Por encima de los hombres buenos y malos, y hasta más allá de los satélites del infierno, está el Arbitro supremo,
la Causa primera que los mueve quizá sin ellos saberlo, y sin la cual nada
puede hacerse. La política de los príncipes, las órdenes de los jefes, la
obediencia de los soldados, los proyectos tenebrosos de los perseguidores, su
ejecución por los subalternos, las ruinas y el sufrimiento que de esto ha de resultar,
todo ha sido previsto hasta el menor detalle; todo ha sido combinado y
decretado en los consejos de la Providencia, formándose de esta suerte una
extraña colaboración de la malicia del hombre y de la santidad de Dios. El,
infinitamente santo, no puede dejar de odiar el mal, y si lo tolera, es por no quitar
a los hombres el libre uso de su libertad. Mas su justicia pedirá cuenta a cada
uno a su tiempo: a las naciones y a las familias aquí abajo, porque no cuentan
como tales en la eternidad; a los individuos, en este mundo o en el otro. Entre
tanto, Dios quiere utilizar para conseguir sus intentos, la malicia de los
hombres y sus faltas, no menos que sus buenas disposiciones y santas obras, de
suerte que aun el desorden del hombre entra bajo el orden de la Providencia.
Por
parte de los hombres puede haber en ello no poco que reprender, y Dios los
juzgará. Por parte de la Providencia, «todo es justo, todo sabio, todo es
bueno, todo recto, todo dirigido a un fin laudable, todo llega a un resultado
final, absoluto e infinitamente amable. Nerón es un monstruo, pero hace
mártires. Diocleciano lleva hasta los últimos límites los furores de la
persecución, más prepara la reacción y el advenimiento de Constantino. Arrío es
un demonio encarnado, que quisiera arrebatar a Jesucristo su divinidad, pero da
ocasión a las definiciones de la Iglesia sobre esta misma divinidad. Los
bárbaros, precipitándose sobre el viejo mundo, le inundan de sangre, mas
preparan al Evangelio una raza capaz de ser cristiana. Las Cruzadas parecen
fracasar porque no salvan a Jerusalén, mas salvan a Europa. La revolución francesa
lo trastorna todo, mas, con esta ocasión, el vigor y la vida renace en la
sociedad cristiana obligada a la resistencia».
En
nuestra época de persecución es evidente que Satanás está suelto, y que ha
recibido el poder de cribar al justo. Y ¿por qué es este triunfo de los malos?,
¿por qué esta aparente derrota de la Iglesia?, ¿por qué esta prevención de las
muchedumbres?, ¿por qué estos gobiernos impíos que pierden a los pueblos?, ¿por
qué este oscurecimiento y tibieza de los que se llaman buenos?, ¿por qué, en
una palabra, el imperio del mal sobre el bien? ¿Por qué? Por respeto a la
libertad que es la condición del mérito y del demérito. Dios deja obrar, pero
cuando juzgare llegado el tiempo, para confundir a los malos, para despertar a los
dormidos, para reanimar a los tibios, para defender a los justos, dejará
desencadenarse sobre el mundo culpable una guerra universal. Preséntase el
azote, se hace un silencio inquietante, cállase la política, despiértese la fe,
las Iglesias se llenan. Dejábase a Dios en el olvido, pero ahora se recuerda que
El es el dueño de los acontecimientos. Y ¿cómo no verlo? Los hombres que han
desencadenado la tempestad no saben ni dirigirla ni ponerse a cubierto de ella,
mas Dios, reservándose el hacer justicia a su tiempo, utilizará la previsión de
unos y la imprevisión de otros, las máquinas perfeccionadas y los planes
hábilmente concebidos, el valor y las acciones brillantes, las faltas, la
malicia y aun el crimen.
Todo
le sirve para pasear su azote sobre las naciones, las familias y los
individuos. Pero no lo hará sino en la medida útil a sus fines. Caiga el hombre
de rodillas, que El gustoso se apaciguará; mas si las buenas impresiones de los
primeros días se disipan, si los ojos se obstinan en permanecer cerrados y los
corazones sin arrepentirse, ¿habrá derecho a extrañar que la guerra se
prolongue y surjan quizá otros nuevos azotes? ¿Sería preferible que, siguiendo
un funesto olvido de las leyes divinas, las naciones continúen descendiendo al
abismo y las almas al infierno? Y ¿cómo explicar semejante severidad en un Dios
tan bueno? Para extrañarse, preciso es no haber comprendido los desconocidos
derechos de Dios, su amor despreciado, la multitud de sus gracias y los excesos
de nuestra malicia, las alegrías de la eternidad feliz o los tormentos de un
infierno sin fin. Precisamente porque es infinitamente bueno, es por lo que Nuestro
Padre celestial nos ama sin debilidades y tal como lo exige nuestra eternidad.
Todas las prosperidades del mundo serán el peor de los azotes, si adormecen a
las almas en el descuido y en el olvido, y su despertar se verificará en el
fondo del abismo. Por el contrario, las más espantosas calamidades, aun cuando
durasen años enteros, nada son al lado de un infierno eterno, pues hasta son
gran misericordia de parte de Dios, y para nosotros dichosa fortuna si podemos
a este precio desarmar la justicia divina, evitar el infierno y recobrar nuestros
derechos al Cielo. Tal es el designio de Nuestro Padre celestial. No le gusta
castigar, pero si a ello le constreñimos por el olvido de nuestros deberes y de
nuestros verdaderos intereses, nuestra es la falta. Si manifestamos insubordinación
cuando nos corrige, nuestra falta es mucho mayor. Después de todo, Dios no se
apresura a castigar, y para no verse precisado a hacerlo, amenaza largo tiempo,
hasta usa de tanta paciencia que los débiles se maravillan y los malos
blasfeman. Vendrá empero un día en que Dios se verá obligado a obrar como
Soberano y justo Juez para restablecer el orden, y como Padre Salvador de las
almas para volverlas al camino de salvación por los medios del rigor, ya que se
obstinan en hacer inútiles los medios de dulzura.
Los
azotes de Dios traen a unos la prueba, a otros, el castigo, y a todos los de
buena voluntad gracias de renovación. ¡Dichoso el que sabe reconocerlas y aprovecharse
de ellas! «Estas desgracias -dice el P. Caussade- son para muchos otras tantas
gracias de Predestinación. Mas es necesario declarar que pueden ser al mismo
tiempo para otros motivos de reprobación, bien que esto no sucederá sino por
culpa suya, y por no pequeña culpa, pues ¿qué más razonable y fácil, en cierto
sentido, que hacer de la necesidad virtud? ¿Por qué levantarse inútil y criminalmente
contra la mano paternal de Dios, que no nos castiga, sino para despegarnos de
los miserables bienes de acá abajo? Como su misma ira nace de su misericordia,
no nos hiere sino para apartarnos del pecado y salvarnos. A manera de un sabio
cirujano que corta hasta lo vivo las carnes podridas, a fin de conservar la
vida y de preservar el resto del cuerpo.»
¿Cómo
portarnos en medio de las calamidades?
1º
«Humillarnos bajo la poderosa mano de Dios», y abandonarnos a su Providencia
con sumisión filial, en la íntima convicción de que es Dios quien lo ha
dirigido todo, de que sus designios impenetrables tienen por principio el amor
de las almas, y de que sabrá poner al servicio del bien los acontecimientos más
desconcertantes. Por lo que personalmente nos concierne, nos conviene recordar
que estamos en manos de Nuestro Padre celestial, y si quiere salvarnos, le es
tan fácil hacerlo en medio de los peligros, como llamarnos a Sí cuando ningún
peligro pareciera amenazarnos, y si es que quiere probarnos, ¡bendito sea su santo
nombre para siempre!
2º
Cumplir nuestros deberes del mejor modo posible y sacrificarnos por el bien
común, según el tiempo y las circunstancias, y como nuestra situación lo
permita. «La tempestad es tempestad. A ella se resigna el marinero y trabaja.»
Hagamos nosotros lo mismo. No entremos en la agitación de las olas que nos
sacuden, y adhierámonos a la roca de la Providencia, diciendo: «¡Dios mío, os
adoro, os alabo, acepto la prueba, soporto estos malos días y me mantengo en paz!»
3º En
consecuencia, es preciso orar, ante todo orar y siempre orar. Pidamos,
busquemos, llamemos, importunemos a Dios, ya para que abrevie la calamidad si
tal es su beneplácito, ya también, y esto de un modo absoluto, para que perezcan
las menos almas posibles en la tormenta, para que los pueblos vuelvan a Dios
con corazón contrito y humillado, los santos se multipliquen, la Iglesia sea
más fielmente escuchada y Dios menos ofendido. Y como «la oración unida al
ayuno es especialmente buena y la limosna hace hallar misericordia», la época
de las calamidades es el tiempo oportuno cual ningún otro, para renovarnos en
la fidelidad a nuestros deberes, y de añadir a nuestros sacrificios obligatorios
algunas mortificaciones que las sobrepasan, a fin de aplacar mejor el justo
enojo de Dios. Porque las calamidades son, en general, el castigo del pecado, y
cuando son más universales y terribles, es señal que fue mayor la ola de
iniquidad que provocó la cólera divina. Nada mejor puede hacerse que enmendar
nuestra propia vida y ofrecer al Dueño irritado, al Padre no reconocido, un
acrecentamiento de amor y de fidelidad por lo referente a nosotros, un
abundante tributo de desagravio y reparación por nuestras culpas y por las del mundo
pecador.
II.
Casi idéntica ha de ser nuestra manera de conducirnos cuando la calamidad venga
a descargar sobre nosotros, sobre nuestras familias o sobre nuestra Comunidad.
Trataremos de no ver a ella sino a Dios, y a Dios paternalmente ocupado en el
bien de las almas. «La muerte de una persona querida me parece una calamidad, y
si hubiera vivido algunos años más, quizá hubiera muerto en estado de pecado.
Yo debo treinta o cuarenta años de vida a esa enfermedad que he sufrido con tan
poca paciencia. Mi salud eterna pendía de esta confusión que me ha costado
tantas lágrimas. No había remedio para mi alma, si yo no hubiera perdido ese
dinero. ¿De qué nos quejamos? ¡Dios se encarga de conducirnos y nosotros nos inquietamos!»
¡Oh! si penetráramos mejor sus amorosos designios sobre nosotros, le
bendeciríamos hasta en sus aparentes rigores. Este filial abandono multiplicaría
nuestros méritos, nos traería la paz, movería el corazón de Dios y sería frecuentemente
el mejor medio de acertar.
Dos
meses después de la fundación de la Orden de la Visitación, enfermó tan
gravemente Santa Juana de Chantal, que la muerte parecía inevitable. Fue esta
una dura prueba para el piadoso Obispo de Ginebra, porque teniendo la seguridad
de que aquella obra era de Dios y destinada a producir mucho bien, veía con
toda claridad que, caído el pastor, se dispersaría el rebaño. Sin embargo, tuvo
el ánimo de decir: «Dios quiere quizá contentarse con nuestros primeros pasos,
sabiendo que no somos bastante fuertes para realizar el viaje entero.» Dios,
que no esperaba sino este acto de abandono, inmediatamente devolvió a la Santa
Fundadora la salud para largos años. Los principios más penosos, las dificultades
de reclutar gente, los muertos, las decepciones, un cisma, una insurrección, la
pobreza rayana en miseria, la persecución de fuera y las importunidades de la
autoridad, nada le faltó a San Alfonso de Ligorio en el establecimiento de su
Congregación. Pero en medio de las tempestades oraba, y hacia todo cuanto
humanamente era posible, «no quería sino sólo la voluntad de Dios». Era, pues,
designio del cielo que el piadoso fundador llegase a ser un perfecto modelo, y
su Instituto un plantel de santos, y para esto, ¿no convenía que el Padre de
este ilustre linaje se asemejase al divino Redentor, pobre y humilde y
perseguido?
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