Practicad sobre todo
la resignación y confiad más que nunca en la voluntad de Dios, pues entonces,
mejor que en cualquier circunstancia, trátase de haceros amable a vuestro divino
Esposo. Animo, pues, para continuar buscándole. Quizá no se os presente con sus
dulzuras: ¿qué importa, con tal de que os conceda la fuerza de amarle aun en
este caso, y de hacer todo lo que El quiere? «Un amor fuerte agrada a Dios
Más que un amor tierno.» Sometámonos con humildad a la voluntad divina «y la desolación nos
será más ventajosa que la consolación». He aquí la magnífica oración
que el Santo nos enseña: (Bella oración para dejarnos llevar por esta voluntad
divina en estos momentos que nadie queremos, pero si o si debemos llevarlos, hagámoslo
de buena manera)
« ¡Jesús mío, mi esperanza, mi amor, el único amor de mi alma! No
merezco que me deis consolaciones y dulzuras; reservadlas para las almas
inocentes que os han amado siempre. En cuanto a mí que siempre os he ofendido,
me reconozco indigno de ellas, no os las pido. Ved lo que únicamente deseo:
haced que os ame, haced que cumpla vuestra voluntad en todo el curso de mi
vida, y después disponed de mí como os plazca. ¡Desdichado de mí! Otras tinieblas,
otros temores, otros olvidos hubiera de padecer para expiar las ofensas que os
he inferido; he merecido el infierno, en donde, separado de Vos y rechazado
para siempre, debiera llorar eternamente sin poder amaros. ¡ Oh, Jesús mío!
Alejad de mí esta pena, a todo lo demás me someto... Dadme la fuerza
de vencer las tentaciones, de vencerme a mí mismo.
Quiero ser todo vuestro: os doy mi cuerpo, mi alma, mi voluntad, mi
libertad, que ya no quiero vivir para mí, sino para Vos sólo. Afligidme como os
plazca, privadme de todo, con tal que me otorguéis vuestra gracia y vuestro
amor.»
Pero,
¿no os será permitido al menos desear y hasta pedir con instancia las
consolaciones divinas, o el fin de las desolaciones?
Lo
podemos, a causa del fuerte apoyo que nos procuran los favores divinos y a
causa de la postración que las continuas desolaciones pudieran dejarnos. El
Espíritu Santo en los Salmos, la Iglesia en su Liturgia ponen en nuestros labios
oraciones de este género, cuya legitimidad ningún autor católico ha puesto en
tela de juicio. Todos,
empero, nos encomiendan hacerlo tan sólo con intención pura, con corazón desprendido
y voluntad sumisa. Más, si están de acuerdo sobre el principio, no
así en cuanto a la práctica. Álvarez Paz, Luis de Granada y otros, aconsejan
con interés hacer esta petición. En cambio, San Francisco de Sales, aunque
permite a su Filotea «invocar a Dios para que haga cesar el cierzo infructuoso
que seca nuestra alma, y que nos devuelva el viento benéfico de las
consolaciones», nos invita por otra parte a «una
extrema indiferencia con respecto a las consolaciones o desolaciones».
San Alfonso se expresa en idénticos términos: «¿Queremos decir con esto que os
hará Dios sentir de nuevo la dulzura de su presencia? Guardaos de pedirla, y pedid
más bien la fuerza necesaria para manteneros fiel.» En esta divergencia de
opiniones, cada cual es libre de seguir lo que le plazca.
No
estamos obligados a pedir las consolaciones o la cesación de las desolaciones.
Sentimos vernos precisados a contradecir a algunos que al pronunciarse en esta cuestión
por la afirmativa, condenan a San Francisco de Sales y a San Alfonso, estos dos
grandes Doctores de la piedad que no han conocido este precepto, y que han
enseñado y practicado todo lo contrario; condenan asimismo a esa multitud de
santos que han basado su conducta en una absoluta indiferencia en esta materia.
¿Cuál sería, pues, el origen de esta obligación? Las consolaciones, ya lo hemos dicho, no son ni
la esencia de la devoción, ni el único medio de llegar a ella, ni siquiera un medio
necesario. Las desolaciones no constituyen la indevoción, y lejos de
ser un obstáculo insuperable, constituyen un remedio del que tenemos sobrada
necesidad.
Parecen
olvidar estos autores que, si es preciso alimentar el amor divino, también es
necesario que el amor propio sea mortificado.
Se objeta
que las desolaciones son una dolencia cuya curación no se conseguirá sino a
fuerza de pedirla. En nuestra opinión, el verdadero mal, el fondo mismo de todos
los males es el orgullo y la sensualidad, y las desolaciones constituyen su
misericordioso castigo, el remedio providencial. Aquí, como en
tantas ocasiones, Dios cura un mal de culpa con un mal de pena. ¿Por qué
habríamos de estar obligados a estrecharle, a importunarle para que cambie de
tratamiento? Más valdría orar por que El torne más sumisa nuestra voluntad y el
remedio produzca su efecto.
Se
objeta también que se falta a la confianza no haciendo esta petición; y es todo
lo contrario. Con seguridad que, si se piensa tener necesidad de consolaciones
y se las solicita con la simplicidad de un niño, esta confianza honra a Dios,
con tal de que vaya unida a la sumisión. Pero es mucho más necesario para
ponerse enteramente en manos de Dios, conservarse en una expectación tranquila
y resignarse de antemano a todo lo que le plazca. Es al mismo tiempo una prudencia
superior, una generosidad más perfecta, todo lo cual necesariamente ha de
conmover profundamente el corazón de nuestro Padre Celestial.
Siempre la voluntad de Dios, somos unos simples instrumentos de su voluntad y gracia.
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