viernes, 27 de enero de 2017

RUSIA Y LA IGLESIA UNIVERSAL

RELACIONES ENTRE LA IGLESIA RUSA Y LA IGLESIA
GRIEGA, BÚLGARA Y SERVIA.


En cuerpo de la Iglesia oriental no es homogéneo. Entre las diferentes naciones que la componen, dos principales han dado nombre a ésta, que se denomina oficialmente Iglesia greco-rusa. Este dualismo nacional (que, dicho sea de paso, recuerda singularmente los dos pies de arcilla de que habla Mons. Filareto) permite dar forma concreta a la cuestión de nuestra unidad eclesiástica. Nos interesa conocer qué lazo real y vivo une la Iglesia rusa a la Iglesia griega para formar con ambas un solo organismo moral. Se nos dice que rusos y griegos tienen una fe común, y que esto es lo esencial. Pero es necesario saber lo que se entiende por la palabra «fe» o «religión” (viera). La verdadera fe es aquella que abraza toda nuestra alma y se manifiesta como principio motor y director de toda nuestra existencia. La profesión de una sola e igual creencia abstracta, que no regule la conciencia ni la vida, no constituye un vínculo social, ni puede unir de veras a nadie y es, en suma, indiferente saber si esta fe muerta es o no común a algunos. Por el contrario, la unidad de la fe real llega a ser necesariamente una unidad viva y actuante, una solidaridad moral y práctica.

Si la Iglesia rusa y la Iglesia griega no manifiestan con ninguna acción vital su solidaridad, su «unidad de fe» es sólo una fórmula abstracta que nada crea ni obliga a nada. Un laico, preocupado por cuestiones de religión, preguntó un día al metropolitano Filareto (no se extrañe el lector de encontrar siempre ese nombre bajo nuestra pluma; es el único personaje público de efectiva importancia que haya producido la Iglesia rusa en el siglo XIX, un laico preguntó, pues, al ¡lustre prelado:

— ¿Qué podría hacerse para vivificar las relaciones entre la Iglesia rusa y la Iglesia matriz?

—Pero, y ¿con qué motivo pueden mantener relaciones entre sí? —replicó el autor del catecismo greco-ruso.

Algunos años antes de esta curiosa conversación había ocurrido un incidente que permite apreciar en su justo valor las palabras del prudente arzobispo. Un miembro eminente de la Iglesia anglicana y de la Universidad de Oxford, William Palmer, quiso ingresar a la Iglesia ortodoxa. Fue a Rusia y a Turquía para estudiar el estado actual del Oriente cristiano e informarse de las condiciones en que podía comunicar con los ortodoxos orientales. En San Petersburgo y Moscú se le dijo que no tenía más que abjurar los errores del protestantismo ante un sacerdote, que en seguida le administraría el sacramento del santo crisma (la confirmación). Pero en Constantinopla supo que debía ser bautizado nuevamente. Como se sabía cristiano y no tenía razones para sospechar de la validez de su bautismo (por lo demás perfectamente aceptado por la Iglesia rusa ortodoxa), consideró sacrílego un segundo bautismo. Por otra parte, no pudo resolverse a adoptar la ortodoxia de acuerdo con las reglas particulares de la Iglesia rusa, puesto que en ese caso habría sido ortodoxo en Rusia, permaneciendo pagano para los griegos. El no quería unirse a una Iglesia nacional, sino a la Iglesia ortodoxa universal. Nadie pudo resolver esta dificultad, y pasó a ser católico romano (1). Se ve que hay cuestiones que podrían y deberían establecer contactos entre la Iglesia rusa y su metrópoli, y si se evita cuidadosamente tocarlas es porque se sabe por anticipado que planteándolas con franqueza sólo se llegaría a un cisma formal. Un hecho dominante determina las relaciones reales de estas dos Iglesias nacionales que permanecen oficialmente en comunión religiosa: el odio tenaz de los griegos para con los rusos, al que éstos replican con una hostilidad mezclada de desprecio. Pero esa misma unidad oficial pende de un hilo y toda la prudencia sacerdotal de San Petersburgo y Constantinopla basta apenas para evitar que se rompa tan frágil lazo. No es ciertamente por caridad cristiana que trata de conservarse este simulacro de unidad, pero se temé la revelación fatal: el día de la formal ruptura entre la Iglesia rusa y la Iglesia griega, todo el mundo sabrá que la Iglesia oriental ecuménica es no más que una ficción, que en Oriente sólo existen iglesias nacionales aisladas.

Este es el motivo real que impone a nuestra jerarquía una conducta prudente y moderada frente a los griegos, la cual consiste en evitar toda clase de relaciones con ellos (2). En cuanto a la Iglesia de Constantinopla que, en su orgullo particularista se denomina «la Gran Iglesia» y nía Iglesia 'Ecuménica», acaso se alegraría sí pudiera librarse de los bárbaros del Norte que son obstáculo para sus tendencias panhelénicas. En época reciente el patriarca de Constantinopla estuvo por dos veces a punto de anatematizar a la Iglesia rusa (3)Sólo consideraciones puramente materiales impidieron el estallido; la Iglesia griega de Jerusalén, de hecho completamente sujeta a la de Constantinopla, depende por otro lado, en cuanto a sus medios de existencia, casi exclusivamente de la piedad rusa. Esta dependencia material en que el clero griego se halla respecto a Rusia data de muy antiguo y constituye actualmente la única base real de la unidad greco-rusa. Es evidente que un lazo así, puramente exterior, no puede, por sí, hacer de ambas Iglesias un solo cuerpo moral dotado de unidad de vida y acción. Confirma además esta conclusión el hecho de las Iglesias nacionales de menor importancia que, bajo la jurisdicción del patriarca de Constantinopla, formaban parte otrora de la Iglesia griega y pasaban a ser autocéfalas a medida que recuperaban su independencia política los pequeños Estados respectivos. Las relaciones de esas mal llamadas Iglesias entre sí y con la metrópoli bizantina y la Iglesia rusa son casi nulas. Ni siquiera el trato puramente oficial y de conveniencia mantenido entre San Petersburgo y Constantinopla existe —que yo sepa— entre Rusia y las nuevas Iglesias autocéfalas de Rumania y el reino helénico. Respecto a Bulgaria y Serbia ocurre todavía algo peor. Es sabido que los patriarcas griegos, con asentimiento del Sínodo de Atenas, excomulgaron en 1872 a todo el pueblo búlgaro por motivos de política nacional. Los búlgaros fueron condenados por su filetismo, es decir, la tendencia a someter la Iglesia a divisiones de raza y nacionalidad. La acusación era exacta; pero ese filetismo, herejía en los búlgaros, era la ortodoxia misma entre los griegos. Bien que, simpatizando con los búlgaros, la Iglesia rusa quiso situarse por sobre esa querella nacional. Para eso debería haber hablado en nombre de la Iglesia Universal; pero, como ni rusos ni griegos tenían ese derecho, el Sínodo de San Petersburgo se contentó, en lugar de hacer una declaración terminante, con reñir a la jerarquía bizantina y, al recibir las decisiones del concilio de 1872 con invitación de aprobarlas, se abstuvo de pronunciarse. De ahí derivó un estado de cosas imprevisto o, mejor dicho, que se había creído imposible según los cánones eclesiásticos. La Iglesia rusa continuó en comunión formal con la Iglesia griega y en comunión real con la Iglesia búlgara sin haber protestado explícitamente contra el acto canónico de excomunión que separaba a las dos Iglesias y sin apelar —siquiera pro forma—- a un concilio ecuménico. Análoga complicación ocurrió con Serbia. Cuando el gobierno ateo del pequeño reino publicó leyes eclesiásticas que establecían la jerarquía de la Iglesia serbia sobre una simonía obligatoria (ya que todas las dignidades sacras debían ser compradas a precios fijos) y cuando, después de la arbitraria deposición del metropolitano Miguel y otros obispos, se creó, con menosprecio de las leyes canónicas otra jerarquía, ésta, rechazada formalmente por la Iglesia rusa, compró en desquite la adhesión del patriarca de Constantinopla. Esta vez fue «la gran Iglesia» quien resultó en comunión con dos Iglesias que no lo estaban entre sí. ¿Será menester añadir que todas estas Iglesias nacionales sólo son Iglesias de Estado, absolutamente privadas de toda clase de libertad eclesiástica? Fácilmente se advierte cuan nefasta influencia debe ejercer tal humillación de la Iglesia sobre la misma religión en esos desgraciados países. Es bastante conocida la indiferencia religiosa de los serbios, así como su manía de emplear la ortodoxia como instrumento político en su lucha fratricida contra los croatas católicos (4). Por lo que hace a Bulgaria, véase un testimonio cuya autoridad no puede ser puesta en duda. Monseñor José, exarca de Bulgaria, expuso en un solemne discurso pronunciado en Constantinopla, en ocasión de la fiesta de San Metodio (1885) el afligente estado de la religión en su patria. La masa del pueblo, dijo, es fría e indiferente. En cuanto a la clase culta es decididamente hostil a todo lo santo y solo el temor a los rusos impide abolir la Iglesia en Bulgaria. No necesitamos probar que la condición religiosa de Rumania y la del reino helénico no difieren esencialmente de lo que se ve entre serbios y búlgaros. En el informe presentado al emperador de Rusia por el procurador del Santo Sínodo, publicado el año último, se presenta bajo los más sombríos colores el estado religioso y eclesiástico de los cuatro países ortodoxos de la península. Y, en efecto, no podría ser él más miserable. Pero lo verdaderamente sorprendente es la explicación que de ello da el documento oficial. De creer al jefe de nuestra Iglesia la sola y única causa de todos esos males sería el régimen constitucional: Si ello es así, ¿cuál es entonces la causa del deplorable estado de la Iglesia rusa?




(1) Se hallará en nota al fin del volumen, algunos detalles históricos sobre la cuestión del segundo bautismo de la Iglesia greco-rusa. Estos hechos, que sin duda conocía Palmer, han debido confirmarlo con su resolución definitiva de no buscarla verdad universal allí donde el misterio fundamental de nuestra religión se ha convertido en instrumento de la política nacional.

(La nota prometida no figura en la edición Stock de 1922.) (N. del T.)

(2) Esta es también la única razón práctica por la cual, a despecho del sol y de los astros, mantenemos el calendario juliano.
No podría cambiársele sin entrar en conversaciones con los griegos y esto es lo que más temen nuestras esferas clericales.

(3) En 1872, cuando el sínodo de San Petersburgo rehusó asociarse explícitamente a las decisiones del concilio griego que excomulgó a los Búlgaros, y en 1884, cuando el gobierno ruso solicitó a la Puerta que nombrara dos obispos búlgaros en diócesis que los Griegos consideran exclusivamente suyas.

(4) Este discurso ha sido reproducido in extenso en el diario de Katkof, Gaceta de Moscú.

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