EL ARTE Y LA CIVILIZACIÓN. continuacion
Sobre la vasta extensión de la tierra vivía el hombre,
vivían las generaciones, vivían los reyes, vivían los pueblos, vivía, en fin,
el género humano; pero no vivía la verdad, y por esto la ignorancia, el error,
el crimen, la tiranía y el despotismo se habían extendido por todos los puntos
cardinales.
Pero llegó Un día, día mil veces bendito, en que el
pensamiento humano, en que aquel átomo encendido que en vano revoloteaba en el
cerebro y giraba en tomo de lo inexplorado y de lo desconocido se puso en
contacto con el luminar esplendoroso de la verdad y recibió todo su poder, toda
su fuerza, todo su calor, toda su lumbre, toda su luz... Y fue entonces cuando
frente a frente del huracán se alzó la enhiesta torre, según la brillante
expresión de Becquer, para desafiar su poder; cuando a pesar de la furia del océano,
un trozo de hierro pulido por la mano del hombre avanzó orgullosa y gallardamente sobre las
olas desgreñando la melena revuelta y alborotada del mar; fue entonces cuando
la inmensidad azulada y transparente, la lejanía desconocida y la profundidad
del abismo contestaron la pregunta hecha por la palabra del genio; los esclavos
pasaron a la categoría de hombres libres, la virtud fue creída y practicada, la
igualdad se abrió paso, los déspotas temblaron, la tiranía enmudeció...
Sobre la vasta extensión de la tierra vivía el hombre,
vivían las generaciones, vivían las razas, vivían los pueblos, vivía, en fin,
el género humano y con él vivía la verdad, y con ella la civilización. Allí,
pues, donde se alza la verdad surge el progreso, allí donde cae la verdad se
hunde la civilización.
Establecido el influjo civilizador de la verdad, pasaré
a fijar el influjo del arte en la civilización. Empezaré por confesar que no sé
a punto fijo cuántas definiciones habrán sido dadas por los pensadores que se
han ocupado en analizar el arte; de todas maneras creo que sin temor de
equivocamos podemos afirmar que así como la civilización no es más que la
verdad aplicada a la vida del género humano hasta en sus últimas consecuencias,
así también el arte no es más que la verdad cristalizada en los hechos.
Los filósofos enseñan que es un conjunto de reglas que
sirven de norma para hacer una cosa con perfección. Y bien: la perfección sólo
existe, sólo surge allí donde reina soberanamente la verdad, porque la verdad
considerada en sus relaciones con los hechos que son objeto del arte, en otros
términos, la verdad vista en los puntos de contacto que tiene con el arte, no
es más que el equilibrio que en las relaciones creadas por la mano del hombre
exigen los principios inconmovibles del orden.
Una vez un hombre sintió de súbito soplar sobre su
frente un aire suave que le causó, sin embargo, un estremecimiento hondo, un
sacudimiento profundo y extraño; luego surgió en su fantasía una visión
esplendorosa: era la imagen de un mármol tallado con maestría incomparable.
El artista contempló la visión de su espíritu, se extasió
ante ella y derramó un torrente de lágrimas... después tomó un buril y una
piedra y quiso que en cada trazo, que en cada línea, en el tamaño, en la
figura, en fin, en todo, estuviera el equilibrio exigido por el orden: la
verdad había manejado aquel buril y había tocado aquel mármol, y Fídias ascendió
definitivamente a las cumbres de la inmortalidad.
Otra vez un pensador que poseía un gran talento y una
palabra poderosa y elocuente, quiso fijar el origen de las sociedades y sobre
todo se propuso establecer las reglas que forman el arte de gobernar a los
pueblos; su inteligencia había padecido un gran extravío, pero resonó su
palabra soberanamente elocuente y casi todos los pueblos aceptaron su sistema.
El extravío de aquel pensador pasó de las inteligencias a los hechos, la catástrofe
empezó y es hora en que el cataclismo no termina aún.
Pero ¿queréis ver con más claridad y precisión el
influjo del arte en la civilización? Basta con fijar la mirada en esos
adelantos, en ese esplendor material que nos rodea y poner nuestras pupilas en
las conquistas realizadas por el derecho y la libertad, pues en todo encontraréis
ciertamente el influjo indirecto y remoto de la ciencia, pero también os hallaréis
frente a frente del influjo directo e inmediato del arte. Porque si la ciencia
es un movimiento que nos eleva sobre la materia y nos arrebata al mundo de las
ideas, el arte, de un modo inverso, es un descendimiento que nos hace bajar del
mundo de las inteligencias a la región de los hechos. De este modo el arte es
el punto que pone en contacto la idea y la materia, el pensamiento y lo que
impresiona los sentidos; es, en fin, la ciencia, obrando sobre la humanidad en su
vida práctica. Su poder civilizador es, pues, inmenso, trascendental. ¡Óh! Sí: él
se convierte, con la Lógica, en norma suprema a que deben sujetarse las
inteligencias para avanzar derecha e impetuosamente hacia la verdad; se hace en
la Moral la medida a que deben someterse los corazones para estar en posesión
de la virtud y del bien; él, finalmente, en la Retórica, en la Música, en la
Arquitectura y en todo lo que es arte, es orientación suprema de las
generaciones.
Pero si de un modo general puede decirse que el arte
ejerce un influjo trascendental en la civilización, otro tanto y con mayor razón
podemos afirmar de las artes denominadas bellas.
Hace pocos momentos dijimos que el arte no es más que la
verdad cristalizada en los hechos, el poder de la verdad puesta en acción, la
verdad desbordándose a través de la vida fuertemente agitada del género humano.
Ahora bien: el bello arte no es sólo la verdad cristalizada en los hechos, no
es sólo la verdad puesta en acción, no es sólo la verdad encendiéndolo e inflamándolo
todo, no; el bello arte es un poder añadido a otro poder, es una fuerza añadida
a otra fuerza, es el poder y la fuerza de la verdad unidos al poder y la fuerza
de la belleza; es la fusión soberbiamente magnífica y admirable de lo más
grande y de lo más fuerte, es, por último, la verdad cristalizada en el prisma
policromo y encantador de la belleza.
No es extraño, pues, que ejerza un influjo superior al
de las demás artes y que sea el elemento civilizador por excelencia. Porque al
fin y al cabo nosotros encontramos en la humanidad dos grandes poderes: el
poder de arriba y el poder de abajo; el poder de la idea y el poder de la
materia; el poder del pensamiento y el poder de lo que impresiona los sentidos,
y si civilizar es influir poderosa y fuertemente en el género humano para que
se desarrolle armoniosa y convenientemente, y si ese influjo debe hacerse
sentir en todo lo que es la humanidad, será elemento civilizador por excelencia
aquello que conquiste lo de arriba y rinda lo de abajo, aquello que triunfe del
pensamiento y rinda la materia.
Y en el bello arte encontramos realizadas admirablemente
estas condiciones, pues hay en él la verdad, que es lo único que puede vencer
la resistencia de la idea, y la belleza, que ha ejercido y ejerce en el espíritu
humano una influencia decisiva, incontrastable.
Por otra parte, las grandes ideas, que son las causas
generadoras de la civilización, son generalmente el patrimonio exclusivo de las
inteligencias privilegiadas; pero la civilización no es, ni ha sido, ni puede
ser la posesión de la verdad y del bien en favor de unos cuantos, sino la
participación de la verdad y del bien en su mayor amplitud.
Urge, pues, que la verdad, lejos de permanecer recluida
en el cerebro de algunos se propague como la luz, se difunda como el aire y se
esparza como el agua que cae de los cielos; pero la palabra del genio es
demasiado espiritual, en tanto que el modo de concebir de los demás hombres es
demasiado material, ya que el primero vive en la región de las ideas y los
segundos viven con y para la materia. Preciso es encontrar, pues, un medio dé
materializar en cuanto sea posible el pensamiento, y esto de nuevo lo
encontramos en el bello arte, que no solamente sensibiliza en cuanto es posible
el pensamiento, sino que lo envuelve en el ropaje esplendoroso de la belleza.
He estado, por tanto, del lado de la verdad al afirmar
que el bello arte es uno de los elementos civilizadores más poderosos, y más aún
cuando dije que él es un poder civilizador por excelencia.
Señores: en estos instantes inmensamente solemnes para mí,
me hallo delante de un grupo de jóvenes que han querido colocarse y detenerse en
la línea, en el punto que pone en contacto el mundo de las inteligencias y el
mundo de los cuerpos, la idea y la materia, el pensamiento y lo que impresiona
los sentidos, el mundo de las ilusiones que aletean en tomo de la juventud como
bandada de aves que han dejado sus nidos para teñir sus alas con la luz de la
mañana y el de los desengaños que revolotean alrededor de la vejez cansada y
marchita.
Cada uno de estos soñadores, o lleva en su diestra un
arpa para envolver en sus estrofas las visiones de su alma o lleva en sus
labios un período para cristalizar en él la concepción de su espíritu. Ellos
ascenderán audazmente a la cumbre más alta para tomar el pensamiento de las
inteligencias privilegiadas, bajar luego y allí, a lo largo de la carretera
inmensa, hacer que cristalice la verdad que se difunda como el aire, que se
propague como la luz, que se esparza como el agua que cae del firmamento.
Ellos, a través del color, de la línea y del sonido, harán percibir a la humanidad
los grandes pensamientos, que son los únicos que regeneran, que engrandecen y
que civilizan. Ellos, en alas de la belleza subirán a las regiones en que surgen
y brillan los conceptos inaccesibles y luego, en medio del mar revuelto de los tiempos,
encenderán un fanal que alumbre las playas desconocidas y las costas más remotas.
Ellos, en fin, quieren hacer labor honda de engrandecimiento y civilización.
¿Queréis vosotros también contribuir al progreso? ¿Queréis
poner aunque sea un grano de arena en el edificio enorme y grandioso de la civilización?
Pues buscad las creaciones del artista, id tras las visiones del genio,
procurad las obras del Dante, de Rafael y de Miguel Ángel. De este modo habréis
puesto vuestra alma en contacto con las concepciones esplendorosas que, como el
sol, deben poner su luz en todos los senderos y en todos los campos desolados y
entristecidos. ¡Ah! Pero no olvidéis jamás que solamente allí donde surge la
verdad se alza el progreso; que allí donde cae la verdad se hunde la civilización,
que el arte sólo existe, sólo se alza allí donde se levanta la verdad
cristalizada en los hechos, y que el bello arte sólo se encuentra allí donde
esplende la verdad cristalizada en el prisma policromo y encantador de la belleza.
FIN DEL ARTICULO.
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