10.6 Un tipo ideal de político (el que
ejerce "el arte de la política"),
que tampoco tiene nada de católico, puesto que repite el estereotipo del
político democrático, entonces corriente (y hoy también): «Luchen [los políticos] con integridad moral y con prudencia
contra 65 en adelante a otros la verdad que han encontrado [invenerunt] o creen
haber encontrado» (DH § 3), en lo tocante a la
«ley divina, eterna, objetiva y universal [falta el adjetivo
"revelada"] por la que Dios ordena, .\ dirige y gobierna el mundo y
los caminos de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su
amor» (ibid).
Tal principio hace consistir «la verdad en materia religiosa» en algo que la
conciencia individual "encuentra",
que haya investigado con los "otros", sirviéndose "de la comunicación y del diálogo" recíprocos,
donde los "otros" (alii) no son tan sólo los otros católicos,
sino los otros en general, todos los demás hombres, sea cual fuere su credo. Es
significativo que dicha investigación tenga por objeto la ley divina, eterna,
objetiva, etc., puesta por Dios en nuestros corazones, la lex aeterna de la
moral natural, a la manera de los deístas (en efecto: al implicar a todos, no
puede proponerse como objeto la verdad revelada, negada in toto por los
acristianos y en parte, por los herejes).
Semejante planteamiento doctrinal
contradice a boca llena la enseñanza tradicional según la cual "la verdad en materia religiosa" (y en materia
moral) es, para el católico, una verdad revelada por Dios y conservada
en el depósito de la fe custodiado por el magisterio; una verdad que por lo mismo requiere, exige, el
asentimiento de nuestra inteligencia y nuestra voluntad (hecho
posible merced a la ayuda determinante de la gracia); una verdad que exige ser
reconocida y hecha propia por el creyente, no que éste la "encuentre" con solas sus fuerzas (no se
habla de la ayuda del Espíritu Santo en el texto conciliar), o peor aún, ¡que
la halle en una investigación común con los herejes, los acristianos, los
descreídos! De este modo, al criterio objetivo y típicamente católico, según el
cual la verdad "en materia religiosa"
es tal porque Dios la revela, lo suplanta el subjetivo (de origen protestante y
característico del pensamiento moderno), para el cual una verdad es tal porque
la "encuentra" la conciencia
individual en su "investigación"
en común con los "otros",
porque resulta de la "investigación"
del sujeto, individual y colectiva, Así se abre la puerta a la irrupción en el
catolicismo de una "religiosidad"
individual anómala, una "religiosidad" de
la "investigación", del "corazón", del "sentimiento de humanidad", de la "conciencia", del "diálogo", acaramelada, falsa y dulzarrona, a
la manera de Jean Jacques Rousseau.
11.3 Una noción de la "conciencia moral" teñida de pelagianismo,
en la cual se apoya la idea de la "verdad como
investigación", fundamento a su vez de la "libertad religiosa" propugnada por el concilio
1.
En efecto, se lee en Gaudium et Spes §
16: «La fidelidad a esta conciencia une a los
cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto
los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad.
Cuanto mayor es el predominio de la conciencia recta, tanta mayor seguridad
tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para
someterse a las normas objetivas de la moralidad».
¿De qué "verdad" se trata aquí?
Verosímilmente, de la concerniente a la fe y a las costumbres. ¿Y no debería
esta verdad proceder de la enseñanza infalible de la Iglesia, de la tradición?
Pero el concilio sustituye la posesión segura de la verdad relativa a la fe y las
costumbres, establecida por el magisterio a lo largo de los siglos, por la "investigación" de la verdad como
criterio general, de la verdad en general; la sustituye, pues, por algo
indeterminado, pero conforme con el espíritu del siglo, que gusta, como
sabemos, de la "investigación",
del experimento, de la novedad, del movimiento perpetuo. Más aún: esta
investigación debe tener lugar, según dicta el espíritu del siglo, en unión "con los otros hombres", y, por ende, en
unión también, y sobre todo, con los acatólicos y los acristianos, con los que
niegan todas las verdades enseñadas por la Iglesia, o casi todas.
¿Cómo puede una investigación de tal género
llegar a resultados positivos para la fe y los creyentes, tanto más cuanto que
ha de consagrarse asimismo a la resolución de los "problemas morales"? De ahora en más, los "cristianos", los católicos, deberán
resolver ecuménicamente los problemas morales, en el diálogo con los otros, no
mediante la aplicación de las reglas transmitidas de su fe y su moral (en efecto,
el entendimiento "con los otros hombres"
pende de una certeza la de que existen "normas
objetivas de la moralidad" que pueden hallar en común todos los
llamados "hombres de buena voluntad",
fieles a la conciencia moral).
La badomía del encargo es patente. Por poner
un ejemplo, ¿cómo pueden los católicos, para quienes la indisolubilidad del
matrimonio es dogma de fe, hallar junto con los protestantes y ortodoxos, que la
niegan, una norma moral común para una vida familiar sana? por no hablar de los
que admiten la poligamia, el concubinato, el repudio, 11.4. La afirmación del
principio, coherente con los conceptos acatólicos de conciencia y verdad recién
recordados, según el cual se ha de conceder «el
libre ejercicio de la religión en la sociedad» a todos los hombres
en tanto que individuos, «siempre que quede a salvo
el justo orden público» (terminología vaga); en caso contrario, se
haría «injuria a la persona humana y al orden que
Dios ha establecido para los hombres» (DH §. 3); Y aquella otra aserción
que te dice que ha de permitirse a "las
comunidades religiosas el culto público del «Numen supremum»
(expresión que recuerda al Ser supremo de los deístas y de los revolucionarios,
de Robespierre) con un único límite genérico el mismo de siempre: «que no se violen las justas exigencias del orden público»
(DH § 4). Tales "comunidades"
gozan del derecho a no ser estorbadas por el poder civil en su autonomía organizativa
y jurídica, o en su libertad de movimientos (DH. ,§ 4); y, por último, cosa la
más importante de todas, «forma también parte de la
libertad religiosa el que no se prohíba a las comunidades religiosas manifestar
libremente el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y
para la vitalización de toda actividad humana» (DH § 4).
A juzgar por el concepto afirmado más arriba,
entre las "comunidades religiosas"
se incluye también al catolicismo, en un
plano de igualdad perfecta con las otras religiones; en donde se sigue que,
para el concilio, el "valor peculiar"
de la religión revelada no la sitúa por encima de las demás no le otorga una
posición de supremacía absoluta sobre las otras, que no son reveladas (1). Lo que
equivale a afirmar que todas las demás religiones gozan del mismo derecho que la
católica a manifestar públicamente su culto, contradiciendo así sin rebozo la
proposición 78 del Sílabo, que condena semejante derecho.
Se trata de una grave desviación doctrinal,
que le confiere al error los mismos derechos que a la verdad única revelada, y
borra, a los ojos de los creyentes, toda diferencia entre la verdad y el error,
entre la luz y las tinieblas. La Iglesia ha enseñado siempre la tolerancia de
hecho de las religiones falsas -necesariamente en inferioridad de condiciones
jurídicas respecto de la única religión revelada-, por motivos de oportunidad,
relativos a la paz social y al orden público, con la reserva de que su culto no
contuviese aspectos inmorales. Y, en efecto, el Papa ha tolerado siempre el
culto hebreo en sus Estados y en toda la cristiandad, protegiéndolo contra
excesos de celo o conatos de persecución intermitentes; se trataba, empero, de,
tolerar un error, no de reconocerle idéntica libertad de manifestación que a la
auténtica verdad revelada.
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