El amor a Jesús crucificado
¡Ah JESÚS mío! ¿Qué mayor
prueba podíais darme del amor que me tenéis que sacrificar vuestra vida en el
infame patíbulo de la cruz, pagando la deuda de mis pecados, a fin de llevarme
al cielo para estar con Vos? Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de
cruz (Fol. 2, 8). El Hijo mismo de Dios, por amor de los hombres. Pero, JESÚS
mío, ¿para qué increpar a nadie, sino a mí mismo? ¿Qué gratitud os he
demostrado hasta ahora? He sido tan vil, que vuestro amor lo he pagado con
desprecio y ofensas. ¡Ah!, perdonadme, que de hoy en adelante yo quiero amaros,
y amaros mucho; no habría nombre para mi ingratitud si, después de tantas
finezas y misericordias vuestras, os amara poco. Recordemos que ese Varón de
dolores, clavado en una cruz infamante, es nuestro Dios verdadero, y que no
está allí, sufriendo y muriendo, sino por nuestro amor. Pues pensando que el
Crucificado es nuestro Dios y que muere por nosotros, ¿podremos amar a nadie
fuera de El? ¡Oh hermosas llamas de amor, que consumisteis en el Calvario la
vida de mi Salvador, consumid en mí todos los afectos de la tierra! Haced que
arda yo de amor por ese Dios que, por amor mío, quiso morir en perfecto
holocausto. ¡Qué espectáculo dio a los ángeles del cielo el Verbo divino,
clavado en un madero y muriendo por la salvación de unas criaturas suyas
miserables! ¡Ah Redentor mío! Vos no me
negasteis la sangre y la vida, ¿y os negaré yo el amor? ¿Os negaré yo cualquier
cosa que me pidáis? No; Vos os disteis todo a mí. Yo me doy completamente a
Vos. Mira, alma mía, en el Calvario a tu Dios, crucificado y moribundo; mira
cuánto sufre, y dile: «Porque me amáis tanto, JESÚS mío, estáis tan atormentado
en esa cruz; si no me amarais, no hubierais sufrido tanto». ¡Oh amado Redentor
mío! ¡Qué mar de dolores, de ignominias y de aflicciones os atormentan en la
cruz! Pende vuestro cuerpo sagrado de tres clavos, y todo su peso carga sobre
las llagas; los que os rodea os abruman con burlas y blasfemias, y vuestra
bellísima alma está todavía más dolorida que el cuerpo. ¿Por qué padecéis así?
Y me respondéis: «Todo lo padezco por tu amor; no olvides mi amor, y ámame».
Sí, JESÚS mío; os quiero amar. ¿Qué voy a querer amar si no amo a un Dios
muerto por mí? En lo pasado os desprecié, amor mío; pero ahora no tengo más
honda pena que el recuerdo de los disgustos que os he dado, y no deseo más que
ser todo vuestro. ¡Ah JESÚS mío! Perdonadme, y luego atraed mi corazón, estrechadlo
con Vos, heridlo e inflamadlo en vuestro amor. Pensemos en los amorosos
sentimientos de JESUCRISTO cuando extendía sus pies y manos para ser clavados
en la cruz, mientras ofrecía su vida al eterno Padre por nuestra salvación.
Amado Salvador mío, cuando pienso en lo mucho que mi alma os costó, no puedo
desesperar del perdón. Por muchos y horribles que sean mis pecados, no
desesperaré de mi salvación, pues Vos habéis satisfecho sobradamente por mí. JESÚS
mío, esperanza mía, amor mío, quiero amaros cuanto os ofendí. Os ofendí mucho;
pues también quiero amaros mucho. Vos, que me dais ese deseo, me tenéis que
ayudar. Padre eterno, mirad el rostro de vuestro Hijo (Sal. 83, 10), de
ese Hijo que muere en la cruz; mirad aquel semblante lívido, ¿aquella cabellera
coronada de espinas, aquellas manos traspasadas, ¿aquellas carnes desgarradas;
he ahí la Víctima sacrificada por mi; os la ¿presento; apiadaos de mí. Nos
amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre (Ap. 1,5). ¿Cómo podemos temer que nuestros pecados nos
impidan llegar a la santidad, si con su sangre nos preparó Jesús un baño para
lavar las almas de todo pecado? Basta que nos arrepintamos y queramos la
enmienda. JESUCRISTO pensaba en nosotros mientras moría en la cruz, y nos
preparaba desde allí todas las gracias y misericordias que nos había de dar con
tanto amor, como si no tuviera que pensar más que en cada una de nuestras almas
exclusivamente.
Desde la cruz contemplabais
ya las ofensas con que os había de herir, y en vez de castigarme, preparabais
luz, llamadas amorosas y perdón. ¡Oh JESÚS mío! ¿Y podrá todavía suceder que de
nuevo os ofenda y vuelva a separarme de Vos, después de tantas gracias
vuestras? ¡Oh Señor mío! ¡No lo permitáis! Si no os he de amar, mandadme la
muerte. Os diré con SAN FRANCISCO DE SALES: «O morir, o amar; o amar o morir"
fin de la obra
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