SOBRE LAS LIMADURAS ENNEGRECIDAS
La formación y el robustecimiento de la conciencia
individual y colectiva es un problema a cuya solución deben tender, en estos
instantes de retorno práctico a la edad de piedra, a la vida de las cavernas,
todas las fuerzas vivas de los católicos. Porque debemos ante todo reconocer
que las conciencias, es decir, la noción clara, profunda, íntima de la propia
personalidad, de sus atributos, de sus derechos y prerrogativas ha sufrido, en
nuestro país, un fuerte y doloroso descenso.
Y esto explica que delante de los monstruosidades que
todos los días aparecen en las leyes y en los hechos, delante de nosotros y
sobre nosotros y de que somos siempre unas veces víctimas y otras veces
testigos, no hay vivos sacudimientos que hagan crispar de ira santa y noble
como es la que grita y tiembla de indignación en presencia de las mutilaciones
de derechos y de libertades, el alma de los individuos y, sobre todo, el
corazón inmenso del pueblo. Y esto es también la clave segura para descifrar
ese enorme e inquietante enigma consistente en que una masa de quince millones
de mexicanos, colocados sobre el potro de todas las ignominias, caídas bajo el
puño férreo e implacablemente salvaje de la revolución, estén encorvados aún y
rendidos debajo de la carga de despotismo que les resquebraja los hombros y que
les sangre la carne de su cuerpo. El número, al tratarse de contener y
contrabalancear las extralimitaciones y los atropellos de los déspotas, tiene y
ha tenido siempre una inmensa significación; pero el número es solamente una
entidad puramente matemática que nada vale ni nada pesa sobre la balanza de los
destinos de los parias, de los esclavos y de los pueblos oprimidos, mientras no
llega a tener un alma, mientras no sopla sobre él, vivificante y fecundo, el
hálito del espíritu, mientras no lo alienta, lo incorpora y lo hace cumbre que
se yergue, cóndor que reta, águila que grazna y que llama al combate, la savia
de la conciencia. Pues cuando esto sucede, y cada hombre y cada pueblo llevan
encendida la antorcha que revela todo el alcance de las violaciones del derecho
y de la libertad, como un resorte de carne viva se mueven, palpitan y se
crispan cuerpos y almas al encontrarse en presencia de la sangre, que gotea del
filo de la espada que empuña el verdugo, sobrevienen tormentas, huracanes, que
ahogan con sus rugidos a los déspotas y desquician hasta los tronos seculares.
Y ese sentido íntimo de la propia dignidad ultrajada y
que es un índice, un grito, un llamamiento inquietante, como hondo
remordimiento, a todas las fuerzas, a la sangre y el espíritu, para que se
echen en la hoguera de la ira que enciende las rebeldías santas del derecho
acuchillado, de la personalidad escupida, retorcida, abofeteada, debe llenarlo
todo: conciencia, corazón, pensamiento, cuerpo y alma, brazos y caracteres,
para que se ericen caminos y ciudades, de puños crispados, de frentes enhiestas
y de protestas resonantes. Alzar el nivel de la conciencia individual y
colectiva es problema que no puede aplazarse allí donde, como en nuestro país,
han logrado abrirse paso, en plena impunidad, todos los atentados, todas las
aberraciones, todos los atropellos sin que haya habido otra cosa hasta ahora
que asombros más o menos disimulados y contenidos, sin que haya sido posible
una conjuración inmensa de conciencias que sitie, cerque y rinda a los
profanadores.
Por tanto, la enormidad del número, el reclutamiento
inmenso de una retaguardia de unidades y de caracteres, mientras no se echen
las raíces vivas de la conciencia individual y colectiva y se le haga crecer,
subir hasta que llegue a ser tumulto de sangre en las venas, lava ardiente de
ira santa en las almas, será solamente el polvo endeble que todos los días
barre el huracán a lo largo del desierto.
Habrá que encorvarse sobre la masa obscura y olvidada
de limaduras ennegrecidas que nos rodean; habrá que encender en medio de ellas
la hoguera que las ilumine primero, que las eche a arder después y las funda en
un solo enorme bloque de pensamientos, de voluntades, de palabras, de
conciencias, que tengan una sola gigantesca conciencia que a cada monstruosidad
de los tiranos, como el océano a cada invasión tormentosa del huracán, responda
con un estruendoso rugido y erice, levante el oleaje de su ira, de sus anatemas
hasta tocar y resquebrajar la mano de los déspotas, cuantas veces se vea a la
majestad alta del hombre, del ciudadano y del pueblo cargada con el madero de
la ignominia y de la servidumbre.
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