RELACIONES
ENTRE LA IGLESIA RUSA Y LA IGLESIA
GRIEGA, BÚLGARA
Y SERVIA.
En
cuerpo de la Iglesia oriental no es homogéneo. Entre las diferentes naciones
que la componen, dos principales han dado nombre a ésta, que se denomina
oficialmente Iglesia greco-rusa. Este dualismo nacional (que, dicho sea de
paso, recuerda singularmente los dos pies de arcilla de que habla Mons.
Filareto) permite dar forma concreta a la cuestión de nuestra unidad
eclesiástica. Nos interesa conocer qué lazo real y vivo une la Iglesia rusa a
la Iglesia griega para formar con ambas un solo organismo moral. Se nos dice que
rusos y griegos tienen una fe común, y que esto es lo esencial. Pero es
necesario saber lo que se entiende por la palabra «fe» o «religión” (viera). La
verdadera fe es aquella que abraza toda nuestra alma y se manifiesta como
principio motor y director de toda nuestra existencia. La profesión de una sola
e igual creencia abstracta, que no regule la conciencia ni la vida, no
constituye un vínculo social, ni puede unir de veras a nadie y es, en suma,
indiferente saber si esta fe muerta es o no común a algunos. Por el contrario, la
unidad de la fe real llega a ser necesariamente una unidad viva y actuante, una
solidaridad moral y práctica.
Si
la Iglesia rusa y la Iglesia griega no manifiestan con ninguna acción vital su
solidaridad, su «unidad de fe» es sólo una fórmula abstracta que nada crea ni
obliga a nada. Un laico, preocupado por cuestiones de religión, preguntó un día
al metropolitano Filareto (no se extrañe el lector de encontrar siempre ese nombre
bajo nuestra pluma; es el único personaje público de efectiva importancia que
haya producido la Iglesia rusa en el siglo XIX, un laico preguntó, pues, al
¡lustre prelado:
—
¿Qué podría hacerse para vivificar las relaciones entre la Iglesia rusa y la
Iglesia matriz?
—Pero,
y ¿con qué motivo pueden mantener relaciones entre sí? —replicó el autor del
catecismo greco-ruso.
Algunos
años antes de esta curiosa conversación había ocurrido un incidente que permite
apreciar en su justo valor las palabras del prudente arzobispo. Un miembro
eminente de la Iglesia anglicana y de la Universidad de Oxford, William Palmer,
quiso ingresar a la Iglesia ortodoxa. Fue a Rusia y a Turquía para estudiar el estado
actual del Oriente cristiano e informarse de las condiciones en que podía
comunicar con los ortodoxos orientales. En San Petersburgo y Moscú se le dijo
que no tenía más que abjurar los errores del protestantismo ante un sacerdote,
que en seguida le administraría el sacramento del santo crisma (la confirmación).
Pero en Constantinopla supo que debía ser bautizado nuevamente. Como se sabía
cristiano y no tenía razones para sospechar de la validez de su bautismo (por
lo demás perfectamente aceptado por la Iglesia rusa ortodoxa), consideró
sacrílego un segundo bautismo. Por otra parte, no pudo resolverse a adoptar la
ortodoxia de acuerdo con las reglas particulares de la Iglesia rusa, puesto que
en ese caso habría sido ortodoxo en Rusia, permaneciendo pagano para los
griegos. El no quería unirse a una Iglesia nacional, sino a la Iglesia ortodoxa
universal. Nadie pudo resolver esta dificultad, y pasó a ser católico romano (1). Se ve que hay cuestiones que podrían y deberían establecer
contactos entre la Iglesia rusa y su metrópoli, y si se evita cuidadosamente
tocarlas es porque se sabe por anticipado que planteándolas con franqueza sólo
se llegaría a un cisma formal. Un hecho dominante determina las relaciones
reales de estas dos Iglesias nacionales que permanecen oficialmente en comunión
religiosa: el odio tenaz de los griegos para con los rusos, al que éstos
replican con una hostilidad mezclada de desprecio. Pero esa misma unidad
oficial pende de un hilo y toda la prudencia sacerdotal de San Petersburgo y Constantinopla
basta apenas para evitar que se rompa tan frágil lazo. No es ciertamente por
caridad cristiana que trata de conservarse este simulacro de unidad, pero se
temé la revelación fatal: el día de la formal ruptura entre la Iglesia rusa y la
Iglesia griega, todo el mundo sabrá que la Iglesia oriental ecuménica es no más
que una ficción, que en Oriente sólo existen iglesias nacionales aisladas.
Este
es el motivo real que impone a nuestra jerarquía una conducta prudente y
moderada frente a los griegos, la cual consiste en evitar toda clase de
relaciones con ellos (2). En cuanto a la Iglesia
de Constantinopla que, en su orgullo particularista se denomina «la Gran Iglesia»
y nía Iglesia 'Ecuménica», acaso se alegraría sí pudiera librarse de los
bárbaros del Norte que son obstáculo para sus tendencias panhelénicas. En época
reciente el patriarca de Constantinopla estuvo por dos veces a punto de
anatematizar a la Iglesia rusa (3). Sólo
consideraciones puramente materiales impidieron el estallido; la Iglesia griega
de Jerusalén, de hecho completamente sujeta a la de Constantinopla, depende por
otro lado, en cuanto a sus medios de existencia, casi exclusivamente de la
piedad rusa. Esta dependencia material en que el clero griego se halla respecto
a Rusia data de muy antiguo y constituye actualmente la única base real de la
unidad greco-rusa. Es
evidente que un lazo así, puramente exterior, no puede, por sí, hacer de ambas
Iglesias un solo cuerpo moral dotado de unidad de vida y acción. Confirma
además esta conclusión el hecho de las Iglesias nacionales de menor importancia
que, bajo la jurisdicción del patriarca de Constantinopla, formaban parte
otrora de la Iglesia griega y pasaban a ser autocéfalas a medida que
recuperaban su independencia política los pequeños Estados respectivos. Las relaciones
de esas mal llamadas Iglesias entre sí y con la metrópoli bizantina y la
Iglesia rusa son casi nulas. Ni siquiera el
trato puramente oficial y de conveniencia mantenido entre San Petersburgo y
Constantinopla existe —que yo sepa— entre Rusia y las nuevas Iglesias
autocéfalas de Rumania y el reino helénico. Respecto
a Bulgaria y Serbia ocurre todavía algo peor. Es sabido que los patriarcas
griegos, con asentimiento del Sínodo de Atenas, excomulgaron en 1872 a todo el
pueblo búlgaro por motivos de política nacional. Los
búlgaros fueron condenados por su filetismo, es decir, la tendencia a someter
la Iglesia a divisiones de raza y nacionalidad. La acusación era exacta; pero ese
filetismo, herejía en los búlgaros, era la ortodoxia misma entre los griegos. Bien que, simpatizando con los búlgaros, la Iglesia rusa
quiso situarse por sobre esa querella nacional. Para
eso debería haber hablado en nombre de la Iglesia Universal; pero, como ni
rusos ni griegos tenían ese derecho, el Sínodo de San Petersburgo se contentó,
en lugar de hacer una declaración terminante, con reñir a la jerarquía
bizantina y, al recibir las decisiones del concilio de 1872 con invitación de
aprobarlas, se abstuvo de pronunciarse. De ahí derivó un estado de cosas
imprevisto o, mejor dicho, que se había creído imposible según los cánones
eclesiásticos. La Iglesia rusa continuó en
comunión formal con la Iglesia griega y en comunión real con la Iglesia búlgara
sin haber protestado explícitamente contra el acto canónico de excomunión que
separaba a las dos Iglesias y sin apelar
—siquiera pro forma—- a un concilio ecuménico. Análoga complicación ocurrió con
Serbia. Cuando el gobierno ateo del pequeño
reino publicó leyes eclesiásticas que establecían la jerarquía de la Iglesia
serbia sobre una simonía obligatoria (ya que todas las dignidades sacras debían
ser compradas a precios fijos) y cuando, después de la arbitraria deposición del
metropolitano Miguel y otros obispos, se creó, con menosprecio de las leyes
canónicas otra jerarquía, ésta, rechazada formalmente por la Iglesia rusa,
compró en desquite la adhesión del patriarca de Constantinopla. Esta vez fue
«la gran Iglesia» quien resultó en comunión con dos Iglesias que no lo estaban entre
sí. ¿Será menester añadir que todas estas Iglesias nacionales sólo son Iglesias
de Estado, absolutamente privadas de toda clase de libertad eclesiástica? Fácilmente
se advierte cuan nefasta influencia debe ejercer tal humillación de la Iglesia
sobre la misma religión en esos desgraciados países. Es bastante conocida la indiferencia
religiosa de los serbios, así como su manía de emplear la ortodoxia como
instrumento político en su lucha fratricida contra los croatas católicos (4). Por lo que hace a Bulgaria, véase un testimonio
cuya autoridad no puede ser puesta en duda. Monseñor José, exarca de Bulgaria,
expuso en un solemne discurso pronunciado en Constantinopla, en ocasión de la
fiesta de San Metodio (1885) el afligente estado de la religión en su patria.
La masa del pueblo, dijo, es fría e indiferente. En cuanto a la clase culta es
decididamente hostil a todo lo santo y solo el
temor a los rusos impide abolir la Iglesia en Bulgaria.
No necesitamos probar que la condición religiosa de Rumania y la del reino
helénico no difieren esencialmente de lo que se ve entre serbios y búlgaros. En el informe presentado al emperador de Rusia por el
procurador del Santo Sínodo, publicado el año último, se presenta bajo los más
sombríos colores el estado religioso y eclesiástico de los cuatro países
ortodoxos de la península. Y, en efecto, no podría ser él más miserable. Pero
lo verdaderamente sorprendente es la explicación que de ello da el documento
oficial. De creer al jefe de nuestra Iglesia la
sola y única causa de todos esos males sería el régimen constitucional: Si ello
es así, ¿cuál es entonces la causa del deplorable estado de la Iglesia rusa?
(1) Se hallará en nota al fin del volumen, algunos detalles
históricos sobre la cuestión del segundo bautismo de la Iglesia greco-rusa.
Estos hechos, que sin duda conocía Palmer, han debido confirmarlo con su
resolución definitiva de no buscarla verdad universal allí donde el misterio
fundamental de nuestra religión se ha convertido en instrumento de la política
nacional.
(La nota prometida no figura en la edición Stock de 1922.) (N. del
T.)
(2) Esta es también la única razón práctica por la cual, a despecho
del sol y de los astros, mantenemos el calendario juliano.
No podría cambiársele sin entrar en conversaciones con los griegos y
esto es lo que más temen nuestras esferas clericales.
(3) En 1872, cuando el sínodo de San Petersburgo rehusó asociarse explícitamente a las decisiones del concilio griego que excomulgó a los
Búlgaros, y en 1884, cuando el gobierno ruso solicitó a la Puerta que nombrara
dos obispos búlgaros en diócesis que los Griegos consideran exclusivamente
suyas.
(4) Este discurso ha sido reproducido in extenso en el diario de
Katkof, Gaceta de Moscú.
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