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domingo, 19 de marzo de 2017

LA PASIÓN DEL SEÑOR





A la primera pregunta, sobre los discípulos, el Señor no respondió. Porque, como habían huido todos, escandalizados y avergonzados de Él, y el único que estaba presente, Pedro, se encontraba allí lleno de miedo, ¿qué podía decir que fuera en defensa suya? Por otra parte, dado el motivo por el que se le preguntaba, bastaba con responder sobre su doctrina, porque, siendo como era, buena y de Dios, no podía reunir discípulos para una finalidad mala. Así, calló a la primera pregunta, pero respondió a la segunda: «He hablado abiertamente ante todo el mundo» (In 18, 20), se podría sospechar que una doctrina es perniciosa si se habla a escondidas, pero «Yo siempre he enseñado en las sinagogas y en el Templo donde se reúnen todos los judíos, y no he hablado nada a escondidas». Aunque he hablado a solas con mis discípulos, para aclararles lo que hablaba en público en parábolas, no les he enseñado nada distinto de lo que decía a las gentes, y no les enseñaba para que guardaran secreto sino para que lo transmitieran y lo enseñaran también a todo el mundo. Estas son las palabras verdaderas, las que pueden decirse a la luz, delante de Dios y de los hombres. Siendo esto así, « ¿por qué me preguntas? » sobre mi doctrina pudiendo preguntar a tantos, y a quienes creerás más que a Mí? «Infórmate de los que me han oído, que ellos saben bien qué cosas he enseñado Yo».
Uno de los servidores que estaban allí tomó a mal esta respuesta, dicha con tanta serenidad y siendo cierta, le pareció que había faltado al respeto al sumo pontífice y que le había dejado en ridículo. Quiso quedar bien ante el pontífice, y se encaró a Jesucristo diciéndole: «¿Así respondes al pontífice?», y le dio una bofetada.
A pesar de esta ofensa, hecha en público y por un guardia o servidor del pontífice, el Señor no perdió la serenidad y habló con la misma mesura que había hablado antes. Pensó Jesús que callar del todo ante una injuria tan reciente no era verdadera humildad, y que la ley judía castigaba estas ofensas: si la bofetada era con la palma de la mano debían pagarse 200 denarios, si del revés, 400; pero ante Jesucristo ya no tenían en cuenta ninguna ley. (N del T.)  Sí lo era defenderse con entereza y serenidad! pues era justo. Además, aquel que le dio la bofetada no solamente le ofendió en público sino que además criticó su respuesta, como si no fuera verdad, como si no fuera cierto que su doctrina era divina, y eso no lo podía callar el Señor. Serenamente, Jesús le hizo ver que más grosero había sido él tratando mal al reo ante el juez, e injusto, porque no había motivo para pegarle; e igualmente lo había sido el pontífice al permitir ese trato contra la ley, solamente porque se alegraba de que ofendieran a Jesús. Si aquel asunto se llevara con justicia y desapasionadamente, al servidor le competía dar testimonio de lo que estuviera mal, y al juez, oír y sentenciar, y nada más. Pero aquel no era un caso justo, sino nacido del odio y de la envidia.
Jesús respondió al servidor: Si en mi respuesta o en mi doctrina hay algo malo, dime qué es, «si he hablado mal, dime en qué, pero si he respondido bien, ¿por qué me pegas?». Di que es por otra cosa, pero no mientas al decir que me pegas porque he respondido mal.
Ninguna respuesta pudo ser más acertada que ésta, ni más justa y oportuna. Pegar a Cristo...: merecería que la tierra se abriera y se tragara a ese infame.
Pero el Señor fue paciente, venció con la bondad en vez de usar del castigo.
Quizá alguien pregunte: ¿cómo es que no ofreció la otra mejilla al que le había pegado? Así lo enseñó Él... Jesús estaba dispuesto no sólo a poner la otra mejilla sino a ofrecer su cuerpo entero para que lo clavasen en la cruz. Además, la humildad debe ser sincera, no hay que cumplir lo que el Señor ordena por vanidad o por aparentar; es mejor responder con la verdad que ofrecer la otra mejilla solamente por orgullo; la humildad está dentro, no en una postura externa.
Si esta causa se hubiera llevado con justicia, la respuesta del Señor hubiera sido aceptada como buena.
Pero el juicio estaba viciado desde el comienzo, los jueces no eran imparciales, todos estaban dispuestos de antemano a darle muerte, y aquel proceso no era más que una fórmula para disimular su mala voluntad y su envidia; tenían miedo de los romanos, pensaban que si Cristo seguía actuando destruirían su nación y su Templo, por eso buscaban testigos que testimoniaran contra El, aunque el testimonio fuera falso, les bastaba con que fuera suficiente para condenarle a muerte (Mt 26, 59). La vida del Señor no daba pie a encontrar lo que ellos buscaban, era necesario mentir. Muchos estaban dispuestos a presentarse como testigos falsos, unos por miedo a los sacerdotes, otros para congraciarse con ellos. Pero unos decían una cosa y otros otra, y se contradecían ellos mismos. Todo eran falsedades y mentiras basadas en murmuraciones. Decían que tenía pacto con el demonio, decían que quebrantaba las fiestas, decían que era comilón y bebedor, decían que era amigo de los publicanos y pecadores, decían que alborotaba al pueblo, decían que movía a la gente a que no pagara los impuestos, decían que blasfemaba ... , sólo una verdad decían, decían que se hacía Hijo de Dios.
Usaron de estos falsos testimonio para condenar le, pero no debían de estar bien expuestos porque se contradecían, ni eran suficientemente convincentes para poderle condenar a muerte.

Después, se presentaron otros dos testigos falsos y dijeron: «Nosotros le hemos oído decir: Yo puedo destruir el Santuario de Dios, y en tres días levantarlo» (Mt 26, 6,0). Este testimonio era evidentemente falso porque El no había dicho que podía destruir el Templo de Dios y menos que lo fuera a destruir, sino que, cuando lo destruyeran ellos, El construiría otro «no hecho por las manos del hombre». Además, El no hablaba del Santuario material, del Templo de piedra, sino del templo de su cuerpo (In 2,21), queriendo decir, y diciendo, que cuando le mataran, El resucitaría al cabo de tres días.
Pero ellos torcieron el sentido de sus palabras: «Nosotras le hemos oído decir: Yo destruiré este Santuario hecho por hombres y en tres días levantaré otro no hecho por hombres» (Mc 14, 58). Pero además de ser falso el testimonio, no era suficiente para condenarle a morir.

Los sacerdotes condenan al Salvador y le llaman
blasfemo



Mientras iban sucediéndose las calumnias y los falsos testigos, el Salvador callaba, como si no hablaran de Él. En su primera respuesta vio lo mal dispuestos que estaban los jueces para escuchar la verdad, y se dio cuenta que aquella reunión no tenía de juicio más que la apariencia, y no era sino una cueva de ladrones.
Vio que no había de servir para nada el hablar, y por eso calló.

Pero el sumo sacerdote, viendo que no se conseguía su intento, que los testigos no daban suficiente materia para una condena a muerte, se dirigió directamente a Él, impaciente y furioso (Mt 26,62): ¿Por qué te callas? ¡Habla! ¿Por qué no respondes siquiera una palabra a las acusaciones que se te han hecho? ¿Qué clase de soberbia es la tuya?

«Pero Jesús callaba y no respondió». Se mantuvo en silencio, no convenía que el Hijo de Dios hablara por miedo a un hombre. El silencio es una gran prueba de paciencia; es una gran cosa callar cuando se le injuria a uno y se le desprecia y ofende; y más mérito tiene cuanto más mentirosa y falsa es la calumnia, y cuanto más le puede perjudicar a uno. Es peligroso hablar en estas ocasiones, incluso decir cosas buenas, porque detrás de esas palabras acertadas pueden venir otras inoportunas por la indignación del momento; lo más seguro es callar, así lo dice el profeta en uno de sus salmos: «Me guardaré sin pecar con mi lengua, pondré un freno a mi boca mientras esté delante de mí el malvado. Enmudecí, me quedé en silencio y en calma, mi dolor aumentaba al ver cómo se alegraban de mi mal» (38, 2-3).

Nos mostró el Señor aquella gran mansedumbre suya, que ya el profeta había alabado mucho tiempo antes: «Seré llevado como una oveja al matadero, y como un cordero ante el que le trasquila callaré y no abriré mi boca» (Is 53, 7). Y el rey David habla del Salvador como si hubiera estado presente en esta noche del proceso: «Mis amigos, y los que andaban conmigo huyeron de mí; los que tenía más cerca se me fueron lejos; los que intentaban quitarme la vida se esforzaban en conseguirlo con calumnias y falsos testimonios.”
Los que pretendían hacerme daño no hablaban sino mentiras, y no hacían sino inventar falsedades contra mí. Pero yo, como si fuera sordo, no escuchaba, y como si fuera mudo, callaba. Estuve en medio de mis acusadores como si no les oyera, como si no tuviera con qué defenderme y convencerles de su error» (Sa137, 12-15) y esto es exactamente lo que hizo el Salvador.

Cansado, el sumo sacerdote decidió preguntarle directamente lo que deseaba oír, lo que necesitaba oír para condenarle a muerte: una blasfemia. Le habían oído decir que era Hijo de Dios, y ellos consideraban esto una blasfemia, como si fuera mentira. Por eso le preguntó esto, para que al llamarse a sí mismo Hijo de Dios le pudiera acusar de blasfemo. Y para que no se defendiera callando, le hizo la pregunta en nombre de Dios: «Yo te conjuro por el Dios vivo y verdadero a que nos digas aqui a todos si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (Mt 26, 63). Y esta fue, como se vio después, la única acusación en que se apoyaron para entregárselo a Pilato: «Según la ley debe morir porque se ha hecho Hijo de Dios» (Jn 19, 7).

El Señor no podía dejar de decir la verdad, no podía dejar de honrar a su Padre en cuyo nombre había sido conminado a hablar, y por eso habló, aunque sabía bien que sus mismas palabras le llevaban a la muerte: «Sí, tú lo has dicho: Yo soy» (Mt 26,64 Y Me 14, 2). Y para que no se escandalizaran al oír esta verdad, anadió: «y veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Poder de Dios, y vendré entre las nubes del cielo», ahora me veis así, humillado y preso, pero pronto me veréis como Juez eterno en mi reino de los cielos.

El sumo sacerdote, al oírle, con el mismo furor con que se había puesto en pie, se rasgó su vestidura con las manos esto es lo que solían hacer los judíos al oír una blasfemia. Exageró así el gesto Caifás para agravar más la causa de Jesús el Nazareno, y condenarle por la blasfemia que había dicho. El sumo sacerdote desnudó su pecho, y Jesús pudo ver como lo tema lleno de envidia y maldad. Este viejo sacerdote, y mentiroso, no pudo oír la verdad más grande de todas las verdades que acababa de decir el nuevo y Joven sacerdote Jesucristo, dijo que la verdad era blasfemia. Cuando Pedro confesó que Jesús era el Hijo de Dios, se fundó la Iglesia; cuando Caifás lo negó y le llamó blasfemo la sinagoga se hundió para siempre.

«Levanta los ojos y mira: todos se han reunido y han venido junto a ti. ¡Por mi vida!, dice y Yahvé, todos ellos te vestirás como un velo de boda, te reunirás con ellos como una novia» (/s 49, 18). La Iglesia es la vestidura del Señor, aunque perseguida, está fundada sobre la fe en Jesucristo Hijo de Dios, sin que «todo el poder del infierno pueda vencerla». (Mt 16, 18): ésta es la imagen: ni los soldados se atrevieron a rasgar la vestidura del Señor, en cambio el sumo sacerdote rompió la suya con sus propias manos. La sinagoga se vino abajo con su sacerdocio y sus ceremonias ante la verdad del Nuevo y Eterno Testamento.

El sumo sacerdote, al rasgar sus vestiduras, demostró que se escandalizaba de la respuesta del Salvador. De juez que era, se hizo a la vez testigo y acusador, contra toda ley y justicia, y se dirigió a los demás sacerdotes y letrados: «¿Para qué buscar ya testigos, que necesidad tenemos de ellos», no basta ya con los que ha dicho? Habéis oído la blasfemia: ¿Qué os parece? ¿Qué opináis que se debe hacer ante un caso tan claro?

Entonces, «todos», si exceptuar a nadie, «le condenaron a muerte» (Me 14, 64). Así se cumplió lo que el Señor había dicho: «El Hijo del Hombre será entregado a los sacerdotes principales y a los escribas y le condenarán y dictarán contra Él sentencia de muerte» (Mt 20, 18).

Los servidores y criados de los sacerdotes, que estaban allí presentes, al oír la sentencia, descargaron contra El toda su ira, le golpearon y le escupieron en la cara (Mt 26, 67); y, por lo que parece leerse en el Evangelio, también los sacerdotes del Sanedrín le pegaron y le insultaron.

Aquellos ignorantes sacerdotes estaban persuadidos de que Cristo merecía este castigo, porque lo soportaba. Y entonces quisieron vengarse también de que les hubiera criticado en público manifestando sus vicios y errores. Se levantaron enfurecidos de las sillas que indignamente habían ocupado como jueces, y, perdiendo toda gravedad y respeto, empezaron a pegarle.
Después, se despidieron, y quedaron de acuerdo en reunirse de nuevo a la mañana siguiente para concluir la causa en juicio legítimo, y ordenar la ejecución de la sentencia.

El sumo sacerdote se fue a dormir a su habitación y dejó a Jesús en manos de sus guardias y criados, éstos le sacaron a la sala y debieron llevarle a otra habitación más pequeña, donde, como en una cárcel, le tuvieron toda la noche preso los soldados de guardia.
«Los hombres que le tenían preso» (Le 22, 63), decidieron entretenerse aquella noche, y vencer el sueño burlándose del Salvador. «Se burlaban de Él»; y lo harían con groserías y motes y risotadas, como era propio de
gente ignorante y maleducada.«Le escupían». «Empezaron a escupirle en la cara» (Mt 26, 67 y Me 14, 65).
Aquellos hombres viles con su asquerosa saliva ensuciaban aquella divina cara que, como escribió San Pedro, «deseaban mirar los ángeles» (1 Pdr 1, 12).

«Le maltrataban», le herían, le daban golpes, puntapiés y puñetazos.
Después, «le taparon la cara con un paño» (Le 22, 64), y habiendo cubierto aquellos ojos «a los que ninguna cosa hay encubierta» (Heb 4, 13), le daban bofetadas. Como habían oído que tenía entre el pueblo fama de profeta, se burlaban también de esto, y le decían al pegarle: «Profetízanos, Cristo, ¿quién es el que te ha pegado?» (Mt 26,28). «y le insultaban diciéndole otras muchas cosas» (Le 22, 65).

Cubrieron su cara, la ocultaron a su vista, condenándose a sí mismos a no verle nunca más con los ojos de la fe. No os extrañéis el atrevimiento y maldad de aquellos hombres que le pegaban habiéndole tapado la cara, nosotros también hacemos cosas parecidas: hacemos el mal y pensamos luego tapar los ojos a Dios con nuestra hipocresía para que no vea nuestro pecado.

El profeta Isaías vio estas burlas y golpes muchos años antes, vio que le herían y escupían, que le insultaban, que le tiraban del pelo y de la barba riéndose de Él, y Él lo soportaba todo, voluntariamente: «Ofrecí mi cuerpo a los que me herían, mis mejillas a los que tiraban de mi barba, y no aparté mi cara de los que me escupían y me insultaban» (Is 50,6). Admira ver la mansedumbre y paciencia del Salvador ante estos insultos
y malos tratos, pero también es de admirar la fortaleza con que soportaba todo aquello.


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