San Juan Bosco preguntó al guía: — ¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto?
—Lee
lo que hay escrito sobre aquella puerta —me respondió—Y la
inscripción te hará comprender dónde estamos. Me di cuenta de que estábamos a
las puertas del infierno. El guía me acompañó a dar una vuelta alrededor de los
muros de aquella horrible ciudad. Se veía una puerta de bronce, como la
primera, al pie de una peligrosa bajada, y cada
una de ellas tenía encima una inscripción diferente. Yo saqué la libreta para
anotar aquellas inscripciones, pero el guía me dijo: — ¡Detente! ¿Qué haces?
—Voy a
tomar nota de esas inscripciones.
—No
hace falta: las tienes todas en la Sagrada Escritura; incluso tú has hecho
grabar algunas bajo los pórticos. Ante semejante espectáculo habría preferido
volver atrás y encaminarme al Oratorio. Recorrimos un inmenso y profundísimo
barranco y nos encontramos nuevamente al pie del camino pendiente que habíamos
recorrido y delante de la puerta que vimos en primer lugar.
De pronto
el guía se volvió hacia atrás con el rostro sombrío, me indicó con la mano que
me retirara, diciéndome al mismo tiempo: — ¡Mira! Tembloroso,
miré hacia arriba y, a cierta distancia, vi que por aquel camino en declive
bajaba uno a toda velocidad. Pude reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba
los cabellos desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados
hacia atrás por efecto del viento y los brazos tendidos hacia adelante, en
actitud como de quien nada para salvarse del naufragio. Quería detenerse y no
podía. Tropezaba continuamente con los guijarros salientes del camino y
aquellas piedras servían para darle un mayor impulso en la carrera.
—Corramos,
detengámoslo, ayudémosle— gritaba yo tendiendo las manos hacia él.
Y el
guía: —No; déjalo.
— ¿Y
por qué no puedo detenerlo?
— ¿No
sabes lo tremenda que es la venganza de Dios? ¿Crees que podrías detener a uno
que huye de la ira encendida del Señor?
Entretanto
aquel joven, volviendo la cabeza hacia atrás y mirando con los ojos encendidos
si la ira de Dios le seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del
camino, como si no hubiese encontrado en su huida otra solución que ir a dar
contra aquella puerta de bronce.
— ¿Y
por qué mira hacia atrás con esa cara de espanto?, — pregunte yo——Porque
la ira de Dios traspasa todas las puertas del infierno e irá a atormentarle aún
en medio del fuego. En efecto, como consecuencia de aquel choque, entre un
ruido de cadenas, la puerta se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al
mismo tiempo, haciendo un horrible fragor, dos, diez, cien, mil, otras puertas
impulsadas por el choque del joven, que era arrastrado por un torbellino
invisible, irresistible, velocísimo. Todas aquellas puertas de bronce, que
estaban una delante de otra, aunque a gran distancia, permanecieron abiertas
por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy lejos, como la boca de un horno,
y mientras el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de
ella se elevaban numerosos globos de fuego.
Y las
puertas volvieron a cerrarse con la misma rapidez con que se habían abierto.
Entonces
yo tomé la libreta para apuntar el nombre y el apellido de aquel infeliz, pero
el guía me tomó del brazo y me dijo: —Detente —me ordenó— y observa de nuevo.
Lo
hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar precipitadamente por la misma
senda a tres jóvenes de nuestras casas que en forma de tres peñascos rodaban
rapidísimamente uno detrás del otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban de
espanto. Llegaron al fondo y fueron a chocar con la primera puerta. San Juan
Bosco al instante conoció a los tres. Y la puerta se abrió y después de ella
las otras mil; los jóvenes fueron empujados a aquella larguísima galería, se
oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez más, y aquellos
infelices desaparecieron y las puertas se cerraron. Vi precipitarse en el
infierno a un pobrecillo impulsado por los empujones de un pérfido compañero.
Otros caían solos, otros acompañados; otros cogidos del brazo, otros separados,
pero próximos. Todos llevaban escrito en la frente el propio pecado. Yo los
llamaba afanosamente mientras caían en aquel lugar. Pero ellos no me oían,
retumbaban las puertas infernales al abrirse y al cerrarse se hacía un silencio
de muerte.
—He
aquí las causas principales de tantas ruinas eternas —exclamó mi guía—: los
compañeros, las malas lecturas (y malos programas de televisión e internet e
impureza y pornografía y anticonceptivos y fornicación y adulterios y sodomía y
asesinatos de aborto y herejías) y las perversas costumbres. Los lazos que
habíamos visto al principio eran los que arrastraban a los jóvenes al
precipicio.
Al ver
caer a tantos de ellos, dije con acento de desesperación: —Entonces es inútil
que trabajemos en nuestros colegios, si son tantos los jóvenes que tienen este
fin. ¿No habrá manera de remediar la ruina de estas almas?
Y el
guía me contestó: —Este es el estado actual en que se encuentran y si mueren en
él vendrán a parar aquí sin remedio. — ¡Oh, déjame anotar los nombres para que
yo les pueda avisar y ponerlos en la senda que conduce al Paraíso! — ¿Y crees
tú que algunos se corregirían si les avisaras? Al principio el aviso les
impresionará; después no harán caso, diciendo: se trata de un sueño. Y se
tornarán peores que antes. Otros, al verse descubiertos, frecuentarán los
Sacramentos, pero no de una manera espontánea y meritoria, porque no proceden
rectamente. Otros se confesarán por un temor pasajero a caer en el infierno,
pero seguirán con el corazón apegado al pecado. — ¿Entonces para estos
desgraciados no hay remisión? Dame algún aviso para que puedan salvarse.
—Helo
aquí: tienen los superiores, que los obedezcan; tienen el reglamento, que lo
observen; tienen los Sacramentos, que los frecuenten. Entretanto, como se
precipitase al abismo un nuevo grupo de jóvenes, las puertas permanecieron
abiertas durante un instante y: —Entra tú también— me dijo el guía.
Yo me
eché atrás horrorizado.
Estaba
impaciente por regresar al Oratorio para avisar a los jóvenes y detenerles en
aquel camino; para que no siguieran rodando hacia la perdición.
Pero
el guía me volvió a insistir: —Ven, que aprenderás más de una cosa.
Pero
antes dime: ¿Quieres proseguir solo o acompañado? Esto me lo dijo para que yo
reconociese la insuficiencia de mis fuerzas y al mismo tiempo la necesidad de
su benévola asistencia; a lo que contesté:
— ¿Me
he de quedar solo en ese lugar de horror? ¿Sin el consuelo de tu bondad? ¿Y
quién me enseñará el camino del retorno? Y de pronto me sentí lleno de valor
pensando para mí: —Antes de ir al infierno es necesario pasar por el juicio y
yo no me he presentado todavía ante el Juez Supremo. Después exclamé
resueltamente: — ¡Entremos, pues!
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