X.- EL APÓSTOL PEDRO Y EL PAPADO.
CONTINUACION
Ningún
razonamiento puede anular la evidencia leí hecho siguiente: fuera de Roma no
hay más que Iglesias nacionales (como la Iglesia armenia, la griega), Iglesias
de Estado (como la Iglesia rusa, la anglicana), o sectas fundadas por
particulares (como los luteranos, calvinistas, irvingianos, etc.). Sólo la
Iglesia católica románfi no es ni Iglesia nacional, ni Iglesia de Estado, ni
secta fundada por un hombre. Es la única Iglesia del mundo que conserva y
afirma el principio de la unidad social universal contra el egoísmo de los
individuos y el particularismo de las naciones; es la única que conserva y
afirma la libertad del poder espiritual contra el absolutismo del Estado; es, en
una palabra, la única contra la cual no han prevalecido las puertas del
infierno.
«Por sus
frutos los conoceréis.» En el dominio de la sociedad religiosa, el fruto del
catolicismo (para los que han permanecido siendo católicos) es la unidad y la
libertad de la Iglesia. El fruto del protestantismo oriental y occidental para
los que a él se han adherido es la división y la servidumbre; sobre todo la
división para los occidentales, la servidumbre para los orientales. Se puede
pensar y decir lo que se quiera de la Iglesia romana y del papado; nosotros mismos
estamos muy lejos de ver o de buscar en ellos la perfección lograda, el ideal
realizado. Sabemos que la piedra de la Iglesia no es la Iglesia, que el
fundamento no es el edificio, que el camino no es el término.
Todo
lo que decimos es que el papado es el único poder eclesiástico internacional e
independiente, la única base real y permanente para la acción universal de la
Iglesia. Este es un hecho incontestable y él basta para hacer reconocer en el
Papa al único depositario de los poderes y privilegios que San Pedro recibió de
Cristo. Y puesto que se trata de la monarquía eclesiástica universal que debía
transubstanciar la monarquía universal política sin suprimirla por completo, ¿no
es natural que la sede exterior de ambas monarquías correspondientes haya
seguido siendo la misma? Si, como hemos dicho, la dinastía de Julio César debía
ser reemplazada, en cierto sentido, por la dinastía de Simón Pedro —-el cesarismo
por el papado—, ¿no debía éste radicarse en el centro real del imperio
universal?
El
traslado a Roma del soberano poder eclesiástico fundado por Cristo en la
persona de San Pedro, es un hecho patente atestiguado por la tradición de la Iglesia
y justificado por la lógica de las cosas. En cuanto a saber cómo y en qué
formas fue transmitido al obispo de Roma el poder de Pedro, es un problema de
historia que, por falta de documentos, no puede ser resuelto científicamente.
Creemos con la tradición ortodoxa, consignada en nuestros libros litúrgicos, que
habiendo pasado San Pedro a Roma fijó en ella definitivamente su sede y que
antes de morir él mismo nombró su sucesor. Luego se ve a los Papas elegidos por
el pueblo cristiano de la ciudad de Roma, hasta que hubo quedado establecido el
modo actual de elección por el colegio cardenalicio. Tenemos, por otra parte,
desde el siglo n (los escritos de San Irineo), testimonios auténticos que
prueban que la Iglesia de Roma era ya considerada por todo el mundo cristiano
como centro de la unidad, y que el obispo de Roma gozaba permanentemente de
autoridad superior, aun cuando las formas en que esta autoridad se manifestara
debiesen variar necesariamente según los tiempos, para hacerse más determinadas
e imponentes a medida que la estructura social de la Iglesia se complicaba,
diferenciaba y desarrollada de más en más.
(De
hecho —habla un historiador crítico y racionalista—, en 196, los jefes elegidos
de las Iglesias intentaban constituir la unidad eclesiástica. Uno de ellos, el
jefe de la Iglesia de Roma, parecía atribuirse el papel de potestad ejecutiva
en el seno de la comunidad y arrogarse el oficio de soberano pontífice) (1).
Pero
no se trataba solamente del poder ejecutivo; el mismo escritor hace, algo más
adelante, la siguiente confesión: «Tertuliano y
Cipriano parecían saludar en la Iglesia de Roma a la Iglesia principal y, en
cierta medida, guardiana y reguladora de la fe y de las puras tradiciones»
(2). El poder monárquico de la Iglesia Universal era sólo un germen apenas
perceptible, pero lleno de vida, en el cristianismo primitivo. En el siglo n el
germen se ha desarrollado visiblemente, como atestiguan los actos del Papa
Víctor, así como en él ni los de los Papas Esteban y San Dionisio, y en el IV
los del Papa Julio I. En el siguiente siglo vemos ya a la autoridad suprema y
al poder monárquico de la Iglesia romana elevarse como vigoroso arbusto con el
Papa San León I. Y, finalmente, hacia el siglo IX, el papado es ya el árbol
majestuoso y potente que cubre el universo cristiano con la sombra de sus
ramas.
Este
es el gran hecho, el hecho principal, la manifestación y el cumplimiento
históricos de la palabra divina: “Tú eres Pedro, etc.” Este hecho general particulares
relativos a la transmisión del poder soberano, a la elección papal, etc.,
dependen del aspecto puramente humano de la Iglesia, y desde el punto de vista
religioso su interés es por completo secundario.
También
para esto puede procurarnos una comparación el Imperio romano, que en cierto
sentido prefiguraba a la iglesia romana.
Como
Roma era el centro indiscutible del Imperio, el hombre proclamado Emperador en
Roma era inmediatamente reconocido por el universo entero, que no preguntaba si
quienes lo habían llevado al poder supremo eran el Senado, los pretorianos o
los votos de la plebe. En casos excepcionales, cuando el Emperador era elegido
fuera de Roma por las legiones, su primer cuidado era trasladarse a la ciudad
imperial, sin cuya adhesión todo el mundo consideraba provisional su elección.
La Roma de los Papas vino a ser para la cristiandad universal lo que la Roma de
los Césares para el universo pagano. El obispo de Roma era, por su misma
calidad, soberano pastor y doctor de la Iglesia entera, y nadie tenía que
preocuparse por el modo de su elección, que dependía de las circunstancias y
del medro histórico. En general, no había más motivos para dudar de la
legitimidad de la elección en el caso del obispo de Roma que en el de cualquier
otro obispo. Y una vez reconocida la elección episcopal, el jefe de la Iglesia
central, ocupando la cátedra de San Pedro, poseía en ipso todos los derechos y
poderes otorgados por Cristo a la piedra de la Iglesia.
Hubo
casos excepcionales en que la elección podía ser dudosa; la historia ha
conocido antipapas. Los falsos Demetrios y Pedros III en nada disminuyen la autoridad
de la monarquía rusa. Tampoco los antipapas pueden procurar objeción alguna
contra el papado. Todo lo que puede parecer anormal en
la historia de la Iglesia pertenece a las especies humanas y no a la substancia
divina de la sociedad religiosa.
Si ha podido
ocurrir que se empleara vino falsificado y aun envenenado para el sacramento de
la eucaristía, ¿en qué ha afectado tal sacrilegio al mismo sacramento? Al
profesar que el obispo de Roma es el verdadero sucesor de San Pedro y, como
tal, la piedra inquebrantable de la Iglesia y el portero del Reino de los Cielos,
hacemos abstracción de si el príncipe de los apóstoles estuvo corporalmente en
Roma. Es éste un hecho atestiguado por la tradición de la Iglesia, así la
oriental como la occidental, y que, personalmente, no nos ofrece duda alguna.
Pero si existen cristianos de buena fe más sensibles que nosotros a las
aparentes razones de los sabios protestantes, no discutiremos el punto con
ello. Aun admitiendo que San Pedro nunca hubiera ido corporalmente a Roma,
desde el punto de vista religioso puede afirmarse la transmisión espiritual y
mística de su poder soberano al obispo de la ciudad eterna. La historia del
cristianismo primitivo nos ofrece un brillante ejemplo de otra comunicación análoga.
San Pablo no se vincula a Jesucristo en el orden natural, no fue testigo de la
vida terrestre del Señor ni recibió su misión en forma visible o manifiesta, y,
sin embargo, todos los cristianos lo reconocen como uno de los más grandes
apóstoles. Su apostolado era un ministerio público en la Iglesia, y, sin embargo,
el origen de este apostolado (la comunicación de Pablo con Jesucristo) es un
hecho místico y milagroso. Así como un fenómeno de orden sobrenatural formó el
lazo primordial entre Jesucristo y San Pablo e hizo de éste e! vaso de elección
y el apóstol de los gentiles, sin que su milagrosa misión impidiera a la
actividad ulterior del apóstol participar de las condiciones naturales de la
vida humana y de los acontecimientos históricos, de igual modo el primer vínculo
entre San Pedro y la cátedra de Roma —vínculo del que nació el papado— pudo muy
bien depender de un acto místico y trascendental, lo que no quita en modo
alguno al papado, una vez constituido, el carácter de institución social
regular que se desenvuelve en las condiciones ordinarias de la vida terrestre.
El
potente espíritu de San Pedro, dirigido por la voluntad omnipotente de su
Maestro, para perpetuar el centro de la unidad eclesiástica bien podía
radicarse en el centro de la unidad política preformado por la Providencia y
hacer al obispo de Roma heredero de su primado. En esta hipótesis (que, no lo
olvidemos, sólo sería necesaria si quedara positivamente demostrado que San
Pedro no estuvo en Roma), el Papa debería ser considerado como sucesor de San
Pedro en el mismo sentido espiritual, pero plenamente real en que (mutatis
mutandis) debe reconocerse a San Pablo como verdadero apóstol elegido y enviado
por Jesucristo, a quien, sin embargo, sólo conoció en una visión milagrosa.
El
apostolado de San Pablo está atestiguado en los Hechos de los Apóstoles y
consta de las mismas Epístolas de San Pablo. El primado romano, como sucesión
de San Pedro, está atestiguado por la tradición constante de la Iglesia
Universal. Para un cristiano ortodoxo esta última prueba no es substancialmente
inferior a la primera.
Podemos,
sin duda, ignorar cómo fue transportada de Palestina a Italia la piedra
fundamental de la Iglesia; pero que haya sido en verdad trasladada y fijada en
Roma, es un hecho inamovible que no puede ser desechado sin negar la tradición
sagrada y la misma historia del Cristianismo.
Este
punto de vista que subordina el hecho al principio y que atiende más a una
verdad general que a la exterior certeza de los fenómenos materiales, no nos es
personal en modo alguno; es la opinión de la misma Iglesia ortodoxa. Citemos un
ejemplo para aclarar nuestro pensamiento. Es históricamente cierto que el
primer concilio ecuménico de Nicea fue convocado por el Emperador Constantino y
no por el Papa San Silvestre. La Iglesia grecorrusa, empero, en el oficio del 2
de enero con que celebra la memoria de San Silvestre, le discierne especiales
alabanzas por haber convocado los 318 Padres de Nicea y por haber promulgado el
dogma de la fe verdadera contra el impío Arrio. No se trata de un error
histórico, porque la historia del primer concilio era muy conocida en la
Iglesia oriental, sino la manifestación de una verdad general que, para la
conciencia religiosa de la Iglesia, era mucho más importante que la exactitud
material.
Toda
vez que el primado de los Papas era reconocido en principio, se consideraba
natural referir a cada Papa todo hecho eclesiástico que tuviera lugar bajo su
pontificado. Y así, tomando en cuenta la regla general y constitutiva de la
vida eclesiástica y no los detalles históricos del caso particular, se atribuyó
al Papa San Silvestre los honores y funciones que le pertenecían según el
espíritu y no según la letra de la historia cristiana. Y se obró con razón al
hacerlo, si es cierto que la letra mata y el espíritu vivifica.
(1) B. Aubé. Les chrétiens dans l'Empire Romain, de la fin
des Anlonins au mi.lip.it du Ule. siecle, p.
69.
(2) Ibid., p. 146.
FIN DEL ARTICULO
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