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jueves, 21 de septiembre de 2017

DIOS BAJO AL INFIERNO DEL CRIMEN



La pipa de Maupin se apagó. Resopló enérgicamente antes de buscar una cerilla. Mientras encendía, formuló esta pregunta a Price:
— ¿Qué significa esto, jefe? Admite usted la maldad de Penney. Sabe que va a ir a la silla muy merecidamente, y, sin embargo, está usted pensativo.
Price se levantó de su sillón giratorio, y comenzó a pasear por el despacho, preguntando a su interlocutor:
—Guy, ¿cuál es el momento más importante de la vida? Interrumpió su marcha, y se detuvo frente a Maupin, que no había contestado.
— ¡El momento más importante de una vida es el último!—dijo, golpeando la mesa con los nudillos—. Acabo de repasar todos los antecedentes de Tom Penney. Ya en junio de 1924, teniendo quince años nada más, fue reo de robo. Desde entonces hasta la fecha, los únicos años de su vida sin actividad delictiva son los que ha pasado en la cárcel. Cayó en nuestras manos en 1924, 1925 y 1926, en cuyo año le enviamos al correccional, donde permaneció hasta 1928 ó 1929. Pero como usted ha dicho, le volvimos a enviar allí en 1930 por veinte años, aunque salió en 1937. En los últimos cinco años le hemos arrestado cinco veces... Es indudable que Tom Penney no ha vivido dignamente. Quizá por eso haré todo cuanto pueda para ver si muere como es debido.
— ¿Qué piensa usted hacer?—preguntó Maupin, sorprendido.
El jefe volvió a hundirse en su ancho sillón.
—La verdad es que no lo sé. Anderson es muy reservado y Baxter es un cabeza loco. Poco se puede hacer por ellos. Pero a Penney le conozco desde que era un chiquillo... ¿Qué podría hacer para tocarle en el corazón?...Guy Maupin no contestó, pues la pregunta de Price iba más allá de su sagacidad. Nunca había tenido una conversación más extraña que aquélla con su jefe, tan sorprendentemente preocupado por un hombre que ya apenas interesaba a la Policía. ¿Qué podría decir para librarse de un diálogo que empezaba a cansarle? Decidió cortarlo por lo sano, y dijo:
— ¡Olvídelo, jefe! Un leopardo nunca pierde las manchas de su piel, y un criminal es siempre un criminal.
Austin Price movió suavemente la cabeza. Sus ojos brillaban tras las gafas de concha.
— ¿No ha oído nunca hablar de Dimas?
—Me parece que no tengo sus huellas dactilares...
—Lo supongo, aun cuando fue un criminal de larga historia.
—Y ¿qué le pasó?
—Acabó como yo quería que acabase Tom Penney.
— ¿Cómo?
Price espació sus palabras:
—Dimas, convicto y confeso, fue condenado a muerte... Pero murió como yo deseo que muera Tom Penney... Al lado de Jesucristo... ¿Qué podría hacer yo para que Tom muriera así?
CAPÍTULO II
DIOS REÚNE SUS INSTRUMENTOS
Era casi media tarde cuando Austin Price llegó al hospital. Cruzó rápidamente el pasillo, pero atenuó sus pasos al acercarse a la habitación de su mujer. Por la puerta, entreabierta, escuchó una alegre cháchara. Sor María Lorenza charlaba con la señora Price, su hermana. A Price se le ocurrió una broma cariñosa para saludarla; pero se contuvo al empujar la puerta y ver sentada también a los pies de la cama de la enferma a la hermana Ana Roberta.
— ¡Adelante, señor Price!—exclamó ésta—. Precisamente estábamos diciendo a Birdie que debe marcharse corriendo a casa para cuidar de usted.
— ¿Te echan, eh?—preguntó el inspector mientras besaba a su mujer.
—Sí. Pero no pienso irme a casa hasta pasado mañana.
—Le gusta estar aquí—añadió la hermana María Lorenza desde el otro lado de la cama—. Se encuentra como en los tiempos en que nos peleábamos todos los días. ¿No es verdad, hermanita? La señora Price sonrió a su hermana, y preguntó a su marido:
— ¿Cómo está Jackie? Austin Price abrió mucho los ojos, y exclamó:
—Me alegro que me lo hayas recordado, cielo. Le prometí llevarle a dar un paseo esta tarde. Su madre y él deben de estar esperándome abajo.
Se volvió a la hermana Ana Roberta, explicando:
—Es el muchacho que vino de Seattle a que le viera el doctor Rankin, ¿sabe? El y su madre paran en nuestra casa.
—No me has dicho cómo está—insistió la señora Price.
—Realmente, no lo sé. El doctor Rankin no había terminado de explorarle.
Pues debías...
Un golpecito en la puerta interrumpió a la señora Price. Era la hermana María Benigna, la Superiora del hospital.
— ¡Vaya, vaya!... Tenemos reunión de familia, ¿eh?... ¿Cómo está usted, señor Price? Me alegro mucho de verle. Y usted, señora Price, ¿cómo se encuentra? Me han dicho que nos deja...
—Pasado mañana, hermana.
—Eso está muy bien. Debe recuperar completamente sus fuerzas antes de volver a esclavizar a su pobre marido, ¿no le parece, señor Price?
—No me ponga en el aprieto de tener que contestarla—replicó Price, risueño, paseando su mirada alternativamente por los cuatro rostros femeninos—. ¿Viene usted de arriba o de abajo, hermana?
—De arriba.
— ¿Ha visto por casualidad a Jackie Regan y a su madre?
— ¿El enfermito del doctor Rankin? Sí; está sentado en el vestíbulo.
—Entonces, tengo que cumplir mi promesa.
—Espera un momento—dijo la señora Price—. Hermana Benigna...
¿Estaría mal que las hermanas María Lorenzo y Ana Roberta salieran en un hermoso coche con mi marido y ese niño? Durante muchos días he insistido con ellas para que tomaran un poco el aire; pero me han hecho tan poco caso como mi marido cuando está preocupado con un asunto embrollado.
—Tampoco a mí me obedecen mucho—dijo la Superiora, mientras sus manos acariciaban las cuentas de su rosario—. Continuamente les digo a todas las hermanas que deben respirar todo el aire fresco que puedan; pero...
—El aire del hospital es mucho más sano. Piensen en la cantidad de desinfectantes y antisépticos que lo esterilizan —replicó la hermana María Lorenza.
—Bueno, bueno —contestó la Superiora—. A pesar de ello, usted y sor Ana Roberta acompañarán al inspector en ese paseo con el niño y con su madre. Yo me quedaré charlando a solas con la señora Price. ¡Váyanse! Y, volviéndose hacia Price, añadió:
—Usted tiene a su mujer todos los días de su vida, y yo la voy a tener ya muy pocas horas.
—No ha sido muy larga la visita —dijo Price a su esposa, recogiendo el sombrero que había dejado encima de la cama—; pero volveré pronto.
¿Tardarán mucho en prepararse, hermanas?
—Seguramente están en la puerta antes que usted. Las conozco bien
—contestó la hermana Benigna, empujando a las monjas fuera de la habitación.
Diez minutos más tarde, el inspector agarraba el volante del coche, Jackie, sentado junto a él, señalaba con el dedo el aparato de radio.
— ¿Se puede comunicar desde aquí con la Policía, señor Price?
¿Cómo se hace para dar órdenes?... ¿Me lo va a enseñar antes que vuelva a Seattle?
—Con esta radio no se comunica con la Policía, Jackie. Este coche es el de la señora Price, que ya oye bastantes informes y llamadas de la Policía sin necesidad de un equipo especial. Pero si tú quieres ver cómo se dan las órdenes por radio, te llevaré a la emisora después que hayamos visitado la cárcel.
La hermana Ana Roberta levantó las cejas, mirando a la otra monja, sentada a su lado, y exclamó con voz consternada:
—Pero ¿vamos a la cárcel?
—Espero que no le importe, hermana. Siempre he deseado visitar una prisión —fue el único consuelo que recibió de su veterana compañera.
Al poco rato, la hermana María Lorenza experimentó cierto sobresalto al ver que, en efecto, el coche se dirigía hacia la cárcel del Condado. Pero rápidamente se sintió tan curiosa como el mismo Jackie, y decidió no perder detalle de lo que iba a ver. Al ayudarla a bajar del coche, sor María Lorenza advirtió que el brazo de la hermana Ana Roberta temblaba. « ¿A qué viene este miedo, que yo también siento? —se dijo—. Antes había Hermanas de la Caridad en las cárceles...» Pero en seguida pensó que no habían sido Hermanas de la Caridad de Nazaret ni estuvieron en los calabozos de la cárcel del Condado de Fayette. Entonces creyó advertir una chispa burlona en los ojos de su cuñado. ¡Si pensaba que las monjas iban a asustarse, ellas le demostrarían lo contrario! Supongo que nos permitirás verlo todo, ¿no? —dijo, mientras el inspector echaba la llave al coche.
—De arriba abajo—contestó Price, sonriente, dirigiéndose hacia la entrada.
Después de visitar las oficinas, el inspector llevó a las hermanas a ver las despensas y la enorme cocina. El orden y la limpieza que en ellas reinaba impresionó a las monjas.
—Y ¿no vamos a ver las celdas y los presos? —preguntó Jackie, a quien importaban tan poco los fogones, los hornillos y las calderas, como a las monjas los palos del hockey o los patines de ruedas.
—Ahora los veremos —dijo el inspector, guiando a los visitantes hacia la galería de celdas del segundo piso.
Con el rabillo del ojo observaba a las monjas. Sor Ana Roberta parecía un poco asustada; pero Sor María Lorenza caminaba con la misma calma y seguridad que si anduviera por los pasillos del hospital. De pronto, Austin Price se puso a pensar con qué podría sobresaltar a su cuñada. Pero antes que se le ocurriera alguna idea, fue Sor María Lorenza quien le sobresaltó a él, preguntándole tranquilamente:
— ¿Está aquí Tom Penney?
— ¿Te gustaría hablar con él?
Por el rápido relámpago de alarma que brilló en los ojos de su cuñada, creyó un instante Austin Price haberla sobresaltado. Pero la monja replicó sin titubeos:
—Me encantaría.
— ¡Tom! —gritó el inspector, avanzando rápidamente hacia una de las celdas centrales.
Un hombre alto y rubio se asomó a la reja. Pero tan pronto como sus ojos vieron los hábitos de las religiosas, bajó la mirada y la cabeza. El inspector metió su mano por entre los barrotes y estrechó la del preso —Es Sor María Lorenza, mi cuñada, Tom. Y esta otra es su compañera, la hermana Ana Roberta.
Penney echó una rápida ojeada a cada una, haciéndoles un ligero saludo con la cabeza.
—Las dos pertenecen al Hospital de San José.
—Las conozco—dijo Tom—. Las he visto algunas veces cuando yo trabajaba frente a San José.
— ¿Ah, sí?—exclamó la hermana Ana Roberta. Y, acercándose a los barrotes, añadió—: Quiero que sepa que las monjas de San José rezamos por usted, señor Penney.
— ¡Gracias! —respondió, confusamente, el prisionero.
— ¿Sabe usted el Padrenuestro, Tom?—preguntó la hermana María Lorenza.
—Temo haberlo olvidado, hermana.
—Bueno; entonces bastará con que diga a menudo: ¡Ten piedad de mí, Jesús mío!
—Sí, señor Penney—añadió la hermana Ana Roberta—. Ningún pecado es demasiado grave para que Él no lo perdone. ¡Y Dios le ama! Austin Prince observaba al preso mientras las monjas le hablaban.
Nunca había visto a Tom tan atento a las palabras de nadie. Era una concentración totalmente distinta a la tensión reflejada en su rostro, alerta durante los interrogatorios. Ahora parecía ansioso de captar la enorme importancia de la frase más sencilla.
—Gracias, hermanas. Les agradezco mucho que hayan venido a verme. Y también a usted, señor Price, por haberlas traído.
—También hay aquí un chico que quiere verle, Tom. Es Jackie Regan, de Seattle. Esta señora es su madre.
— ¡Hola!—dijo Jackie, ofreciéndole la mano a través de la reja.
—Hola —respondió Tom, estrechándosela, mientras una leve sonrisa cruzaba por su rostro.
El grupo de visitantes se alejó. Tom Penney volvió a su camastro. Se sentó en el borde, escondiendo la cabeza entre sus manos.
«¡Ten piedad de mí, Jesús mío! —musitó, con el ceño fruncido—. «¡Quisiera recordar el Padrenuestro!...»
Pera antes de recordarlo, Tom Penney sonrió con amargura.
Cínicamente encendió un cigarrillo, y mientras arrojaba la cerilla al rincón más lejano, imaginó lo que Bob Anderson y los demás presos pensarían de él si supieran que le gustaba rezar. Despectivamente echó una bocanada de humo hacia el techo, y se tumbó todo lo largo que era en el camastro.
Clavando la vista en el punto en que se unían los barrotes y el techo, recordó los acontecimientos de las últimas semanas. Hizo una mueca de desagrado y murmuró:
— ¡Vaya suerte podrida!...
Pensaba en el último sábado de septiembre. Cuando entraron en el Club, ni Anderson ni él tenían intención de disparar. Baxter les había asegurado que sólo había allí una vieja, y que la cosa sería tan fácil como quitar un caramelo a un chico. En seguida tendrían mucho dinero.
— ¡Sí, sí, mucho dinero!... ¡Cien cochinos dólares para todos!
Se incorporó y volvió a sentarse al borde de la cama, moviendo colérico la cabeza al pensar que todo podía haberse hecho mucho mejor.
Todos sabían que Baxter era un cabeza loca... Claro que cuanto les dijo parecía razonable. Un gentío despilfarrador frecuentaba el Club de Campo de Lexington, sobre todo los sábados por la noche, que había baile, y no era difícil que dejara allí entre cinco y diez mil dólares.
Tom se levantó y comenzó a pasear por la celda, tratando de apartar la memoria de lo ocurrido aquella noche terrible en el Club. ¿Por qué tomó la pistola de Anderson? Habían entrado completamente desarmados. Las luces de un coche que pasó les inquietó, y salieron a ver si se detenía o pasaba de largo. Fue entonces cuando salieron a relucir las pistolas. ¿Por qué lo hicieron? Habían arrancado el conmutador del control de alarma y cortado los hilos del teléfono, y tenían la seguridad de que no había ningún hombre por los alrededores. ¿Por qué cogió la pistola de Anderson?
— ¡Bah!—gruñó y encendió otro cigarrillo—. No creo que fuera muy distinto ahora, puesto que yo estaba con Bob cuando apretó el gatillo.
Una vez más se echó en la cama, lanzando bocanadas de humo al techo, mientras recordaba, admirado, el valor y la fuerza de Marion Miley.
No recordaba haberla visto en su vida. Pero desde que los periódicos lo dijeron, estaba seguro de que fue ella quien salió de su habitación, y no solamente le agarró —tenía más de seis pies de huesos y músculos—, sino que le derribó al suelo. Fue entonces cuando sacó la pistola.


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