EL CASTIGO DEL PECADOR
Señores:
La medicina moderna ha hecho progresos admirables. Pero con todos los adelantos
modernos, ¡cuánto cuesta y con qué lentitud se logra la curación de un leproso!
El bacilo de Hansen es dificilísimo de vencer, aún hoy, con todos los progresos
y adelantos de la medicina. Pero a Cristo le bastó hace veinte siglos una sola
palabra: ―Quiero, y al momento desapareció la lepra.
Otro
día le seguía una inmensa multitud. Cinco mil hombres, sin contar las mujeres
ni los niños. Y Jesús les dice a sus apóstoles: ―Dadles de comer. Pero ellos le
respondieron: ―No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces. Él les dijo:
―Traédmelos acá. Y alzando sus ojos al cielo, bendijo y partió los panes y se
los dio a sus discípulos, y estos, a la muchedumbre.
Y
comieron todos y se saciaron y recogieron de los fragmentos sobrantes doce
cestos llenos (Mt 14, 14-21). ¿Qué os parece?
Otro
día dormía Jesús tranquilamente en la barca de sus discípulos. De pronto se
levanta un fuerte viento, y la débil barquichuela, bajo los embates de las
olas, amenaza zozobrar. Sus discípulos le despiertan atemorizados: ―¡Señor,
sálvanos, que perecemos! Y Jesús se puso sencillamente de pie y mandó al viento
y dijo al mar: ―Calla, enmudece. Y al instante se aquietó el viento y se hizo
completa calma. Y sus discípulos se preguntaron asustados: ―¿Quién será éste
que hasta el viento y el mar le obedecen? (Mc 4, 34-41).
Otro
día Jesucristo caminó majestuosamente sobre las olas del mar como sobre una
alfombra azul festoneadas de espumas (Mt 14, 25).
Otro
día...
¿Para
qué seguir? Aquel hombre jugaba con el mar, con los vientos y tempestades, con
las enfermedades de los hombres y con las fuerzas de la Naturaleza como Dueño y
Señor de todo.
Pero
hay todavía, señores, una prueba más impresionante de la divinidad de Nuestro
Señor Jesucristo.
Señores:
en medicina legal no se admite más que una prueba definitiva de muerte real: la
putrefacción. Mientras el cadáver no comience a descomponerse, no podemos tener
una seguridad científica y absoluta de que está realmente muerto. Pero cuando
empieza a descomponerse, cuando comienza la putrefacción, la muerte real es
ciertísima, científicamente segura.
Recordemos
ahora la impresionante escena evangélica. Lázaro de Betania, el amigo de
Cristo, cae gravemente enfermo. Y sus hermanas Marta y María envían un recado
al Maestro, diciéndole: ―Señor, el que amas está enfermo. Jesucristo no acude
enseguida; deja pasar dos días después de recibido el aviso. Cuando llegó a
Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Y cuando Marta le dice
llorando a Jesús: ―Señor: si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto,
Jesús le dice: ―Yo soy la resurrección y la vida... El que cree en Mí, aunque
hubiese muerto, vivirá. Se dirige al sepulcro, seguido de una gran muchedumbre.
Y ordena: ―Quitad la piedra. Y al instante perciben todos el hedor pestilencial
del cadáver putrefacto en descomposición. Y Jesucristo, alzando sus ojos al
cielo, pronuncia estas palabras: ―Padre, te doy gracias porque me has
escuchado. Yo sé que siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me rodea,
lo digo: para que crean que Tú me has enviado”. Y diciendo esto, gritó con
fuerte voz: ―¡Lázaro, sal fuera! Y al instante, como un siervo obediente cuando
su amo le da una orden, el cadáver putrefacto de Lázaro se presentó delante de
todos lleno de salud y de vida.
Señores:
el milagro, por definición, trasciende las fuerzas de toda naturaleza creada y creable.
Solamente Dios, Autor de la Naturaleza, o alguien en nombre de Dios, puede
suspender sus leyes inmutables. Ahora bien: Jesucristo hacía los milagros en
nombre propio, no en nombre de Dios. Cuando invoca a Dios le llama Padre, y le
invoca no para pedirle el poder de hacer milagros, sino únicamente para que los
que le rodean crean que ha sido enviado por Él.
Jesucristo
tuvo la osadía de decir que era el Hijo de Dios, pero lo demostró de una manera
aplastante y definitiva. El mismo Dios se encargó de confirmarlo desde el
cielo, cuando en el momento del bautismo de Jesús se abrieron los cielos y se
oyó la voz augusta del Eterno Padre, que exclamaba: ―Este es mi Hijo muy amado,
en el que tengo puestas mis complacencias. (Mt 3, 16-17).
Pues
bien: ese que es
el Hijo de Dios, ese que ha venido del cielo y sabe perfectamente lo que hay en
el otro mundo, ése nos dice veinticinco veces en el Evangelio que existe el
infierno y que es eterno, que no terminará jamás. ―Que venga alguien
del otro mundo a decirlo. ¡Ya ha venido! Y nada menos que el que dijo y
demostró que era el Hijo de Dios. ¿Comprendéis ahora la increíble insensatez de
la carcajada volteriana negando la existencia del infierno? Las cosas de Dios
son como Dios ha querido que sean, no como se les antojen a los incrédulos.
¡Pobres
incrédulos! ¡Qué pena me dan! No todos son igualmente culpables. Distingo muy
bien dos clases de incrédulos completamente distintos. Hay almas atormentadas
que les parece que han perdido la fe. No la sienten, no la saborean como antes.
Les parece que la han perdido totalmente. Esta misma tarde he recibido una
carta anónima: no la firma nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin
embargo, una persona de cultura más que mediana. Escribe admirablemente bien. Y
después de decirme que está oyendo mis conferencias por Radio Nacional de
España, me cuenta su caso. Me dice que ha perdido casi por completo la fe,
aunque la desea con toda su alma, pues con ella se sentía feliz, y ahora siente
en su espíritu un vacío espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio
práctico y eficaz para volver a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le
muestre esa meta de paz y de felicidad ansiada.
¡Pobre
amigo mío! Voy a abrir un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas
palabras de consuelo. Te diré con Cristo: ―No andas lejos del Reino de Dios.
Desde el momento en que buscas la fe, es que ya la tienes. Lo dice hermosamente
San Agustín: ―No buscarías a Dios si no lo tuvieras ya.
Desde el momento en que deseas con toda tu alma la fe, es que ya la tienes.
Dios, en sus designios inescrutables, ha querido someterte a una prueba. Te ha
retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo reaccionas en la oscuridad. Si
a pesar de todas las tinieblas te mantienes fiel, llegará un día –no sé si tarde
o temprano, son juicios de Dios– en que te devolverá el sentimiento de la fe
con una fuerza e intensidad incomparablemente superior a la de antes. ¿Qué
tienes que hacer mientras tanto? Humillarte delante de Dios. Humíllate un
poquito, que es la condición indispensable para recibir los dones de Dios. El
gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser el premio de la humildad.
Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te pones de rodillas ante Él
y le dices: ―Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener más. Ayuda Tú mi poca fe.
Si caes de ropillas y le pides a Dios que te dé el sentimiento íntimo de la fe,
te la dará infaliblemente, no lo dudes; y mientras tanto, pobre hermano mío,
vive tranquilo, porque no solamente no andas lejos del Reino de Dios, sino que,
en realidad, estás ya dentro de él.
¡Ah!
Pero tu caso es completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no
eres incrédulo, aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la
fe. Los verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin
argumento alguno que les impida creer, lanzan una insensata carcajada y
desprecian olímpicamente las verdades de la fe.
No
tienen ningún argumento en contra, no lo pueden tener, señores. La fe católica
resiste toda clase de argumentos que se le quieran oponer. No hay ni puede
haber un argumento válido contra ella. Supera infinitamente a la razón, pero
jamás la contradice. No puede haber conflicto entre la razón y la fe, porque
ambas proceden del mismo y único manantial de la verdad, que es la primera
Verdad por esencia, que es Dios mismo, en el que no cabe contradicción. Es
imposible encontrar un argumento válido contra la fe católica. Es imposible que
haya incrédulos de cabeza –como os decía el otro día–, pero los hay
abundantísimos de corazón. El que lleva una conducta inmoral, el que ha
adquirido una fortuna por medios injustos, el que tiene cuatro o cinco amiguitas,
el que está hundido hasta el cuello en el cieno y en el fango, ¡cómo va a
aceptar tranquilamente la fe católica que le habla de un infierno eterno! Le
resulta más cómodo prescindir de la fe o lanzar contra ella la carcajada de la
incredulidad.
¡Insensato!
¡Como si esa carcajada pudiera alterar en nada la tremenda realidad de las
cosas! ¡Ríete ahora! Carcajaditas de enano en una noche de barrio chino. ¡Ríete
ahora! ¡Ya llegará la hora de Dios! Ya cambiarán las cosas. Escucha la Sagrada
Escritura: ―Antes desechasteis todos mis consejos y no accedisteis a mis
requerimientos. También yo me reiré de vuestra ruina y me burlaré cuando venga
sobre vosotros el terror. (Prov 1, 25-26). El mismo Cristo advierte en el
Evangelio, con toda claridad: ―¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y
lloraréis! (Lc 6, 25). ¡Te burlas de todo eso? Pues sigue gozando y
riendo tranquilamente. Estás danzando con increíble locura al borde de un
abismo: ¡es la hora de tu risa! Ya llegará la hora de la risa de Dios para toda
la eternidad.
El
infierno existe, señores. Lo ha dicho Cristo. Poco importa que lo nieguen los
incrédulos. A pesar de esa negativa, su existencia es una terrible realidad.
Pero es conveniente que avancemos un poco más y tratemos de descubrir lo que
hay en él.
El
catecismo, ese pequeño librito en el que se contiene un resumen maravilloso de
la doctrina católica, nos dice que el infierno es ―el conjunto de todos los males, sin
mezcla de bien alguno. Maravillosa definición. Pero hay otra forma más
profunda todavía: la que nos dejó en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo en
persona. Es la misma frase que pronunciará el día del Juicio final: ―Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno. En
esta fórmula terrible se contiene un maravilloso resumen de toda la teología
del infierno.
Porque
el infierno, fundamentalmente, lo constituyen tres cosas y nada más que tres: lo que llamamos en teología pena de daño, lo que llamamos
pena de sentido y la eternidad de ambas penas. Ahí tenemos toda la
teología esencial del infierno; todo lo demás son circunstancias accidentales. Pues esas tres
cosas están maravillosamente registradas y resumidas en la frase de Cristo:
―Apartaos de Mí, malditos (pena de daño), al fuego (pena de sentido) eterno
(eternidad de ambas penas).
Señores:
maravilloso resumen el de Nuestro Señor Jesucristo. Vamos a meditarlo por
partes.
Lo
principal del infierno es lo que llamamos en teología la pena de daño. La
condenación propiamente dicha, que consiste en
quedarse privado y separado de Dios para toda la eternidad. Eso es
lo fundamental del infierno.
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