CAPITULO 18
De otro laso, contrario al pasado, que es la desesperación con que
el demonio pretende vencer al hombre; y cómo nos habremos contra él.
Otra
arte suele tener el demonio contraria a esta pasada; la cual es, no haciendo
ensalzar el corazón, mas abajándolo y desmayándolo, hasta traerlo a desesperación;
y esto hace trayendo a la memoria los pecados que el hombre ha hecho, y
agravándolos cuanto puede, para que el tal hombre, espantado con ellos, caiga
desmayado como debajo de carga pesada, y así se desespere. De esta manera hizo
con Judas, que al hacer el pecado le quitó delante la gravedad de él, y después
le trajo a la memoria cuan gran mal era haber vendido a su Maestro, y por tan
poco precio, y para tal muerte; y así le cegó los ojos con la grandeza del
pecado, y dio con él en el lazo, y de allí en el infierno.
De
manera que a unos ciega con las buenas obras, poniéndoselas delante y
escondiéndoles sus males, y así los engaña con la soberbia; y a otros
escondiéndoles que no se acuerden de la misericordia de Dios, y de los bienes
que con su gracia hicieron, y tráeles a la memoria sus males, y así los derriba
con desesperación.
Mas
así como el remedio de lo primero fue, queriéndonos él vanamente alzar en el
aire, asirnos nosotros más a la tierra, considerando, no nuestras plumas; de
pavón, mas nuestros lodosos pies de pecados que hemos hecho, o haríamos, si por
Dios no fuese, así es otro engaño es el
remedio quitar los ojos de nuestros pecados, y ponerlos en la misericordia de
Dios y en los bienes que por su gracia hemos hecho. Porque en el tiempo que
nuestros pecados nos combaten con desesperación, muy bien hecho es acordarnos
de los bienes que hemos hecho o hacemos, según tenemos ejemplo en Job (13, 18),
y en el rey Ezequías (4 Reg., 20, 3). Y esto, no para poner confianza en
nuestras buenas obras en cuanto son nuestras, porque no caigamos en un lazo
huyendo de otro, mas para esperar en la misericordia de Dios, qué pues Él nos
hizo merced de que hiciésemos el bien con su gracia, Él nos lo galardonará, aun
hasta el jarro de agua que por su amor dimos; y que, pues nos ha puesto en la
carrera de su servicio, no nos dejará en la mitad de ella; pues sus obras son acabadas
(Deut., 32, 4), como Él lo es; y más hizo en sacarnos de su enemistad, que en
conservarnos en su amistad. Lo cual nos enseña San Pablo diciendo (Rom., 5, 10):
Si cuando éramos
enemigos fuimos hechos amigos con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más
ahora que somos hechos amigos, seremos salvos en la vida de Él.
Cierto,
pues su muerte fue poderosa para resucitar a los muertos, también lo será su vida
para conservar en vida a los vivos. Si nos amó desamándole nosotros, no nos desamará,
pues le amamos. De manera, que osemos decir lo que dice San Pablo (Philip., 1,
6): Confío que Aquel
que comenzó en nosotros el bien, lo acabará hasta el día de Jesucristo. Y
si el demonio nos quisiere turbar con agravarnos los pecados que hemos hecho,
miremos que ni él es la parte ofendida, ni es tampoco el juez que nos ha de
juzgar. Dios es a quien ofendimos cuando pecamos, y Él es el que ha de juzgar a
hombres. Y, por tanto, no nos turbe que el acusador acuse; mas consolémonos,
que el que es parte y Juez, nos perdona y absuelve, mediante nuestra
penitencia, y sus ministros y Sacramentos. Esto dice San Pablo así (Rom., 8): Si Dios está con
nosotros, ¿quién será contra nos? El cual a su propio Hijo no perdonó, mas por
todos nosotros lo entregó. ¿Pues cómo es posible que dándonos a su Hijo, no nos
haya dado con Él todas las cosas? ¿Quién acusará contra los escogidos de Dios?
Dios es el que justifica; ¿quién habrá que condene? Todo esto dice
San Pablo. Lo cual bien considerado, debe esforzar a nuestro corazón a esperar
lo que falta, pues tales prendas de lo pasado tenemos.
Ni nos
espanten nuestros pecados, pues el Eterno Padre castigó por ellos a su
Unigénito Hijo, para que así viniese el perdón sobre quien merecía el castigo,
si el tal hombre se dispusiere a recibirlo. Y pues Él nos perdona, ¿qué le
aprovecha al demonio que dé voces pidiendo Justicia? Ya una vez fue hecha
justicia en la cruz de todos los pecados del mundo; la cual cayó sobre el
inocente Cordero, Jesucristo nuestro Señor, para que todo culpado que quisiere
llegarse a Él y gozar de su redención por la penitencia, sea perdonado. Pues
¿qué justicia seria castigar otra vez los pecados del penitente con infierno, pues
ya una vez fueron suficientemente castigados en Jesucristo? Y digo castigar con
infierno, porque hablo del penitente bautizado, que por vía del Sacramento de
la Penitencia recibe perdón y la gracia perdida, conmutándosele ordinariamente
la pena del infierno, que es eterna, en pena temporal, que en esta vida
satisfaga con buenas obras, o en el purgatorio padeciendo las penas de allá.
Mas no piense nadie que no quitarse toda la pena, sea por falta de la redención
del Señor, cuya virtud está y obra en los Sacramentos; porque copiosa es, como
dice Santo Rey y Profeta David (Ps., 129, 7); mas es por falta del penitente,
que no llevó disposición para más. Y tal dolor y vergüenza puede llevar, que de
los pies del confesor se levante perdonado de toda la culpa y de toda la pena,
como si recibiera el santo Bautismo, que todo esto quita a quien lo recibe aun
con mediana disposición. Sepan todos que el óleo que nos dio nuestro grande
Elíseo (4 Reg., 4, 1-7), Jesucristo nuestro Señor, cuando nos dio su Pasión,
que obra en sus Sacramentos riquísimos, es para poder pagar con él todas
nuestras deudas, y vivir en vida de gracia, y después de gloria.
Mas es
menester que nosotros, como la otra viuda, llevemos vasos de buenas
disposiciones, conforme a los cuales recibirá cada uno el efecto de su sagrada
Pasión, que, en sí misma, bastantísima es, y aun sobrada.
CAPITULO 19
Da lo mucho que nos dio el Eterno Padre en darnos a Jesucristo
nuestro Señor; y cuánto lo deberíamos agradecer y aprovecharnos de esta merced,
esforzándonos con ella para no admitir la desesperación con que el demonio
suele combatirnos.
Mucha
razón tiene Dios de quejarse, y sus pregoneros para reprender a los hombres, de
que tan olvidados estén de esta merced, digna que por ella se diesen gracias a
Dios de noche y de día. Porque, como dice San Juan (3, 16): Así amó Dios al
mundo, que dio a su Unigénito Hijo, para que todo hombre que creyere en Él y le
amare, no perezca, más tenga la vida eterna. Y en esta merced están
encerradas las otras, como menores en la mayor, y efectos en causa. Claro es
que quien dio el sacrificio contra los pecados, perdón de pecados dio cuanto es
de su parte; y quien el Señor dio, también dio el señorío; y, finalmente, quien
dio su Hijo, y tal hijo dado a nosotros, y nacido para nosotros (Nobis datus,
nobis natus: Hymno --- Pange, lingua), no nos negará cosa que necesaria nos
sea. Y quien no la tuviere, de sí mismo se queje, que de Dios no tiene razón.
Que para dar a entender esto, no dijo San Pablo: Quien el Hijo nos dio todas
las cosas NOS DARÁ con Él; mas dijo: Todas las cosas NOS HA DADO con Él; porque
de parte de Dios todo está dado, perdón, y gracia y el cielo. ¡Oh hombres!,
¿por qué perdéis tal bien, y sois ingratos a tal Amador y a tal dádiva, y
negligentes a aparejaros para recibirla? Cosa sería digna de reprensión que un
hombre anduviese muerto de hambre y desnudo, lleno de males; y habiéndole uno
mandado en su testamento gran copia de bienes, con que podía pagar, y salir de
sus males, y vivir en descanso, se quedase sin gozar de ellos por no ir dos o tres
leguas de camino a entender en el tal testamento. La redención hecha está tan
copiosa, que, aunque perdonar Dios las ofensas que contra Él hacen los hombres,
sea dádiva sobre todo humano sentido, mas la paga de la Pasión y muerte de
Jesucristo nuestro Señor excede a la deuda del hombre en valor, mucho más que
lo más alto del cielo y a lo más profundo del suelo. Como dice San Agustín: «Azotes debía el
hombre culpado, y ser preso, y escarnecido y muerto; ¿pues no os parece que están
bien pagados con azotes y tormentos y muerte de un hombre, no sólo justo, mas
que es hombre y Dios? Inefable merced es que adopte Dios por hijos los hijos de
los hombres, gusanillos de la tierra. Mas para que no dudásemos de esta merced,
pone San Juan (I, 14) otra mayor, diciendo: La palabra de Dios es
hecha carne.
Como
quien dice: No dejéis de creer que los hombres nacen de Dios por espiritual
adopción, mas tomad, en prendas de esta maravilla, otra mayor, que es el hijo
de Dios ser hecho hombre, e hijo de una mujer.
También
es cosa maravillosa que un hombrecillo terrenal esté en el cielo gozando de
Dios, y acompañado de ángeles con honra inefable; mas mucho más fue estar Dios
puesto en tormentos y menosprecios de cruz, y morir entre dos ladrones; con lo
cual quedó la Justicia divina tan satisfecha, así por lo mucho que el Señor
padeció, como principalmente por ser Dios el que padeció, que nos da perdón de
lo pasado, y nos echa bendiciones con que nuestra esterilidad haga fruto de
buena vida y digna del cielo; figurada en el hijo que fue dado a Sara (Gen.,
18, 10), vieja y estéril. Porque el becerro cocido en la casa de Abraham (Gen.,
18, 7), que es Jesucristo, crucificado en el pueblo que de Abraham venía, fue a
Dios tan gustoso, que de airado se tornó manso y la maldición conmutó en
bendición, pues recibió cosa que más le agradó, que todos los pecados del mundo
le pueden desagradar. Pues ¿por qué desesperas, hombre, teniendo por remedio
y por paga a Dios humanado, cuyo merecimiento es infinito? Y muriendo, mató nuestros pecados, mucho mejor que
muriendo Sansón murieron los filisteos (Judi., 16, 30). Y aunque tantos hubieses
hecho tú como el mismo demonio que te trae a desesperación, debes esforzarte en
Cristo, Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo (Jn., 1, 29); del cual
estaba profetizado que había de arrojar todos nuestros pecados en el profundo
del mar (Mich., 7, 19), y que había de ser ungido el Santo de los santos, y
tener fin el pecado, y haber sempiterna justicia (Dan., 9, 24). Pues si los pecados
están ahogados, quitados y muertos, ¿qué es la causa por qué enemigos tan
flacos y vencidos te vencen, y te hacen desesperar?
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