8. LOS FRACASOS Y LAS FALTAS
Artículo 1º.- Fracasos en las obras de celo
Hablemos
ante todo «de ciertos bienes morales o espirituales, como el ejercicio de una
función de celo, la dirección de una obra de caridad», todas nuestras empresas exteriores
para la gloria de Dios.
Es
posible que la Providencia no nos los exija; y en tal caso, dice el P. Dosda, «el verdadero amor
de Dios nos obliga o nos aconseja sacrificar estos bienes secundarios al bien supremo,
que es la voluntad de Dios. En este punto, personas, por demás excelentes,
encuentran a veces un escollo peligroso; es decir, que confunden el amor de
Dios con el amor del bien, siendo dos cosas muy distintas. Hay circunstancias
en que es preciso abandonar el bien que Dios no nos exige, para unirse a Dios
solo y para entregarse por completo a la divina Providencia».
Cuando
en estas obras nos emplea, es necesario no buscar en ellas sino a Dios y con
estas miras sobrenaturales.
«Buscar
el bien, continúa el mismo autor, no es la verdadera caridad cuando se quiere
el bien con mala intención, ni aun cuando se quiere el bien por el bien. La divina
caridad quiere sin duda el bien, pero lo quiere por Dios.
¡Cuántos
desalientos, cuántas envidias, cuántas pequeñeces en los hombres menos amigos
de nuestro Señor que del bien! Sus esfuerzos por el bien no tienen con
frecuencia resultado, y se desconciertan por ello. Ven a otros que comparten
sus trabajos y los envidian y les consume hasta el punto de que, para salir
airosos de sus empresas, no temen desacreditar o contrariar a otros obreros de
la misma grande obra, la de la Redención. Amanse a sí mismos y prefieren el
bien humano al bien divino; aparentan ir a Jesucristo, y no hacen sino un
hábil, y con frecuencia inconsciente, rodeo para volver a sí mismos, ignorando la diferencia que media entre un hombre de bien
y un hombre de Dios. ¡Cuántas obras
brillantes en apariencia, son estériles en realidad, porque el amor propio más
bien que el amor divino, había precedido a su formación y a su dirección!»
No
contentos con vigilar sobre la pureza de intención en todas nuestras empresas,
nos es preciso adherirnos fuertemente al deber, es decir, a la voluntad sola de
Dios, y hacernos indiferentes por virtud al éxito o al fracaso. En efecto, por
una parte, creemos prudentemente que Dios exige de nosotros por el momento
estas obras, y por otra, jamás conocemos sus ulteriores intenciones; «con
frecuencia, y a fin de ejercitamos en esta santa indiferencia (en las cosas de
su servicio), nos inspira proyectos muy elevados en los que, sin embargo, no
quiere que haya éxito». Parece esto un juego de la Providencia, mas es un juego
muy lucrativo, en que se gana perdiendo, pues Dios tiene ahí reservados a la
vez el beneficio de piadosos deseos de un trabajo concienzudo y de la prueba bien
aceptada. Por el contrario, el éxito quizá nos hubiera hecho perder la
humildad, el desasimiento y aun otras virtudes. Esto supuesto, «lejos de
abandonar los asuntos a merced de los acontecimientos, es preciso no olvidar
nada de cuanto se requiere para conducir a feliz éxito las empresas que Dios
pone en nuestras manos; a condición, sin embargo, de que, si el desenlace es
contrario, lo recibamos pacífica y tranquilamente, porque nos está mandado
tener un gran cuidado de las cosas que miran a la gloria de Dios y que nos han
sido encomendadas, mas no estamos obligados ni encargados del resultado, ya que
éste no está a nuestro alcance. De aquí que nos es preciso ya comenzar y
proseguir la obra mientras se pueda, osada, animosa y constantemente; y del
mismo modo es necesario conformarse dulce y tranquilamente con el resultado,
tal como Dios sea servido de disponérnoslo».
Nuestro
Padre San Bernardo había predicado la segunda Cruzada sólo por orden del Papa,
confirmando su palabra con innumerables milagros, y muchos otros prodigios
atestiguaron más tarde que el Santo realmente había ejecutado la voluntad divina.
Y con todo, la expedición fue muy desgraciada: levantóse contra el santo
predicador una tempestad de recriminaciones que no pudieron menos de afectarle.
El venerable Juan de Casamari le escribió para consolarle: «Si los cruzados se hubieran conducido como
verdaderos cristianos, el Señor hubiera estado con ellos. Se han precipitado en
el vicio, y a su malicia ha respondido su clemencia; pues no ha descargado
sobre ellos tantas aflicciones, sino para purificarlos y conducirlos al cielo.
Muchos
han muerto confesando que se sentían felices en dejar la vida, por temor de que
volviendo a su país, volviesen también al pecado. En cuanto a Vos, el Señor os ha concedido la
gracia de la palabra y de las obras en este asunto, porque conocía todo el
fruto que de él había de sacar.» Si, pues, la empresa había
fracasado ante los hombres, había tenido éxito según los designios de Dios; no
se libró con ella la Iglesia de Oriente, pero poblóse la Iglesia del Cielo. El
Santo en medio de su dolor, adoraba los designios de Dios, daba buena acogida a
la humillación y decía: «Si es necesario que
se murmure, prefiero sea contra mí, que no contra Dios, y de esta manera feliz
me consideraré en servirle de escudo. Con gusto recibo las aceradas flechas de
los maldicientes y los dardos emponzoñados de los blasfemos, con tal que no
lleguen hasta El; y hasta mi gloria vendo porque se respete la suya.»
Citemos
también a San Francisco de Sales en los siguientes ejemplos: «San Luis, por
inspiración divina pasa el mar para conquistar la Tierra Santa; el suceso le
fue contrario, y él reverencia y acata dulcemente la voluntad divina: yo estimo
más la dulzura de esta conformidad que la magnanimidad del proyecto. San
Francisco va a Egipto para convertir allí los infieles o morir mártir entre
ellos, pues tal fue la voluntad de Dios; y con todo, vuelve sin conseguir ni lo
uno ni lo otro en virtud de esa misma voluntad. Voluntad de Dios fue igualmente
que San Antonio de Padua desease el martirio y no lo obtuviese. San Ignacio de
Loyola, habiendo con tantos trabajos levantado la Compañía de Jesús, de la que
veía tantos hermosos frutos y los preveía para el porvenir, tuvo, sin embargo,
el valor de prometer que, si la veía desaparecer, lo cual sería el mayor
disgusto que podría recibir, después de media hora se habría ya resuelto y
conformado a la voluntad de Dios.» Otros muchos pudieran citarse y del mismo
San Francisco de Sales. Cuando su Instituto de la Visitación estuvo a punto de
ser aniquilado en su mismo nacimiento a causa de una gran enfermedad de Santa
Juana de Chantal, que había sido su primera piedra, dijo: «¡Está bien! Dios se contentará con el
sacrificio de nuestra voluntad, como lo hizo con Abraham. El Señor nos había
dado grandes esperanzas, y el Señor nos las quita, ¡bendito sea su santo
nombre!» «Yo me figuro siempre a nuestra Congregación, escribía San
Alfonso, como un barco en alta mar combatido por vientos contrarios.
Si
Dios quiere sepultarlo en medio de todo esto en el fondo de los abismos, digo
ahora, y repetiré siempre: ¡Bendito sea su santo nombre!»
Y el
piadoso Obispo de Ginebra añade: «¡Qué dichosas son tales almas, osadas y fuertes en las
empresas que Dios las inspira, dóciles y dispuestas a abandonarlas cuando así El
lo dispone! Estas son señales de una indiferencia muy perfecta, cesar de hacer
un bien cuando ello agrada a Dios, y volverse en la mitad del camino cuando la
voluntad de Dios, que es nuestra guía, así lo ordena.» ¡Cuánto
glorifica a Dios y a nosotros enriquece abandono semejante! Por el contrario, ¡qué
poco sobrenatural se muestra quien se deja entonces dominar por la inquietud,
el disgusto, el desaliento! «Jonás mostró gran sinrazón de entristecerse
porque, después de haber anunciado el castigo del cielo, Dios no cumplía su profecía
sobre Nínive. Hizo la voluntad de Dios anunciando la destrucción de Nínive,
pero mezcló su propio interés y voluntad propia con la de Dios; por eso, cuando
vio que Dios no ejecutaba su predicción según el rigor de las palabras que había
usado al anunciar el castigo, se quejó y murmuró indignadamente. Mas si hubiera
tenido por único motivo de sus acciones el beneplácito de la voluntad divina, se
hubiera mostrado tan contento de verla cumplida en el perdón de la pena que
había merecido Nínive, como en verla satisfecha en el castigo de la culpa que
aquella ciudad había cometido.
»Nosotros queremos que aquello que emprendemos y tratamos tenga feliz
resultado, pero no es razonable que Dios haga todas las cosas a nuestro gusto.»
Si acontece
que el fracaso ha sido motivado por culpa nuestra, por ejemplo, una falta de
celo o de prudencia, ¿podremos, aun en este caso, decir que es necesario conformarse
con la voluntad de Dios? Ciertamente, puesto que reprueba la falta, más quiere
el castigo. «Dios no fue causa de que David pecase; mas le infligió la pena
debida por su pecado. No fue causa del pecado de Saúl; pero sí de que, en
castigo, no consiguiese la victoria. Cuando, por consiguiente, sucede que los
designios santos no obtienen resultado en castigo de nuestras faltas, es
necesario igualmente detestar la falta por un sincero arrepentimiento y aceptar
la pena que por ello sentimos, porque así como el pecado es contra la voluntad
de Dios, así la pena es conforme a su voluntad.»
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