La
pipa de Maupin se apagó. Resopló enérgicamente antes de buscar una cerilla. Mientras encendía, formuló esta pregunta
a Price:
— ¿Qué
significa esto, jefe? Admite usted la maldad de Penney. Sabe que va a ir a la
silla muy merecidamente, y, sin embargo, está usted pensativo.
Price
se levantó de su sillón giratorio, y comenzó a pasear por el despacho,
preguntando a su interlocutor:
—Guy,
¿cuál es el momento más importante de la vida? Interrumpió su marcha, y se
detuvo frente a Maupin, que no había contestado.
— ¡El
momento más importante de una vida es el último!—dijo, golpeando la mesa con
los nudillos—. Acabo de repasar todos los antecedentes de Tom Penney. Ya en
junio de 1924, teniendo quince años nada más, fue reo de robo. Desde entonces
hasta la fecha, los únicos años de su vida sin actividad delictiva son los que
ha pasado en la cárcel. Cayó en nuestras manos en 1924, 1925 y 1926, en cuyo
año le enviamos al correccional, donde permaneció hasta 1928 ó 1929. Pero como
usted ha dicho, le volvimos a enviar allí en 1930 por veinte años, aunque salió
en 1937. En los últimos cinco años le hemos arrestado cinco veces... Es indudable
que Tom Penney no ha vivido dignamente. Quizá por eso haré todo cuanto pueda
para ver si muere como es debido.
— ¿Qué
piensa usted hacer?—preguntó Maupin, sorprendido.
El
jefe volvió a hundirse en su ancho sillón.
—La
verdad es que no lo sé. Anderson es muy reservado y Baxter es un cabeza loco.
Poco se puede hacer por ellos. Pero a Penney le conozco desde que era un
chiquillo... ¿Qué podría hacer para tocarle en el corazón?...Guy Maupin no
contestó, pues la pregunta de Price iba más allá de su sagacidad. Nunca había
tenido una conversación más extraña que aquélla con su jefe, tan
sorprendentemente preocupado por un hombre que ya apenas interesaba a la
Policía. ¿Qué podría decir para librarse de un diálogo que empezaba a cansarle?
Decidió cortarlo por lo sano, y dijo:
—
¡Olvídelo, jefe! Un leopardo nunca pierde las manchas de su piel, y un criminal
es siempre un criminal.
Austin
Price movió suavemente la cabeza. Sus ojos brillaban tras las gafas de concha.
— ¿No
ha oído nunca hablar de Dimas?
—Me
parece que no tengo sus huellas dactilares...
—Lo
supongo, aun cuando fue un criminal de larga historia.
—Y
¿qué le pasó?
—Acabó
como yo quería que acabase Tom Penney.
—
¿Cómo?
Price
espació sus palabras:
—Dimas,
convicto y confeso, fue condenado a muerte... Pero murió como yo deseo que
muera Tom Penney... Al lado de Jesucristo... ¿Qué podría hacer yo para que Tom
muriera así?
CAPÍTULO II
DIOS REÚNE SUS INSTRUMENTOS
Era
casi media tarde cuando Austin Price llegó al hospital. Cruzó rápidamente el
pasillo, pero atenuó sus pasos al acercarse a la habitación de su mujer. Por la
puerta, entreabierta, escuchó una alegre cháchara. Sor María Lorenza charlaba
con la señora Price, su hermana. A Price se le ocurrió una broma cariñosa para
saludarla; pero se contuvo al empujar la puerta y ver sentada también a los
pies de la cama de la enferma a la hermana Ana Roberta.
—
¡Adelante, señor Price!—exclamó ésta—. Precisamente estábamos diciendo a Birdie
que debe marcharse corriendo a casa para cuidar de usted.
— ¿Te
echan, eh?—preguntó el inspector mientras besaba a su mujer.
—Sí.
Pero no pienso irme a casa hasta pasado mañana.
—Le
gusta estar aquí—añadió la hermana María Lorenza desde el otro lado de la
cama—. Se encuentra como en los tiempos en que nos peleábamos todos los días.
¿No es verdad, hermanita? La señora Price sonrió a su hermana, y preguntó a su
marido:
—
¿Cómo está Jackie? Austin Price abrió mucho los ojos, y exclamó:
—Me
alegro que me lo hayas recordado, cielo. Le prometí llevarle a dar un paseo
esta tarde. Su madre y él deben de estar esperándome abajo.
Se
volvió a la hermana Ana Roberta, explicando:
—Es el
muchacho que vino de Seattle a que le viera el doctor Rankin, ¿sabe? El y su
madre paran en nuestra casa.
—No me
has dicho cómo está—insistió la señora Price.
—Realmente,
no lo sé. El doctor Rankin no había terminado de explorarle.
Pues
debías...
Un
golpecito en la puerta interrumpió a la señora Price. Era la hermana María
Benigna, la Superiora del hospital.
—
¡Vaya, vaya!... Tenemos reunión de familia, ¿eh?... ¿Cómo está usted, señor
Price? Me alegro mucho de verle. Y usted, señora Price, ¿cómo se encuentra? Me
han dicho que nos deja...
—Pasado
mañana, hermana.
—Eso
está muy bien. Debe recuperar completamente sus fuerzas antes de volver a
esclavizar a su pobre marido, ¿no le parece, señor Price?
—No me
ponga en el aprieto de tener que contestarla—replicó Price, risueño, paseando
su mirada alternativamente por los cuatro rostros femeninos—. ¿Viene usted de
arriba o de abajo, hermana?
—De
arriba.
— ¿Ha
visto por casualidad a Jackie Regan y a su madre?
— ¿El
enfermito del doctor Rankin? Sí; está sentado en el vestíbulo.
—Entonces,
tengo que cumplir mi promesa.
—Espera
un momento—dijo la señora Price—. Hermana Benigna...
¿Estaría
mal que las hermanas María Lorenzo y Ana Roberta salieran en un hermoso coche
con mi marido y ese niño? Durante muchos días he insistido con ellas para que
tomaran un poco el aire; pero me han hecho tan poco caso como mi marido cuando
está preocupado con un asunto embrollado.
—Tampoco
a mí me obedecen mucho—dijo la Superiora, mientras sus manos acariciaban las
cuentas de su rosario—. Continuamente les digo a todas las hermanas que deben
respirar todo el aire fresco que puedan; pero...
—El
aire del hospital es mucho más sano. Piensen en la cantidad de desinfectantes y
antisépticos que lo esterilizan —replicó la hermana María Lorenza.
—Bueno,
bueno —contestó la Superiora—. A pesar de ello, usted y sor Ana Roberta
acompañarán al inspector en ese paseo con el niño y con su madre. Yo me quedaré
charlando a solas con la señora Price. ¡Váyanse! Y, volviéndose hacia Price,
añadió:
—Usted
tiene a su mujer todos los días de su vida, y yo la voy a tener ya muy pocas
horas.
—No ha
sido muy larga la visita —dijo Price a su esposa, recogiendo el sombrero que
había dejado encima de la cama—; pero volveré pronto.
¿Tardarán
mucho en prepararse, hermanas?
—Seguramente
están en la puerta antes que usted. Las conozco bien
—contestó
la hermana Benigna, empujando a las monjas fuera de la habitación.
Diez
minutos más tarde, el inspector agarraba el volante del coche, Jackie, sentado
junto a él, señalaba con el dedo el aparato de radio.
— ¿Se
puede comunicar desde aquí con la Policía, señor Price?
¿Cómo
se hace para dar órdenes?... ¿Me lo va a enseñar antes que vuelva a Seattle?
—Con
esta radio no se comunica con la Policía, Jackie. Este coche es el de la señora
Price, que ya oye bastantes informes y llamadas de la Policía sin necesidad de
un equipo especial. Pero si tú quieres ver cómo se dan las órdenes por radio,
te llevaré a la emisora después que hayamos visitado la cárcel.
La
hermana Ana Roberta levantó las cejas, mirando a la otra monja, sentada a su
lado, y exclamó con voz consternada:
—Pero
¿vamos a la cárcel?
—Espero
que no le importe, hermana. Siempre he deseado visitar una prisión —fue el
único consuelo que recibió de su veterana compañera.
Al
poco rato, la hermana María Lorenza experimentó cierto sobresalto al ver que,
en efecto, el coche se dirigía hacia la cárcel del Condado. Pero rápidamente se
sintió tan curiosa como el mismo Jackie, y decidió no perder detalle de lo que
iba a ver. Al ayudarla a bajar del coche, sor María Lorenza advirtió que el
brazo de la hermana Ana Roberta temblaba. « ¿A qué viene este miedo, que yo
también siento? —se dijo—. Antes había Hermanas de la Caridad en las
cárceles...» Pero en seguida pensó que no habían sido Hermanas de la Caridad de
Nazaret ni estuvieron en los calabozos de la cárcel del Condado de Fayette.
Entonces creyó advertir una chispa burlona en los ojos de su cuñado. ¡Si
pensaba que las monjas iban a asustarse, ellas le demostrarían lo contrario! Supongo
que nos permitirás verlo todo, ¿no? —dijo, mientras el inspector echaba la
llave al coche.
—De
arriba abajo—contestó Price, sonriente, dirigiéndose hacia la entrada.
Después
de visitar las oficinas, el inspector llevó a las hermanas a ver las despensas
y la enorme cocina. El orden y la limpieza que en ellas reinaba impresionó a
las monjas.
—Y ¿no
vamos a ver las celdas y los presos? —preguntó Jackie, a quien importaban tan
poco los fogones, los hornillos y las calderas, como a las monjas los palos del
hockey o los patines de ruedas.
—Ahora
los veremos —dijo el inspector, guiando a los visitantes hacia la galería de
celdas del segundo piso.
Con el
rabillo del ojo observaba a las monjas. Sor Ana Roberta parecía un poco
asustada; pero Sor María Lorenza caminaba con la misma calma y seguridad que si
anduviera por los pasillos del hospital. De pronto, Austin Price se puso a
pensar con qué podría sobresaltar a su cuñada. Pero antes que se le ocurriera
alguna idea, fue Sor María Lorenza quien le sobresaltó a él, preguntándole
tranquilamente:
—
¿Está aquí Tom Penney?
— ¿Te
gustaría hablar con él?
Por el
rápido relámpago de alarma que brilló en los ojos de su cuñada, creyó un
instante Austin Price haberla sobresaltado. Pero la monja replicó sin titubeos:
—Me
encantaría.
—
¡Tom! —gritó el inspector, avanzando rápidamente hacia una de las celdas
centrales.
Un
hombre alto y rubio se asomó a la reja. Pero tan pronto como sus ojos vieron
los hábitos de las religiosas, bajó la mirada y la cabeza. El inspector metió
su mano por entre los barrotes y estrechó la del preso —Es Sor María Lorenza,
mi cuñada, Tom. Y esta otra es su compañera, la hermana Ana Roberta.
Penney
echó una rápida ojeada a cada una, haciéndoles un ligero saludo con la cabeza.
—Las
dos pertenecen al Hospital de San José.
—Las
conozco—dijo Tom—. Las he visto algunas veces cuando yo trabajaba frente a San
José.
— ¿Ah,
sí?—exclamó la hermana Ana Roberta. Y, acercándose a los barrotes, añadió—:
Quiero que sepa que las monjas de San José rezamos por usted, señor Penney.
—
¡Gracias! —respondió, confusamente, el prisionero.
—
¿Sabe usted el Padrenuestro, Tom?—preguntó la hermana María Lorenza.
—Temo
haberlo olvidado, hermana.
—Bueno;
entonces bastará con que diga a menudo: ¡Ten piedad de mí, Jesús mío!
—Sí,
señor Penney—añadió la hermana Ana Roberta—. Ningún pecado es demasiado grave
para que Él no lo perdone. ¡Y Dios le ama! Austin Prince observaba al preso
mientras las monjas le hablaban.
Nunca
había visto a Tom tan atento a las palabras de nadie. Era una concentración
totalmente distinta a la tensión reflejada en su rostro, alerta durante los
interrogatorios. Ahora parecía ansioso de captar la enorme importancia de la
frase más sencilla.
—Gracias,
hermanas. Les agradezco mucho que hayan venido a verme. Y también a usted,
señor Price, por haberlas traído.
—También
hay aquí un chico que quiere verle, Tom. Es Jackie Regan, de Seattle. Esta
señora es su madre.
—
¡Hola!—dijo Jackie, ofreciéndole la mano a través de la reja.
—Hola
—respondió Tom, estrechándosela, mientras una leve sonrisa cruzaba por su rostro.
El
grupo de visitantes se alejó. Tom Penney volvió a su camastro. Se sentó en el
borde, escondiendo la cabeza entre sus manos.
«¡Ten
piedad de mí, Jesús mío! —musitó, con el ceño fruncido—. «¡Quisiera recordar el
Padrenuestro!...»
Pera
antes de recordarlo, Tom Penney sonrió con amargura.
Cínicamente
encendió un cigarrillo, y mientras arrojaba la cerilla al rincón más lejano,
imaginó lo que Bob Anderson y los demás presos pensarían de él si supieran que
le gustaba rezar. Despectivamente echó una bocanada de humo hacia el techo, y
se tumbó todo lo largo que era en el camastro.
Clavando
la vista en el punto en que se unían los barrotes y el techo, recordó los
acontecimientos de las últimas semanas. Hizo una mueca de desagrado y murmuró:
—
¡Vaya suerte podrida!...
Pensaba
en el último sábado de septiembre. Cuando entraron en el Club, ni Anderson ni
él tenían intención de disparar. Baxter les había asegurado que sólo había allí
una vieja, y que la cosa sería tan fácil como quitar un caramelo a un chico. En
seguida tendrían mucho dinero.
— ¡Sí,
sí, mucho dinero!... ¡Cien cochinos dólares para todos!
Se
incorporó y volvió a sentarse al borde de la cama, moviendo colérico la cabeza
al pensar que todo podía haberse hecho mucho mejor.
Todos
sabían que Baxter era un cabeza loca... Claro que cuanto les dijo parecía
razonable. Un gentío despilfarrador frecuentaba el Club de Campo de Lexington,
sobre todo los sábados por la noche, que había baile, y no era difícil que
dejara allí entre cinco y diez mil dólares.
Tom se
levantó y comenzó a pasear por la celda, tratando de apartar la memoria de lo
ocurrido aquella noche terrible en el Club. ¿Por qué tomó la pistola de
Anderson? Habían entrado completamente desarmados. Las luces de un coche que
pasó les inquietó, y salieron a ver si se detenía o pasaba de largo. Fue
entonces cuando salieron a relucir las pistolas. ¿Por qué lo hicieron? Habían
arrancado el conmutador del control de alarma y cortado los hilos del teléfono,
y tenían la seguridad de que no había ningún hombre por los alrededores. ¿Por
qué cogió la pistola de Anderson?
—
¡Bah!—gruñó y encendió otro cigarrillo—. No creo que fuera muy distinto ahora,
puesto que yo estaba con Bob cuando apretó el gatillo.
Una
vez más se echó en la cama, lanzando bocanadas de humo al techo, mientras
recordaba, admirado, el valor y la fuerza de Marion Miley.
No
recordaba haberla visto en su vida. Pero desde que los periódicos lo dijeron,
estaba seguro de que fue ella quien salió de su habitación, y no solamente le
agarró —tenía más de seis pies de huesos y músculos—, sino que le derribó al
suelo. Fue entonces cuando sacó la pistola.
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