SAN FRANCISCO DE ASIS Y NUESTRO SEÑOR
Un día
Nuestro Señor muestra a Gemma Galgani sus cinco llagas abiertas, y le dice: «Mira, hija mía, y aprende a amar.
¿Ves esta cruz, estas espinas y estos clavos, estas carnes lívidas y
estas heridas y llagas? Todo es obra del amor y de un amor infinito. Hasta este
punto te he amado. ¿Quieres tú amarme de verdad? Aprende ante todo a sufrir; es
el sufrimiento quien enseña a amar.» Esta
vista del Redentor cubierto de llagas y bañado en sangre, encendió en el
corazón de la sierva de Dios el sentimiento del amor hasta el sacrificio, y el
vivo deseo de sufrir algo por Aquel que tanto sufrió por ella. Se despojó de
todas sus joyas: «Las únicas joyas que embellecen a la
esposa de un Rey crucificado son las espinas y la cruz.» Desea sufrir
para parecerse a su Amado: «Quiero sufrir con Jesús,
exclama, quiero ser semejante a Jesús, sufrir mientras viviere.» Su
ángel de la guarda le presenta a su elección una corona de espinas o una de
azucenas: «Quiero la de Jesús, sólo ella me agrada», responde; en seguida, con
amorosa impaciencia toma la corona de espinas, la cubre de besos y la estrecha contra
su corazón. «No quiero las consolaciones de Jesús;
Jesús es el hombre de dolores, quiero ser también la hija de los dolores.»
Durante una prolongada tribulación dijo a Nuestro Señor: « ¡Con Vos, sienta
bien el sufrir! » Otra alma generosa, Sor Isabel de la Trinidad, declárase «enteramente feliz con poder seguir el camino del Calvario,
como una esposa cabe del divino Crucificado.» Una religiosa cree oír a
Nuestro Señor que la dice: « ¿Quieres amarme en el
sufrimiento, en la inmolación, en el desprecio?» Lo acepta con ánimo
esforzado, más cuando el dolor se presenta bajo una u otra forma, el primer movimiento
es un movimiento de repulsa, y el divino Maestro añade: «Déjate desollar, inmolar..., ya que eres esposa de un Dios crucificado,
es preciso que tú sufras... Bebamos, hija, en el mismo cáliz la tristeza, la
angustia y el dolor.» Después de los más elevados favores, se cree ella
aún menos exenta del dolor: «Ahora sí que debemos beber Cristo y yo en el mismo
cáliz, recorrer el mismo camino, morir sobre la misma cruz.»
Mas el
buen Maestro la muestra «que se ama en la medida en que
se es generoso», la enseña «a sonreír siempre al dolor»; ella acepta «a
no ser consolada, para consolar al divino y gran Afligido». «Quiero amaros,
gran Abandonado, pero en el sufrimiento, en el olvido de mí misma y de las
criaturas.
¿Cómo
pensar aún en mí?» Así, no desea ya gozar cerca del Amado, sino sufrir a fin de
que El halle sus delicias con las almas religiosas y sacerdotales, morir para
que El viva en todos los corazones.
Jesús es ciertamente el Salvador del mundo. El suscita corazones
generosos, a quienes asocia a su obra de Redención y, por consiguiente, a su
sacrificio, encendiendo en ellos un celo ardiente por las almas que se pierden
y por el Amado que tan malamente es servido y tan ofendido. Quéjase a Gemma Galgani de la malicia, ingratitud e
indiferencia general. Se le olvida como si jamás hubiera amado, ni nunca hubiera
sufrido, como si fuese desconocido a todos. Los pecadores
se obstinan en el mal, los tibios no se hacen violencia, los afligidos caen en
el abatimiento. Se le deja casi solo en las iglesias y su corazón está de
continuo rebosante de tristezas. Necesita una expiación inmensa,
principalmente por los pecados y sacrilegios con que se ve ultrajado por las almas
escogidas entre mil. Gemma acepta con corazón magnánimo su misión de amor y de
expiación: «Yo soy la víctima -dice- y Jesús es el
sacrificador. Sufrir, sufrir pero sin ningún consuelo, sin el menor alivio,
sufrir sólo por amor. Me basta ser víctima de Jesús, para expiar mis
innumerables pecados y, si es posible, los del mundo entero.» Así habla
esta inocente joven. A todas las grandes almas que la augusta Víctima asocia de
un ¡nodo especial a su obra de Redención las marca con el sello de la cruz. Según
la feliz expresión de Sor Isabel de la Trinidad, «El se
hace en ellas como una humanidad añadida, en la que todavía pueda sufrir por la
gloria de su Padre y las necesidades de su Iglesia y perpetuar aquí abajo su
vida de reparación, de sacrificio, de alabanza y de adoración.» No menos
hermosas son las palabras de un alma ardiendo en deseos de ver a Dios: «En el
tiempo de la persecución -dice-, a la hora en que las esposas de Jesús son convocadas
al Calvario, no es mi ensueño morir, quiero ir al Gólgota con Jesús, quiero
sufrir con El y por El, y cuando hubiere llegado la hora de su triunfo, ¡ah!,
entonces sí que seré dichosa uniéndome a Él. Por Ti, Jesús mío, quiero morir, morir
sin consuelo alguno, mas antes quiero por Ti vivir oculta, ignorada y despreciada.
Para consolarte, Jesús mío, y para ganarte almas, quiero olvidarme,
renunciarme, inmolarme. No amo el sufrimiento, Tú bien lo sabes; cuando se
presenta se rebela con frecuencia la naturaleza, pero en el fondo huélgome de
poder padecer algo por Ti. ¡Oh, Jesús!, mi corazón es demasiado pequeño para
amarte, dame los corazones de todos los hombres que no te aman que yo los consagraré
al puro amor.»
La
angelical Santa Teresa del Niño Jesús hubiera querido ser sacerdote para llevar
a Jesús en sus manos, para darlo a las almas; hubiera querido iluminar el
mundo; como los doctores anunciar el Evangelio a toda la tierra y en todos los tiempos;
hubiera querido sobre todo el martirio, pero el martirio con todo género de
suplicios. «Como Vos, Esposo adorado, querría ser
azotada, crucificada; querría morir desollada como San Bartolomé; como San Juan
querría ser sumergida en aceite hirviendo; deseo, como San Ignacio de
Antioquía, ser triturada por los dientes de las fieras, a fin de llegar a ser
pan digno de Dios; con Santa Inés y Santa Cecilia, querría ofrecer mi cuello a
la espada del verdugo, y como Juana de Arco, sobre una hoguera ardiente
pronunciar el dulce nombre de Jesús.» Mas ya que Dios ha dispuesto de
ella de otro modo, su vocación será el amor, y lo probará arrojando flores, es decir,
que no dejará pasar ningún sacrificio por pequeño que sea, ninguna mirada,
ninguna palabra, y aprovechará las menores acciones, para hacerlas por amor,
sufrirá y se alegrará, aun por amor.
¡Quiera Dios que tan elevados sentimientos nos guíen siempre en la
práctica del Santo Abandono! Las grandes almas
que nos complacemos en citar, se habían ofrecido como víctimas y pedían a veces
el sufrimiento; manifestado queda ya nuestro pensamiento sobre esta manera de proceder.
6. EL EJEMPLO DE NUESTRO SEÑOR
A un
alma que se sienta prendada del amor de Dios, nada la lleva tanto al abandono
como el ejemplo de su amado Maestro. El agrada soberanamente al alma, y ella a
su vez quiere únicamente agradarle, y por lo mismo se esfuerza en imitarle en
todas las cosas. Ahora bien, su vida entera no ha sido sino obediencia y
abandono.
Esta obediencia y este abandono tienen su origen en su amor para con
el Padre; es plenitud de abandono, porque es plenitud de amor; amor filial,
confiado, desinteresado, generoso, sin reserva; amor rebosando reconocimiento
por los bienes que ha recibido en santa Humanidad; amor lleno de celo, de
abnegación y de humildad; Víctima cargada con todos los pecados del mundo,
estima todos los castigos, ya que ningún sufrimiento es excesivo para reparar
la gloria de su Padre y restituirle los hijos alejados y con todo tan
tiernamente queridos.
Amor
filial, y al mismo tiempo amor de niño. «¿Pues qué otra cosa ha sido -dice
Monseñor Gay- Nuestro Señor, Jesús, el Hijo del Eterno Padre, verdadero Dios y
verdadero Hombre, según su Humanidad, sino un niño? A nuestros mismos ojos es
el estado en que ha querido aparecer; mas para su Padre, a los ojos de la
Divinidad, de su propia Divinidad, no ha cesado nunca ni cesará de ser un niño.
Esta Humanidad gobierna todos los seres; los Serafines le besan los pies, y el mundo
entero con razón la saluda como a su maestra y soberana; súbditos suyos son los
reyes; los pueblos, su herencia; los ángeles, sus mensajeros. Es reina a la
manera que Dios es Rey, y, sin embargo, os lo repito, no es en definitiva sino
un niño, un niño de un día y de una hora, que no tiene de sí y por sí solo ni
pensamiento, ni palabra, ni movimiento, ni vida; un niño pequeño oculto en el
seno, llevado en brazos, entregado a los derechos, a las voluntades, al
beneplácito, a las costumbres, a las sonrisas infantiles, a las caricias sin
igual, al amor infinito de la Divinidad que es su padre y su madre. Todo esto
copia el alma abandonada, pues siendo Dios nuestro Padre, ¿qué son respecto a
El nuestra edad, nuestra talla y nuestra actitud? Aun cuando fuéramos un San
Pedro, o un San Pablo o cualquiera de esos gigantes en la santidad, ¿seríamos
alguna vez grandes delante de Dios?»
Si pudiéramos seguir la vida de Nuestro Señor Jesucristo hasta en
sus mismos actos, hallaríamos por todas partes el amor, la confianza, la
docilidad, el abandono infantil de un niño.
Citemos tan sólo algunos ejemplos de San Francisco de Sales.
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