MARTIRIO DE SANTA INES
ARTÍCULO SEGUNDO
L A S V I R T U D E S T E O L O G A L ES
Las
virtudes teologales son virtudes infusas que tienen por objeto a Dios mismo,
último fin nuestro sobrenatural. Por esta razón se las llama teologales. En
cambio, las virtudes morales infusas tienen por objeto los medios
sobrenaturales, proporcionados a nuestro último fin. Así la prudencia dirige nuestros
actos a su consecución; la religión hace que rindamos a Dios el culto que le es
debido; la justicia nos hace dar a cada uno lo que le debemos; la templanza
regula nuestra sensibilidad, impidiéndole extraviarse, y la hace concurrir a su
manera a que nos encaminemos a Dios (*).
Entre
las virtudes teologales, la fe i?ifusa, que hace que creamos todo lo que Dios
ha revelado por ser la misma verdad, es como una especie de sentido espiritual
superior que nos permite percibir una armonía divina, inaccesible a los demás
medios que tenemos de conocimiento. La fe infusa es a modo de un sentido
espiritual del oído, destinado a escuchar una sinfonía espiritual que tiene a
Dios por autor. De manera que hay una diferencia inmensa entre el estudio
simplemente histórico del Evangelio y de los milagros que lo confirman, y el
acto sobrenatural de fe por el que creemos en el Evangelio, como palabra de
Dios. Un hombre muy instruido y que busca sinteramente la verdad, puede hacer
un estudio histórico y crítico del Evangelio y de los milagros que lo
confirman, sin llegar todavía a creer; sólo creerá sobrenaturalmente después de
haber recibido la gracia de la 1 fe, que le introducirá en un mundo superior,
más alto aún que la vida del ángel. "La fe es un don de Dios", dice
San Pablo (Efes., 11, 8); ella es el fundamento de la justificación, porque nos
conduce a conocer el fin sobrenatural hacia el que estamos obligados a caminar
(2). La Iglesia ha definido contra los semipelagianos que aun el initium fidei,
el principio de la fe es un don de la gracia (8). Y todos los grandes teólogos
han demostrado que la fe infusa es esencialmente sobrenatural, de una
sobrenaturalidad muy superior a la del milagro sensible, y aun a la de la
profecía que anuncia un futuro contingente, de orden natural, como el fin de
una guerra (4). La fe, en efecto, hace que nos adhiramos sobrenaturalmente a
aquello que Dios nos revela sobre su vida intima, según las enseñanzas de la
Iglesia, encargada de conservar el depósito de la revelación.
La fe
infusa es por consiguiente de un orden inmensamente superior al estudio
histórico y crítico del Evangelio. Como muy acertadamente lo dice el P.
Lacordaíre: "Ved a ese sabio que estudia la
doctrina católica, que no la rechaza con amargura y que aun dice sin cesar:
felices vosotros los que tenéis fe; yo quisiera tenerla como vosotros, pero no
puedo.
SANTA INES
Y dice
una gran verdad: quiere y no puede (todavía); porque el estudio y la buena fe
no siempre llegan a la conquista de la verdad, para que se vea claro que la
certeza racional no es la certeza fundamental sobre la que se apoya la doctrina
católica. Ese sabio conoce la doctrina católica, admite sus hechos, percibe su
fuerza; está cierto de que existió un hombre que se llamaba Jesucristo, que
vivió y murió de una manera prodigiosa; se emociona con la sangre de los
mártires
y con
la constitución de la Iglesia; y aun estará dispuesto a afirmar que es el mayor
prodigio que se haya visto en el mundo; casi afirmará que es verdadera. Y sin
embargo no acaba de confesarlo; se siente aplastado por la verdad, como cuando
se sueña o se ve sin acabar de ver. Pero un buen día, ese sabio se postra de
rodillas; ve la miseria del hombre, levanta sus ojos al cielo y exclama: ¡Desde el abismo de mi miseria, oh Dios mío, levanto hacia ti mi voz!
Al acabar de decir estas palabras, acontece en él una cosa extraña; caen las
escamas de sus ojos y un gran misterio se cumple en su interior: ¡ese hombre es
otro! Es desde ahora manso y humilde de corazón; ya puede
morir, pues ha conquistado la verdad" .
Si
para llegar al motivo formal de la fe cristiana bastase la fe adquirida,
fundada en el examen histórico del Evangelio y de los milagros que lo
confirman, la fe infusa sería inútil, como asimismo la esperanza y la caridad
infusas: bastaría la buena voluntad natural de que hablaban los pelagianos.
Para
éstos la gracia y las virtudes infusas no eran de necesidad absoluta para la
salvación, sino sólo para realizar más fácilmente los actos de la vida
cristiana (1).
La fe
infusa es a modo de una facultad auditiva sobrenatural, como un sentido musical
superior que nos permite percibir las armonías espirituales del reino de los
cielos, y oír, en cierto modo, la voz de Dios en la de los profetas y en la de
su Hijo, antes de haber sido admitidos a verle cara a cara. Entre el incrédulo
que estudia el Evangelio y el creyente, hay una diferencia semejante a la que
existe entre dos oyentes de una sinfonía de Beethoven, de los que el uno tiene sentido
musical y el otro no. Ambos oyen todas las notas, pero uno solo capta el
sentido y el alma de la sinfonía.
De
manera semejante, el creyente acepta sobrenaturalmente el Evangelio, y se
adhiere a él, aunque sea iletrado; mientras que el sabio, con todos los
instrumentos de la crítica, no puede, careciendo de la fe infusa, prestarle
adhesión. "Qui credit in Filium Dei, habet testimonium Dei in se." (I Joan., v. 10.)
Por
eso dice el mismo P. Lacordaire (2): "Lo que acontece en nosotros, cuando
creemos, es un hecho de iluminación íntima y sobrehumana. No digo que las cosas
exteriores no obren en nosotros como motivos racionales de certeza; pero el
acto preciso de esta certeza suprema de que hablo ahora, nos afecta
directamente como un fenómeno luminoso; digo más, como un fenómeno
supraluminoso... Si fuera de otro modo, ¿cómo querríais que hubiera proporción entre
nuestra adhesión, que sería natural, racional, y un objeto que sobrepasa a la
naturaleza y a la razón?... (3). De esta manera una intuición simpática
consigue, entre dos hombres, lo que la lógica no hubiera conseguido en muchos años.
De esta manera, a veces, una súbita iluminación enciende el genio.
"Un
convertido os dirá: leí, razoné, lo pretendí, pero nada pude conseguir. Un día,
sin que pueda explicar cómo, en la esquina de una calle, en el rincón de mi
hogar, me he sentido otro hombre, he creído... Lo que ha pasado en mí, en el
momento en que eso ha sucedido, es totalmente distinto de lo que a ese momento
precedió. Acordaos de los discípulos de Emaús."
Hace
cincuenta años, quien no hubiera conocido aún la telegrafía sin hilos, hubiera
quedado no poco sorprendido al escuchar que un día se podría oír en Roma una
sinfonía ejecutada en Viena. Mediante la fe infusa oímos una sinfonía espiritual
que tiene su origen en el cielo. Los perfectos acordes de tal sinfonía se
llaman los misterios de la Trinidad, de la Encarnación, de la Redención, de la
misa, de la vida eterna.
Por
esta audición superior es conducido el hombre hacia la eternidad; y deber suyo
es aspirar con más alma cada día hacia las alturas de donde procede esta armonía.
Para
tender efectivamente hacia ese fin sobrenatural y llegar a él, el hombre ha
recibido como dos alas; la de la esperanza y la de la caridad.
Sin ellas, no le sería dado sino caminar en el sentido que le marca la
razón; con ellas vuela en la dirección señalada por la fe.
Igualmente
nuestra inteligencia, sin la luz infusa de la fe, no puede conocer nuestro fin
sobrenatural; como tampoco puede nuestra voluntad aspirar a él si sus fuerzas
no han sido aumentadas, centuplicadas, elevadas a un orden superior.
Para
esto le es preciso un amor sobrenatural y nuevo impulso.
Por
la esperanza deseamos poseer a
Dios, y para conseguirlo, nos apoyamos, no en nuestra fuerza sino en el auxilio que Él nos ha prometido. Nos apoyamos en Dios mismo,
que siempre escucha a los que le invocan.
La
caridad es un amor de Dios
superior, más desinteresado; hace que amemos a Dios, no sólo para
poseerlo un día, sino por él mismo; y amarlo más que a nosotros mismos, en
razón de su infinita bondad, más amable en sí que todos los beneficios que nos
vienen de su mano i1). Esta virtud nos hace amar a Dios por encima de todo, como
a un amigo que nos ha amado primero. A Él ordena los actos de las demás
virtudes que ella vivifica y hace meritorias. Ella es nuestra gran fuerza
sobrenatural; la fuerza del amor que
venció, durante siglos de persecución, todos los obstáculos, aun en débiles
criaturas como Santa Inés y Santa Lucía.
El
hombre esclarecido por la fe se dirige así hacia Dios, llevado en las alas de
la esperanza y del amor. Pero en cuanto peca mortalmente, pierde la gracia
santificante, ya que vuelve las espaldas a Dios, a quien deja de amar más que a
sí mismo. La misericordia divina le conserva sin embargo la fe infusa y la
esperanza infusa, mientras no hubiere pecado mortalmente contra .estas dos
virtudes. Y aun conserva la luz que le señala la ruta que ha de seguir, y puede
todavía confiar en la infinita misericordia y pedirle la gracia de la conversión.
De estas
tres virtudes teologales, la caridad es la más elevada, y con la gracia
santificante ha de durar eternamente.
"La
caridad, dice San Pablo nunca morirá... Ahora estas tres cosas
permanecen: la fe, la esperanza, la caridad; pero la mayor entre las tres es la
caridad" (I Cor., XIII, 8, 13).
Durará
siempre, eternamente, cuando ya la fe haya desaparecido para dar lugar a la
visión, y cuando a la esperanza haya sucedido la posesión inamisible de Dios
claramente conocido.
Tales
son las funciones superiores del organismo espiritual;
las
tres virtudes teologales que crecen a la vez, y con ellas las virtudes morales
infusas que las acompañan.
(1) II, II, q. 141, a. i, 3: "Temperantiae etiam
respondet aliquod donum, scilicet timoris, quo aliquis refraenatur a
delectationibus carais, sec. illud Ps. CXVIII: Conftge timóte tuo carnes
meas... Corresponder etiam
virtuti spei."
( 2 )
II, II, q. 9, a. 4. C1 ) Cf. SANTO TOMÁS, I, II, q. 62, a. I y 2.
(2) Ad
Romanos, iv, 1-25: Si Abraham fué justificado por las obras...; "lo cual
le fué imputado a justicia". Nosotros sólo por la fe hallaremos la
salvación, que es un don de Dios; por la fe en Jesucristo.
( 3 )
Cf. DENZINGER, Enchiridion, nv 178.
( 4 )
Cf. SANTO TOMÁS, II, II, q. 6, .a. 1 y 2. Así como las virtudes se especifican
por su objeto formal, esta sobrenaturalidad de la fe infusa depende de su
objeto primario y de su motivo formal, que son inaccesibles a cualquier
conocimiento natural. El objeto primario de la fe es, en efecto, el mismo Dios
en su vida íntima, y el motivo formal de la fe infusa es la autoridad de Dios
revelante. Y nos es posible conocer por sola la razón la autoridad de Dios
autor de la naturaleza, y aun del milagro sensible; pero no podemos por sola C1)
P. LACORDAÍRE, Conférences á Notre-Dame, conf. 17.
(1)
Cf. DENZINGER, Enchiridion, n' 179. La fe adquirida existe en los demonios que
perdieron la fe infusa, pero que creen como contra su voluntad, por la
evidencia de los milagros y otros signos de la revelación. Cf. SANTO TOMÁS, II,
II, q. 5, a. 2; de Verit., q. 14, a. 9, ad 4. (2) Op. cit., conf. 17.
( s )
Santo Tomás dice asimismo, de Veritate, q. 14, a. 2: "Vita aeterna
consistit in plena Dei cognitione. Unde oportet hujusmodi cognitionis supernaturalis
aliquam inchoationem in nobis fieri; et haec est per fidem, quae ea tenet ex
infuso lumine quae naturaliter.
cognitionem excedunt." Item, II, II, q. 6, a. 1 y
2. Indudablemente la luz' de la fe es
aún oscura, nías de una transparente oscuridad, es decir superior y no inferior
a la evidencia de la razón.
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