Jesús dice a Juan quién es el traidor
Después de todas estas cosas, al ver el Señor que su
muerte se acercaba, y que Judas persistía en su obstinación, se entristeció aún
más y, lleno de congoja, repitió: «De verdad os digo que es uno de vosotros el
que me ha de venden) (Jn 13,21). Judas, sin embargo, endurecido, permaneció en
su mal propósito: no le bastó que Jesucristo le hiciera ver que conocía su
traición, ni tampoco que se lo repitiera tantas veces y de tantas maneras; no
se inmutó ante su Maestro arrodillado a sus pies; siguió sentado a la mesa con
todos, y miraba y hablaba a Aquel que sabía su traición, y comía en su mismo
plato; y hasta recibió el Sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor. Por eso
Jesús, tan cerca de aquel hombre ingrato y obstinado, repitió, ahogado por la
tristeza: «De verdad os digo que es uno de vosotros el que me ha de venden”.
Como no decía el nombre, todos se asustaban, y seguían mirándose unos a otros a
ver por quién lo decía. Su conciencia no les acusaba, es cierto, pero creían
más al Señor que a su propia conciencia, y reconocían que, como eran hombres,
podían fácilmente cambiar y caer.
Pedro, con su acostumbrada impetuosidad, estaba
ansioso por descubrir al enemigo, para despedazarle con sus propias manos si
pudiera. No se atrevía a preguntarlo directamente al Señor y, por otro lado, no
podía soportar más tiempo aquella duda. Sabía el cariño especial que el
Salvador demostraba a Juan en presencia de todos, y como a Juan le resultaba
fácil preguntarlo sin llamar la atención (v. 24), le hizo señas desde su sitio
para que averiguase a quién se refería. Juan estaba echado sobre el pecho de
Jesús, y le pidió que le dijese quién era. El Señor le respondió en voz baja,
solamente lo oyó Juan: «Aquel a quien Yo dé el pan mojado». Tomó un trozo de
pan, lo mojó en alguna salsa que quedaba en la mesa, y se lo dio a Judas. Aquel
gesto fue para Juan la respuesta a su pregunta; para Judas, otra prueba de
cariño para ablandarle el corazón, y para obligarle a cambiar su mal propósito.
Pero, aquel desgraciado, por su culpa, empeoraba
siempre con los remedios que el Señor le daba para salvarle. Judas se comió
aquel trozo de pan y, después de ese bocado (v. 27), «Satanás entró» en su
alma. El demonio le había inducido a que concertase la venta de su Maestro,
pero ahora, adueñándose de él con más fuerza, le instó a que ejecutara
inmediatamente su plan. El Salvador, al verle cegado y fuera de sí, le dijo
con calma: «Haz pronto lo que tengas que hacen).
Nadie, excepto Juan, entendió el verdadero sentido de estas palabras;
imaginaron, pues Judas se encargaba de la bolsa y de los gastos comunes, que el
Señor le enviaba a comprar alguna cosa o a que diese alguna limosna, como
solía. Pero el Salvador hablaba de su alma, por eso le dijo: «Haz pronto lo que
tengas que hacen). No le aconsejaba que ejecutase una maldad tan grande, al
contrario, se lo echaba en cara, haciéndole ver que leía su pensamiento. No
trataba tampoco de impedirle lo que iba a hacer, porque era infinitamente mayor
su deseo de padecer la muerte por amor que el odio que sentía Judas y su deseo
de venderle. «En cuanto Judas se comió el bocado» y oyó lo que el Señor le
decía, movido por Satanás, salió inmediatamente del comedor y de aquella casa
donde estaba Jesús, para no volver jamás junto a El. Cuando Judas salió (v.
30), «ya era de noche».
Jesús se despide de su Madre
La Virgen María no ignoraba la causa por la que
el-Hijo de Dios se había hecho hombre en sus entrañas. Sabía que era para
redimir a los hombres y que, por ello, sufriría un cruel tormento, y derramaría
su sangre, y moriría en la cruz. Lo sabía por lo que había leído y meditado en
la Sagrada Escritura, aun antes de que su Hijo se encarnara; lo sabía también
por la profecía del viejo Simeón, cuando ella y José presentaron
a Jesús en el Templo. Y además lo supo gracias a las
frecuentes conversaciones que tendría con su Hijo sobre este tema. Porque si el
Señor anunció tantas veces su muerte a los discípulos, mucho más avisaría a su
Madre. En aquellas largas conversaciones, a solas con ella, le explicaría la
Escritura, y así le mostraría mejor la conveniencia de que Cristo padeciese
antes de entrar en su gloria. Si el Salvador advirtió varias veces a sus
discípulos y mejor lo haría a su Madre, para consolarse y descansar en ella?
Los discípulos no entendían este misterio (Le 17, 14), y el Señor no encontraba
consuelo al hablar con ellos. La primera vez que se lo dijo, quisieron
convencerle de que no debía padecer, eso es lo que intentó Pedro (Mt 16, 22).
Cuando volvió a anunciarles su muerte, ya próxima,
como vieron que no había esperanza de impedírselo porque el Salvador estaba
dispuesto a padecer, se pusieron tristes y se asustaron (Me 10, 32). Después,
mientras rezaba en el Huerto de los Olivos, y ellos estaban ya prevenidos y
repetidamente avisados, al verle en aquella agonía y que intentaba consolarse
con ellos «se caían de sueño por la tristeza». El Señor no podía encontrar
descanso en ellos: unas veces tenía que reprender su celo imprudente; otras,
animar su flojera con un consuelo; otras veces tenía que exhortarles con su
doctrina y fortalecerles contra la tentación. Si, a pesar de esto, el Señor
insistía en confiar su pena y buscar alivio en donde encontraba tan poco, ¿cómo
no iba hacerla también con su Madre? Le haría saber sus preocupaciones y
tristezas, y así descansaría en ella. Le contaría las calumnias y envidias, el
odio y la persecución que sufría; le prevendría del fin en que había de
terminar todo: entre aquella borrasca y tempestad iba al final a morir ahogado
entre las olas (Sal 68, 3). Muchas veces trataría con su Madre de estas cosas,
desahogándose. Ella entendía profundamente este misterio, lo aceptaba con plena
conformidad, lo sentía con toda su ternura, y ofrecía su dolor llena de fe,
porque su corazón es semejante y muy unido y casi uno con el de su Hijo.
Siempre que la Virgen María pensaba en la pasión de
Jesús, sentía ya con la experiencia lo que había profetizado Simeón (Le 2, 35):
«tu alma será atravesada como con un puñal». Cada vez que veía a su Hijo le
venían a la mente los tormentos que sufriría en cada uno de sus miembros:
imaginaba su cabeza clavada de espinas, su cara abofeteada, la espalda
sangrante de azotes, los pies y las manos clavados, su pecho herido por la
lanzada ... Al abrazarle, abrazaba, juntos en su corazón, su cuerpo y aquellas
torturas, y decía (Cant. 1, 12): «Manojito de mirra es mi Amado para mí, yo le
daré cobijo entre mis pechos».
Se despertaba en la Virgen un grande y cada vez más
ardiente amor. Con la luz del Espíritu Santo conocía bien la Majestad de Dios y
la maldad de los hombres, la amargura del dolor que por ellos padecería.
«Consideraba estas cosas en su corazón» y advertía
la grandeza del amor de Dios y el inmenso beneficio que hacía a todos los
hombres. A este conocimiento correspondía ella en su humildad con un profundo
agradecimiento a Dios, con un encendido amor por los hombres, a quienes «Dios
tanto había amado, que les entregaba a su Hijo». Ella también, estimulada por
la generosidad divina, deseaba emplearse toda entera en la salvación de los
pecadores.
Nunca se ha de cansar nuestra Madre de interceder
por nosotros, y ahí estriba nuestra esperanza pues, por nuestro bien, quiso que
se realizara aquello para lo que vino al mundo su Hijo: derramar su sangre,
pre-
cio de nuestra redención.
Estaba la Virgen María advertida, había meditado
continuamente en la pasión de su Hijo, por eso vino a Jerusalén, porque sabía
que aquella era la noche en que iba a ser entregado a la muerte. Entró, con las
otras mujeres que de ordinario acompañaban a Jesús, en la misma casa donde su
Hijo iba a celebrar la Pascua. Aunque en otra habitación, iba enterándose de lo
que el Salvador hacía, decía y mandaba. Preparó la cena, como tantas otras
veces lo había hecho; ¿qué trabajo se le iba a hacer duro si su mismo Hijo
lavaba los pies a sus apóstoles? Supo cómo su Hijo les daba a comer su Cuerpo y
a beber su Sangre, y que les transmitía el poder de repetir este Sacramento
para que durase hasta el fin del mundo. Más que ninguna otra persona advirtió
la hondura de este misterio, y supo valorar la inmensidad de este beneficio, y
agradecer este consuelo que le quedaba en la ausencia de su Hijo, y esta
compañía en su soledad ... , más que nadie, porque nadie como ella estaba
herida de amor, e iluminada con la luz del Espíritu. Oiría la larga despedida
con que su Hijo se separaba de los apóstoles, y esperaría el final de aquella
enamorada despedida.
El Señor se puso en pie con firme resolución; los
apóstoles le imitaron; juntos, dieron gracias a Dios, y cantaron lo que tenían
por costumbre después de la cena. A eso parece referirse el Evangelio: «Cantado
el himno» (Mt 26, 30), salieron. Este himno constaba de siete salmos enteros, y
empieza con el salmo 112; «Alabad, hijos, al Señor... », y termina con el salmo
118: «Bienaventurados los que caminan limpios ...». En esta noche de tanta
preocupación y dolor, el Salvador dio las gracias a su Eterno Padre, y lo hizo
despacio, cantando. Nos da ejemplo de verdadero agradecimiento, y también de
fiel obediencia a lo que la Ley mandaba: «Cuando comas con abundancia y
satisfacción, cuídate de bendecir y dar las gracias al Señor tu Dios por la
tierra tan fértil y excelente que te ha dado» (Deut. 8, 10).
Al ver la Virgen a su Hijo en pie, se retiró para
esperar a solas el último abrazo, la última despedida que tanto esfuerzo le
había de costar. Le vio aparecer con la tranquilidad y el sosiego de siempre,
la cara encendida por la larga conversación después de la cena, pero más por la
conmoción que sentía dentro. Delante de ella, con el amor que este Hijo sentía
por esta Madre, le diría: «Madre, no vengo a decirte nada que no sepas ya;
vengo a despedirme para... lo que ya sabes. Me he consolado muchas veces
hablando de eso contigo. Da gracias a Dios, Madre, porque te ha cabido en
suerte tener un Hijo que va a morir por la Justicia, por la Justicia de Dios,
por salvar a los hombres y hacerlos hijos suyos. Anímate, Madre, que el fruto
es grande; todo pasará pronto; en seguida volveré a verte, y ya inmortal y lleno de gloria. Al hacer esto cumplo el
mandato de mi Padre y hago su Voluntad. Me iré más consolado si tú te quedas un
poco más consolada también. Tengo prisa, Madre; dame tu bendición... , y
abrázame». Las lágrimas corrían por las mejillas de la Virgen.
El corazón se le partía de dolor por el constante
esfuerzo por obedecer y amar lo que Dios disponía. Y era grande su amor, pues
pudo ofrecer al Hijo, a quien tanto quería, por la gloria de Dios, por la
salvación de los hombres.
La Virgen quizá respondiera: «Hijo mío, que sea tu
Padre quien te dé la bendición desde el cielo. Yo soy la esclava del Señor, que
se cumpla en mí su Voluntad».
El Salvador lloró; se enterneció y lloró de ver
llorar a su Madre. Mudos los dos, hablándose ya sólo con el sentimiento, se
echaron en brazos el uno del otro y, en, silencio, se separaron luego. Ella le
siguió con los ojos hasta perderle de vista. Y se quedó sola.
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