En
estos momentos trágicos de la historia rusa existen muchos occidentales en
minimizar e incluso ridiculizar a Rusia a sabiendas pues estos tales no ignoran
la grandeza y nobleza de este país, que, por otro lado, para nosotros los
católicos es el tema central de las apariciones de la Virgen María en Fátima
Portugal en 1917 en donde ahí se menciona a Rusia específicamente con estas
palabras: RUSIA DEBE SER CONSAGRADA A MI INMACULADO
CORAZON.
MUCHO
ha llovido sobre Rusia desde que Solovief la estudió en sus relaciones con la
Iglesia Universal.
Lo que
en justicia podríamos llamar la aventura rusa, o sea su incorporación más o
menos efectiva a la civilización occidental, constituye en su hondo y
gigantesco dramatismo uno de los episodios históricos más emocionantes por que
ha debido pasar jamás nación alguna. Es la epopeya de un gran pueblo que,
europeo de raza y cristiano de religión, se ve, no obstante, por diversas
circunstancias de clima espiritual, privado de toda comunicación con sus
hermanos de raza y religión occidentales, más cultos, progresistas y
emprendedores.
Su filiación bizantina en el orden religioso y, en el político,
la lucha secular por la hegemonía entablada entre el Norte y el Sur, entre
Moscú y Kiev, actúan como muralla infranqueable que impide al pueblo ruso alzar
la vista por encima de sus fronteras para dirigirlas hacia el Occidente. Con la
decisión de la lucha en favor de Moscú y la consiguiente unificación
de la nación moscovita en tiempos del zar Alexis bajo la égida de la que,
andando el tiempo, habría de ser por antonomasia la ciudad del Kremlin, no
llega a despejarse por entero el ambiente, aunque se había ya dado un gran paso
en este sentido; quedaba aún por resolver el problema religioso. No llegó a
advertirlo el hijo del zar Alexis al lanzarse, con la precipitación y
vehemencia con que se llevan siempre a la práctica los deseos largamente
contenidos por el camino de una occidentalización que él creyó integral; no
advirtió que toda etapa de extraversión colectiva supone resuelto el más
fundamental de todos los problemas, que es el religioso, y que, por dejarlo en
suspenso con su institución del Santo Sínodo, terminaría por venirse al suelo
su colosal empresa política.
Para
la nación, mucho más aún que para los individuos, ser equivale a hacer. Cuando
la persona individual deja de actuar, le queda por lo menos el recurso de
refugiarse en su condición de substancia, que a su vez encuentra asegurada su
vigencia en el existir, desde que persiste en su seno la actividad vegetativa.
El
caso de la nación, empero, es muy distinto.
La
nación es un todo moral, no físico como creyeron Hegel y Spengler. Su
existencia se nos aparece así, bajo su aspecto ontológico, como de orden
puramente accidental, viniendo a consistir, al fin de cuentas, en la unidad
brotada de la convergencia de entendimientos y voluntades —de almas, en una
palabra— en torno al mismo ideal. Ese carácter de accidente le impone hallarse
en continua actividad, porque si el acto correlativo de la esencia sustancial
es la existencia, el que corresponde al accidente es la operación. Podemos
dejar inactiva a nuestra esencia humana por las condiciones que la afectan,
como a todas las esencias, de inmutabilidad y necesidad; pero para la nación,
inactividad suena lo mismo que muerte. Esa es la razón por qué a la etapa de
unificación nacional sucede siempre otra de aspiraciones imperiales. No se
pueden dejar inactivas fuerzas nacionales puestas ya en tensión.
PEDORO EL GEANDE ZAR DE RUSIA
No
podía Rusia en modo alguno constituir excepción a esta regla. Por eso, cuando
el imperioso zar Pedro juzga suficientemente unido a su pueblo, no vacila en
hacérselo sentir al Occidente, a ese Occidente que ante sus ojos ávidos se
presentaba como dechado de civilización y de cultura. Para los limítrofes, el
expediente es pura y simplemente la guerra. Y vienen Carlos XII y Poltava,
Ingria y Careíia, y, por último, su coronamiento triunfal, San Petersburgo.
Para los más alejados, es el rumor mismo de sus victorias, aviso bien elocuente
de que en la inmensidad de las llanuras orientales se ha alzado un nuevo poder
político, con el cual deberá contarse de ahí adelante, y que, al correr de tres
siglos escasos, acabará por suplantar a los occidentales en el predominio
europeo.
Aquí
comienza la segunda y gran tragedia rusa —la primera había sido el
cristianizarse en el cisma—el Occidente, con quien entra en contacto, es una
cultura que, bajo apariencias de plenitud, se encuentra en trance apresurado de
disolución. La Europa de fines del XVII es la Europa de Westfalia, la que, tras
una larga serie de guerras y desolaciones atroces, logra, al fin, en Münster y
Osnabrück, su anhelo de aniquilar en definitiva esa pervivencia, que aún
duraba, de los tiempos medievales. Y esto debe tenerse en cuenta si se quiere
comprender, en parte por lo menos, ese giro de cobardías y claudicaciones, de
tolerancia aparente y degradante tiranía, de entremezcla monstruosa, en fin, de
la verdad con la mentira, que va asumiendo, hasta el punto de parecer hacer de
ella su carácter distintivo, la época repulsiva que estamos viviendo. Westfalia
significa el triunfo legal —legal, no legítimo, por Dios-de la revolución
moderna luterano-cartesiana. Hasta entonces, y desde que Felipe el Hermoso
había concluido con el predominio político de los Papas por su triunfo sobre
Bonifacio VIII, subsistían aún, si bien debilitados y no poco alterados en su
auténtica fisonomía, ciertos jirones de cristiandad medieval. No era mucho,
pero sí lo Suficiente, para que un buen día, v. gr., la nación española
empuñara en sus manos evangélicas la gloriosa mutilada insignia y se lanzara no
sólo a conquistar para la fe y civilizar el continente americano, sino también
a restaurar en el propio reducto europeo, señorío del mundo entonces, la unidad
cristiana. Fracasada en su aspecto europeo la empresa, los débiles restos
medievales se recogen en España; fuera, comienza el reinado incontestable del
espíritu moderno. Urgía, pues, sancionar cuanto antes jurídicamente el fracaso.
De ahí Westfalia. En adelante, la Europa de Lutero y de Descartes, liberada de
la pesadilla española, no encontrará obstáculo alguno en sus propósitos de
asegurar el triunfo definitivo de la revolución internacional.
MARTIN LUTERO
Con
esa Europa, luterana en religión, cartesiana en su pensamiento humano,
establece contacto la Rusia de Pedro el Grande. Y como no había entrado aún
España, felizmente para ella, a formar parte de esa Europa, porque no habían
tampoco venido aún a gobernarla los Borbones, resulta que para el pueblo ruso
quedó sumida en las tinieblas de lo ignoto la única nación que, por experiencia
propia, habría podido darle lecciones eficaces acerca de lo que constituye
para, el cristiano la auténtica cultura. La falta absoluta de contacto entre la
Rusia de Pedro el Grande y la España de la Casa de Austria puede considerarse
como una de las mayores desgracias para el mundo moderno, sin que esto implique
considerar como ideal la época española de Felipe IV y el Rey hechizado.
Estadista de extraordinarias cualidades a la vez que terriblemente superficial,
el zar Pedro corre como un alocado tras un orden social-económico que no tolera
regulación alguna de orden moral; es la economía cartesiana, proyección
colectiva de un cuerpo humano que ha venido a encontrar fuera del alma su
formalización sustancial. No podía el espíritu ruso resistir la prueba,
enervado como se hallaba por la anémica religiosidad de tipo bizantino; no
podía contener los ímpetus acalladores de un progreso que los mismos pueblos de
Occidente, aún vigorizados por su conexión de dieciséis siglos con el centro
universal de la Ortodoxia, se habían sentido impotentes para reprimir. Y
comienzan muy pronto a palparse los frutos de aquel gigantesco equívoco. Dos
siglos de guerras victoriosas no son obstáculo para que en 1876 pueda ya
afirmar la intuición profética de Dostoiewsky en el adolescente que la sociedad
rusa se encuentra en vísperas de un tremendo cataclismo que la habrá de
subvertir hasta en sus cimientos. Seguramente que la profecía permaneció
ignorada del gran público, porque la recompensa con que los climas históricos de
decadencia suelen premiar a los genios es el menosprecio, cuando no, lo cual es
mucho peor, la conspiración del silencio. Tal parece haber acontecido entonces.
Por lo menos, no parece haber hecho gran mella en Solovief, ya que varios años
después, le vemos aún, no obstante su íntima amistad con el novelista, confiado
en la trascendental pseudomisión religiosa de su patria. Entramos aquí, al
referirnos ahora a ella, en la tesis central de su filosofía de la Historia.
VLADIMIR SOLOVIEF
Para
Solovief, aparece, en efecto, como imposible que logre la Iglesia implantar en
este mundo el reino de Dios sin el concurso de algún poder político. Su
asombrosa inteligencia le permite encontrar, en la historia misma de la
sociedad fundada por Jesucristo, un magnífico argumento a forsiori en favor de
su tesis. Es un hecho —es él quien lo indica— que cuando, por incapacidad o
rebeldía del poder político, se vio obligada la Iglesia a asumir por cuenta
propia la cristianización de la vida civil, vino a resentirse su específica
misión religiosa hasta el punto de adquirir cierta fisonomía externa más o
menos profana. Es que espíritus como San Gregorio VII o Inocencio III aparecen
sólo muy de tarde en tarde en la Historia. De aquí que, conscientes de los
peligros a que se exponían como vicarios de Cristo si se entregaban por sí
propios a la gestión de negocios temporales, los Papas buscasen constantemente
la colaboración del poder político. Dos imperios, el bizantino y el germánico,
elegidos por el sucesor de San Pedro para tan excelsa misión, no supieron
responder a las esperanzas en ellos cifradas los emperadores bizantinos, por su
odio más o menos solapado, pero siempre específico a la vez que
irreconciliable, hacia lo católico; los monarcas germánicos, por no haber
comprendido plenamente el problema social y político del cristianismo. En
cuanto a los esfuerzos desplegados a espaldas y con prescindencia de la Iglesia
por las naciones modernas, más vale no insistir en ellos. Si ya al señalarnos
sus frutos nos habla Solovief del militarismo universal que transforma pueblos
enteros en ejércitos enemigos, de antagonismos sociales profundos e
irreconciliables, del relajamiento progresivo de toda fuerza moral en los
individuos revelado en el número siempre creciente de locuras, crímenes y
suicidios, ¿qué habría pensado ahora, al contemplar los horrores en que, presa
de incontenible angustia, se debate la Humanidad entera, y el odio,
verdaderamente diabólico en su abyección, sobre el cual, como sobre cimiento
seguro, piensan los actuales insensatos dirigentes de la política internacional
edificar el orden futuro del género humano?
Ante
el fracaso más o menos definitivo de bizantinos y germanos, Solovief vuelve sus
miradas hacia la atria. ¿No sería, tal vez, ella, la santa Rusia, en oposición
al Occidente laico y ateo, la nación destinada por la Providencia para asumir,
en definitiva conjugación con la Iglesia, la misión de cabeza temporal de la
cristiandad? En el carácter profundamente monárquico del pueblo ruso, unido a
ciertos hechos profetices de su pasado, así como en la masa enorme y compacta
de su Imperio, junto con el contraste que ofrece la pobreza y el vacío de su
existencia actual —actual entonces— sí se les compara con la gran fuerza
latente de su espíritu nacional, ve Solovief otros tantos síntomas precursores
de la misión providencial de su patria.
VADIMIR PUTIN PERSIDENTE RUSO
Y como
mientras se encuentre fuera de la Unidad, no puede pensarse en la trascendental
colaboración, todos los deseos del filósofo son de que cuanto antes dé aquélla
el paso decisivo, el que vendrá a valorizar sus actualmente estériles a la par
que innegables cualidades, convirtiéndolas en otros tantos instrumentos
eficaces para la instauración, en este valle de lágrimas, del reino de Dios.
Toda
esta argumentación de tipo histórico, maravillosamente conducida por Solovief
en la introducción de su RUSIA Y LA IGLESIA UNIVERSAL, viene a justificarse en
la concepción que nuestro pensador tiene de la Iglesia, concepción asombrosa en
su hondura y que no por ser rigurosamente ortodoxa deja de revestir caracteres
de la más agresiva originalidad.
Después
de insistir en las primeras páginas de su obra sobre las incongruencias y
mentiras del espíritu revolucionario moderno, nos hace ver ((que la verdad
fundamental, la idea específica del cristianismo es la unión perfecta entre lo
divino y lo humano, la cual, realizada individualmente en Cristo, se halla
también en vías continuas de serlo socialmente en la Humanidad cristiana, cuyo
elemento divino está representado
por la
Iglesia (concentrada en el pontificado supremo), mientras que el humano corre
por cuenta del Estado.»
Pero
para que lo divino y lo humano sean uno, según lo imploraba Jesucristo en la
oración sacerdotal a su Eterno Padre, necesitan enlazarse de suerte que pueda
descubrirse en la resultante, que es la Iglesia considerada en su más amplio
sentido, un triple aspecto: de realidad objetiva, primero, independiente de
nosotros mismos —o sea, el Reino de Dios que viene a nosotros, la Iglesia
exterior y objetiva—; luego, de realidad traducida en acción —o sea el Reino de
Dios manifestado por nosotros, no -para nosotros, como en el primer caso—, y,
por último, de realidad manifestada en nosotros. Más brevemente podríamos decir
que dichos aspectos se reducen a la Iglesia propiamente dicha o templo de Dios,
con su unión jerárquica o sacerdotal; al Estado cristiano o cuerpo vivo de
Dios, con su unión correspondiente que es la real en el sentido de regia, y,
por último, a la sociedad cristiana perfecta o esposa de Dios, representada por
la unión profética, predominando respectivamente en ellos el elemento divino,
el elemento humano, y su libre, recíproca y mutua conjunción.
La
circunstancia misma de que, al haber instituido por sí propio Jesucristo el
organismo jerárquico para nosotros, poca o ninguna injerencia pueda ofrecerse
en él a nuestra actividad, y de que, por otra parte, la sociedad perfecta o
esposa de Dios, sólo se nos puede revelar por ahora como un ideal allá en el
hondón de nuestra alma, hace que Solovief concentre exclusivamente sus miradas
y deseos sobre el Estado cristiano, sobre aquel aspecto de la Iglesia late
sumpta en que, por predominar el elemento humano, se ofrece ancho campo a
nuestra iniciativa, la cual, desde luego, es preciso mantener siempre conectada
con la gracia. SÍ alguna evolución cupiera en la Iglesia jerárquica, será la de
tipo perfectamente homogéneo, en la cual tanto el dogma como la organización
social van actualizando sus puras posibilidades, sin intervención alguna de
elementos extrínsecos. En este hermetismo eclesiástico por una parte, y, por
otra, en el fluir histórico de la Humanidad con su inevitable aportación de
factores colectivos inéditos, a la vez que formalmente extrínsecos a la vida
ieologicodogmátíca, encuentra Solovief, y con razón, la justificación a priori
de la tesis que con tanta agudeza dejó establecida en el terreno histórico. El
templo de Dios, de suyo, no puede alegar derecho alguno sobre las actividades
extrarreligiosas, y como éstas necesitan dejarse penetrar por el influjo
sobrenatural para que con ellas, entre otros elementos, venga a constituirse la
sociedad perfecta o la esposa de Dios, cuya génesis es la razón de ser de la
Historia, la colaboración del Estado cristiano o cuerpo vivo de Dios se impone
como necesaria. Ahora que la posición del Estado respecto de la Iglesia es la
del instrumento frente a la causa principal, porque siendo su objetivo inferior
al de la sociedad eclesiástica, también lo será su esencia.
Es
preciso distinguir en la obra de Solovief dos aspectos netamente diferenciados:
sus vaticinios históricos sobre Rusia, y luego, su concepción teológica de la
Iglesia. Pero antes de proseguir, conviene dejar establecido que su ortodoxia
es irreprochable y que, por tal motivo, no se hará cuestión de ella en estas
someras aclaraciones. Críticos de excepcional competencia, tales, v. gr., como
ese insuperable experto en materia de Iglesias orientales que es monseñor
D'Herbigny, S. J., la han analizado con sagacidad y juzgado de auténtico valor.
Porque Solovief dio, no sólo al cerrar su introducción a la obra que aquí
analizamos, sino con su vida ejemplar, toda entera, ese amén decisivo que
tantos y tantos compatriotas suyos habrían podido dar si, a defecto de cierta
excepcional penetración de espíritu que, por desgracia, es privilegio de muy
pocos, hubiesen dispuesto de un clero ilustrado y, sobre todo, independiente y
apostólico, capaz de enseñarles sin compromisos ni titubeos la senda de la
verdad. No solo Solovief como hombre
sólo puede despertar la más profunda, afectuosa y ardiente admiración.
Su vida
inmaculada, su virtud heroica, su pasión por la unidad del cuerpo místico de
Cristo, subyugan. Es en el orden histórico, y sólo en él, donde es posible
dirigirle reproches, porque sus previsiones acerca del porvenir de su patria
han resultado enteramente fallidas.
Solovief
se nos presenta en este punto como un gran fracasado. Contra lo que sucedía
hace medio siglo, Rusia ha dado ya su palabra al mundo. Ni rastros quedan ahora
de la antítesis entre la gran fuerza latente de su espíritu nacional" y el
vacío de su existencia actual», que tanto preocupaba a nuestro pensador.
Dicha
fuerza dejó, no hace mucho, de estar latente para saltar de un golpe a pleno
estado de patencia; para salir a flor de tierra histórica moderna con la
violencia más arrolladora y demoníaca de que haya recuerdos, de seguro, en los
anales cristianos. No nos referimos aquí a la abolición de la propiedad
privada, ni a los veinte millones de muertos de hambre por las tremendas
experiencias económicas de los primeros años de la dominación soviética, ni
siquiera a los campos de, concentración y atroces matanzas colectivas con que
el partido comunista logró afianzarse en el poder; no. Todo eso, con ser tan
horrible, sólo puede adquirir carácter de esencial para las mentalidades
burguesas; para aquellas mismas que con su materialismo taimado, mezquino y
repugnante han encajado en pleno rostro el latigazo violento de una lógica
irreprochable que ellas, en su obcecada cobardía, no se habían atrevido nunca a
adoptar como norma de su práctica. Todo eso no son más que indicios,
proyecciones exteriores, consecuencias. Lo peor es el haber erigido como norma
suprema de todo un orden político la negación radical de la trascendencia
humana.
Cierto
es que, en principio, de modo nada más que implícito, la revolución
luterano-cartesiana apuntaba también allí; pero la experiencia nos enseña que
muchas veces quien profesa determinados principios retrocede sin vacilar ante
sus consecuencias si el aceptarlas significase para él rechazar los valores más
fundamentales y más caros a la persona humana. Tal habría sido, a no dudarlo,
el caso del propio Descartes.
Es que
nuestro espíritu encierra, por fortuna, ciertas virtudes extraintelectivas —
¡perdón!, extrarracionales—que sirven como regulador a nuestros raciocinios.
Lo
horrible de lo que podríamos llamar la palabra rusa es, precisamente, el haber
arrancado de todo un pueblo esas fuerzas de resistencia, o, por lo menos, el
haberlas reducido a una impotencia tal que, en el orden práctico, equivale a
una verdadera supresión. No sólo no ha emprendido Rusia el camino que para ella
vaticinaba esperanzado Solovief, sino que le ha vuelto además radicalmente la
espalda. No sólo no ha venido a colocarse bajo la égida de Pedro, sino que,
frente
a la
Internacional católica, se ha constituido en cabeza visible de la Internacional
anticatólica. La misión rusa va consistiendo hasta ahora en lanzar al rostro
atrozmente pálido de la Europa de Westfalia; de la Europa luterano-cartesiana;
de aquella Europa que, en su odio inextinguible hacia la universalidad, hacia
lo católico, abominó de España y de la Casa de Austria hasta el punto de no
encontrar sosiego sino tras de haberlas arruinado en su poder político, todas
aquellas conclusiones encerradas, como en matriz propia, en la revolución
moderna que esa misma Europa engendró.
La
misión de Rusia se va reduciendo a aislar y llevar luego mediante tenebrosa
alquimia hasta grados inauditos de condensación el virus luterano-cartesiano,
para inyectarlo en el organismo de Occidente, provocando así en él reacciones
mortales. Después de todo, no habrá hecho sino pagarle en igual moneda.
Desde
este punto de vista, la enorme importancia histórica de Lenin consiste en haber
cerrado el ciclo abierto por ese cardenal de Richelieu contra el cual se
levantó la indignación cristiana, además de española, de Quevedo y Saavedra
Fajardo, y que tan certeramente ha sido calificado por Belloc como destructor
de la unidad católica de Europa. La labor del comunismo ruso se reduce a
someter al imperio de la lógica la vida política moderna. No se puede combatir
contra él con paliativos, ni mucho menos aun adoptando sus propios métodos,
como se quiere decir por ahí que Tania espíritu pseudocrístiano. Por lo visto, considera la lucha entre las dos
ideologías más extremadas y trascendentales que han aparecido en el escenario
de la Historia como simple contienda de personas. No. El remedio contra la G.
P. U. no es la Gestapo, ni contra la Gestapo, la violación, en nombre de la
libertad, de los principios fundamentales de la justicia y del derecho. Así
como el comunismo, proyección social, la más violenta y extremada, del ateísmo
no reconoce, al fin de cuentas, más adversario real que el cristianismo, es
sólo recurriendo a la forma más integral —íbamos a decir también más violenta y
extremada— de cristianismo, a la católica, apostólica, romana, vivida en, su
plenitud, cómo podrá vencerse al comunismo. Mientras esta gran verdad no se
convierta en clima histórico de hogaño, habrá que seguir desconfiando, por no
decir desesperando, de la salvación de Europa. Este es el grande, el trágico
fracaso de Solovief. Espíritu de envergadura análogas a de Dostoievski, pensó,
al igual de él, que su patria se encontraba en vísperas de una catástrofe
interior, eso sí, que a consecuencias de contiendas internacionales. Hasta le
señaló de antemano, con categórica segundad, sus futuros —ahora pasados y
vencidos— adversarios. Las derrotas militares provocarían, según él, la
anarquía interna, a cuyo término, su optimismo incorregible le hacía ver, como
iris de paz, la integración de esa patria purificada por el dolor, en la
cristiandad de A pesar de todo, persistimos en la idea del fracaso, y de un
fracaso que, a no mediar algún milagro de la Providencia, no lleva trazas de rectificación.
Es que en el pensamiento de Solovief, la anarquía anunciada debía cumplir
respecto de su patria misión semejante a la desempeñada por el dolor en la vida
sobrenatural del cristiano, actuando a modo de aquellas noches místicas con que
el Espíritu Santo va purificando las almas destinadas por Él mismo a los más
excelsos grados de perfección: bajo la presión de tanto sufrimiento, la nación
moscovita reconocería prácticamente sus errores, resolviéndolos en la
aceptación fervorosa de la unidad. Es aquí donde comienza el fracaso de nuestro
pensador. La anarquía hizo presa, efectivamente, en Rusia, pero —y esto es lo
gravísimo—no la postró. Al contrario, dentro de ella ha encontrado el pueblo
ruso esas inagotables energías que le han permitido triunfar en la contienda
más colosal que han presenciado los hombres, a la vez que más decisiva para su
porvenir histórico nacional. Hoy día el Imperio ruso, borradas por sendos
triunfos las derrotas que en 1905 y 19Í7 le habían inflingido, respectivamente,
Japón y Alemania, se presenta ante los ojos de la burguesía aterrorizada más
fuerte y amenazante que nunca. Es él, principalmente, quien venció al III
Reich, conquistando de este modo para sí propio la hegemonía en el Viejo Mundo.
Y naturalmente que tales circunstancias, lejos de redimirlo de la catástrofe
moral en que se halla sumido, sólo pueden contribuir a confirmarlo más y más en
ella, porque no ha de ser la victoria conseguida en virtud de ciertos y
determinados principios lo que ha de decidir a abandonarlos a un pueblo que
sólo se deja convencer por el testimonio de la fuerza.
¿Cómo pudo un espíritu
tan lúcido engañarse hasta ese extremo? Para centrar la cuestión hay que tener
en cuenta que, en sus años de juventud, Solovief militó en el partido de los
eslavófilos, donde no pudieron menos de cobrar bríos, no obstante la amplitud
de criterio que le bebió, en el ambiente del hogar, las inveteradas
preocupaciones nacionalistas que todo ruso, sólo por serlo, lleva ya ahincadas
en su espíritu. Utópico sería exigirle a un nacionalista de cualquier país
comprensión del extranjero en cuanto tal y posición objetiva e imparcial (lo
cual no es lo mismo que «indiferente») respecto de la tierra de sus mayores.
(En el error de Solovief, como casi en todo error histórico, hay ante todo
falsa perspectiva frente a un hecho real.) Si comparamos, en efecto, la Rusia
de los zares con una Alemania presa en su mayor parte de la herejía; con una
Francia que, infiel a su condición de hija primogénita de la Iglesia, sólo se
preocupa — trascendental preocupación — de arruinar el poderío de la Casa de
Austria, proclamando, a fin de lograrlo, con las fuerzas antieuropeas, para
vivir, por último, de los postulados de su Revolución ; con una Italia, con una
Inglaterra, constituidas en enemigas irreconciliables del Pontificado y de la
unidad católica, todas las ventajas estaban de parte de Rusia, sin que pueda
alegarse la existencia en dichos países de núcleos
fuertes de auténticos católicos, porque aquí se habla de naciones en
cuanto Estados en forma, para ajustamos a la expresión de Max Scheler, y no
bajo el aspecto de conglomerados de células sociales
BASILICA DE FATIMA PORTUGAL
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