El papado es un principio
positivo, una institución real, y si los cristianos orientales creen que ese
principio es falso, que esa instrucción es mala, a ellos corresponde realizar
la deseable organización de la iglesia.
"En lugar de sueño se nos remite a
recuerdos arqueológicos, sin dejar de confesar la imposibilidad de darles
alcance práctico. Pero no sin motivo van tan lejos nuestros anticatólicos a
buscar un punto de apoyo para su tesis; Se atreverían, en efecto, a exponerse a
las risas del mundo entero declarando al sínodo de San Petersburgo o al patriarcado
de Constantinopla verdaderos representantes de la Iglesia Universal? Pero ¿cómo
hablar de recurrir tardíamente a los concilios ecuménicos cuando debe
confesarse por fuerza que ya no son posibles? Descubre por completo el punto
débil de esta ortodoxia anticatólica. Si la organización normal de la Iglesia
Universal y la forma verdadera de su gobierno dependen de concilios ecuménicos,
es evidente que el Oriente ortodoxo, fatalmente privado de ese órgano
indispensable de la vida eclesiástica, no tiene ya la verdadera constitución ni
el gobierno regular de la Iglesia. Durante los tres primeros siglos del
cristianismo, la Iglesia, cimentada por la sangre de los mártires, convocaba
concilios universales porque no lo necesitaba.
La Iglesia oriental de hoy, paralizada
y desmembrada, no puede hacerlo a pesar de que lo necesita. Nos vemos puestos,
así, en la siguiente alternativa: o confesar, con los sectarios avanzados, que la
Iglesia ha perdido desde hace cierto tiempo su carácter divino y ya no existe
sobre la tierra, o bien, para evitar tan peligrosa conclusión, reconocer que la
Iglesia Universal, privada de órganos gubernamentales y representativos en Oriente,
los posee en su parte occidental. Esto importaría reconocer una verdad histórica
confesada en nuestro tiempo por los mismos protestantes, a saber: que el actual
papado no es una usurpación arbitraria, sino el desarrollo legítimo de principios
que se hallaban en actividad manifiesta antes
de la división de la Iglesia y contra los cuales esta Iglesia no ha
protestado nunca. Pero, sí se reconoce al papado como institución legítima,
¿qué será de la «idea rusa» y del privilegio de la ortodoxia nacional? No
pudiendo fundarse nuestro porvenir religioso en la Iglesia oficial, ¿no se
podría encontrarle bases más profundas en el mismo pueblo ruso?
IV. LOS DISIDENTES RUSOS.
VERDAD RELATIVA DEL «RASSKOL».
MONSEÑOR FILARETO, DE
MOSCÚ, Y SU
IDEA DE LA IGLESIA UNIVERSAL,
Cuando se quiere reducir la ortodoxia a
la idea nacional rusa, débese lógicamente buscar la verdadera expresión de esa
idea entre nuestros sectarios indígenas y no en los dominios de la Iglesia
oficial, griega eje origen y organizada a la alemana por Pedro el Grande.
Privada de todo principio determinado y de toda independencia práctica, este “ministerio
de negocios espirituales de la confesión ortodoxa» no hace más que reproducir
el clericalismo imperial bizantino atemperado por la bondad e indiferencia de nuestra
raza y por la burocracia alemana de nuestra administración. Abstracción hecha
de las causas particulares que han producido el rasskol (1) y que sólo tienen importancia
histórica, se puede afirmar sin temor de equivocarse que la razón de ser
permanente de este cisma nacional es la manifiesta insuficiencia del gobierno eclesiástico
ruso unida a sus exorbitantes pretensiones. Sometida sin reservas al poder secular
y privada de toda fuerza interior, esta Iglesia, «establecida » por el zar, no
deja por eso de abusar del principio jerárquico arrogándose sobre el pueblo una
autoridad absoluta que sólo pertenece de derecho a la Iglesia Universal e
independiente fundada por Cristo. La inanidad de tales pretensiones, sentida
más que reconocida, ha inducido a una parte de nuestros disidentes a hacer
tentativas infructuosas para constituir una Iglesia ortodoxa rusa independiente
del Estado, en tanto que otro más numeroso partido proclamó, sencillamente, que
la verdadera Iglesia ha desaparecido del mundo desde 1666 y que nosotros
vivimos bajo el reino espiritual del anticristo que reside en San Petersburgo.
Ya se comprende por qué razón los partidarios de «la idea rusa» se guardan bien
de registrar el rasskol para ver si contiene esa idea enigmática. Una doctrina que
proclama que la monarquía y la Iglesia rusas se hallan bajo el imperio absoluto
del anticristo y que remite al fin del mundo toda esperanza de mejoramiento, es
evidentemente poco propicia para con el patriotismo excesivo que ve en la Rusia
tal como es, el segundo Israel, el pueblo escogido del porvenir. No carece,
empero, de interés advertir que, precisamente aquellos que querrían imponer a
Rusia una misión particular (los eslavófilos) están condenados a ignorar o
desconocer el único fenómeno histórico en que el espíritu religioso del pueblo
ruso haya manifestado cierta originalidad.
Por otro lado, ciertos círculos de
nuestros liberales y radicales «occidentalistas» (2) toman de buen grado bajo su
protección a nuestro protestantismo nacional, a pesar de sus formas bárbaras,
creyendo descubrir en él el pensamiento de un mejor porvenir para el pueblo
ruso. En cuanto a nosotros, no teniendo motivo alguno para depreciar ni para
encarecer este característico fenómeno de nuestra historia religiosa, podemos
juzgarlo más objetivamente. No desconocemos la gran parte que cabe a la
profunda ignorancia, a las tendencias ultrademocráticas y al espíritu de
rebelión en los orígenes del rasskol. Por eso no buscaremos en él ninguna
verdad superior, ningún ideal religioso positivo. Y, sin embargo, debemos
convenir que hubo siempre una chispa del fuego sagrado en esa agitación grosera
y aun absurda de las pasiones populares. Había allí una ardiente sed de verdad
religiosa, la necesidad urgente de una Iglesia verdadera y viva. Nuestro –protestantismo
nacional dirige sus tiros contra una manifestación parcial e imperfecta del
gobierno eclesiástico y no contra el principio de la Iglesia visible. Aun para la
fracción más avanzada de nuestros viejos creyentes, es de tal modo indispensable
una Iglesia real y organizada, que, privados de ella, se creen ya bajo el reinado
del anticristo. Excluyendo la ignorancia que les induce a confundir a Rusia con
el universo, en el fondo de todos estos extraños errores se encuentra la idea o
el postulatum de una Iglesia independiente del Estado e íntimamente ligada a
toda la vida social y privada del pueblo, de una Iglesia libre, potente y viva.
Y si, a la vista de la Iglesia oficial, rusa o griega, sin independencia ni
fuerza vital, nuestros disidentes declaran que no es la verdadera Iglesia de
Cristo, tienen perfecta razón.
La
verdad negativa del rasskol es inconmovible.
Ni las sangrientas persecuciones de
siglos pasados, ni la opresión burocrática moderna, ni la polémica oficial de
nuestro clero han podido modificar la tesis irrefutable: No existe verdadero gobierno espiritual en la Iglesia greco
rusa. Pero la verdad de nuestro protestantismo nacional se limita a eso.
En cuanto los viejos creyentes, dejando la simple negación, pretenden hallar
una salida para sus necesidades religiosas y realizar su ideal eclesiástico,
caen en contradicciones y absurdos manifiestos y hacen el juego a sus
adversarios. Fácil les es a éstos probar contra los popovtsi (3), que
una sociedad religiosa que ha estado privada por siglos del episcopado y que
sólo ha restablecido en parte esa institución fundamental mediante procedimientos
anticanónicos, no puede ser continuación auténtica de la antigua Iglesia ni
custodia única de la tradición ortodoxa. No es menos fácil establecer, contra
los bespopovtsi (4),
que el reino del anticristo no puede tener una duración indefinida y que, para
ser consecuentes, los disidentes deberían rechazar, junto con la Iglesia
actual, a la antigua que, según su opinión, fué destruida el año de gracia de
1666; porque una Iglesia contra la cual han prevalecido las puertas del
infierno no puede haber sido la verdadera Iglesia de Cristo.
Como hecho histórico, el rasskol
manifiesta en sus millares de mártires y
en eso estriba su importancia—la profundidad del sentimiento religioso en el pueblo
ruso, el vivo interés que le inspira la idea teocrática de la Iglesia. Si, por
una parte, es un hecho feliz que la mayoría de la población haya permanecido fiel
a la Iglesia oficial, la cual, no obstante la ausencia de legítimo gobierno
eclesiástico (5), ha conservado con todo la sucesión apostólica y la validez de los sacramentos,
sería deplorable, por otra, que todo el pueblo ruso se contentara con esta
Iglesia oficial tal como se encuentra; ello probaría sin lugar a dudas que toda
esperanza de renovación religiosa está perdida. La vehemente y tenaz protesta
de esos millones de campesinos nos hace prever la regeneración de nuestra vida eclesiástica.
Pero el carácter esencialmente negativo de ese movimiento religioso es prueba suficiente
de que el pueblo ruso, así como cualquier otro poder humano abandonado a sus
recursos, es incapaz de realizar su supremo ideal. Todas esas aspiraciones y tentativas por lograr
una Iglesia verdadera nada denotan fuera de una capacidad religiosa pasiva que,
para realizarse efectivamente en determinada forma orgánica, espera un acto de
regeneración moral de procedencia más alta que el elemento puramente nacional y
popular. Si la Iglesia oficial gobernada por un
empicado civil no es más que una institución de Estado, rama secundaria de la
administración burocrática, la iglesia soñada por nuestros disidentes tampoco
sería a lo sumo más que una Iglesia nacional democrática. A ambos partidos
falta la idea de la Iglesia Universal. El artículo del símbolo relativo a la
Iglesia una, santa, católica y apostólica, por más que es cantado en cada misa
y recitado en cada bautizo, sigue siendo letra muerta para los viejos
ortodoxos, así como para «la Iglesia dominante». Para los primeros la Iglesia
es el pueblo ruso, en su totalidad hasta los tiempos del patriarca Nicon, y,
después de él, en la parte que permaneció fiel al viejo rito nacional. En
cuanto a los teólogos de la Iglesia oficial, tienen ideas tan vagas como
contradictorias sobre el particular. Pero lo que se halla en todas sus
variaciones y lo que les es común, no obstante todas sus diferencias, es la
carencia de fe positiva en la Iglesia Universal. He aquí —para no considerar sino
un solo escritor que vale por muchos—la teoría de la Iglesia expuesta por el
hábil Filareto, arzobispo metropolitano de Moscú, en una de sus más importantes
obras (6):
«La verdadera Iglesia cristiana comprende todas las Iglesias particulares que
confiesan a Jesucristo «venido en la carne». La doctrina de todas esas sociedades
religiosas es en el fondo la misma verdad divina, pero puede hallarse mezclada
con opiniones y errores humanos.
De ahí resultan, en la enseñanza de
esas Iglesias particulares, diferencias en cuanto al grado de pureza. La
doctrina de la Iglesia oriental es más pura que las otras y aun puede
considerársela completamente pura, puesto que no mezcla ninguna opinión humana a la verdad
divina. Pero como, por lo demás, cada comunión religiosa tiene idénticas
pretensiones de pureza en cuanto a fe y doctrina, no nos conviene, juzgar a los
otros, sino abandonar el juicio definitivo al Espíritu de Dios que gobierna las
Iglesias». Tal es el sentimiento de Mons. Filareto y la mejor parte del clero
ruso piensa como él. Lo que esta manera de ver tiene de amplio y conciliador no
debe ocultarnos sus defectos esenciales. El principio de unidad y de universalidad
en la Iglesia está referido allí al solo fondo común de la fe cristiana, el
dogma de la Encarnación. Pero esta fe verdaderamente fundamental en Jesucristo,
el Hombre-Dios, no es considerada como germen vivo y fecundo de ulterior
desarrollo; el teólogo moscovita quiere ver en él la unidad definitiva del
mundo cristiano y la única que le parece necesaria.
Se contenta con hacer abstracción de
las diferencias que existen en la religión cristiana, y se declara satisfecho con
la unidad puramente teórica obtenida en esa forma. Es la unidad de la
indiferencia amplia, pero hueca, que no supone lazo orgánico alguno ni exige
ninguna comunidad efectiva entre las Iglesias particulares. La Iglesia Universal
es reducida a un ser de razón; sus partes son reales, pero el todo no es más que
una abstracción subjetiva. Si no ha ocurrido siempre así, y si la Iglesia en su
totalidad fue otrora un cuerpo vivo, este cuerpo es hoy presa de la muerte y de
la descomposición; lo único que se manifiesta actualmente es la existencia de
las partes separadas, en tanto que su unidad substancial ha desaparecido en las
regiones del mundo invisible. Y tal idea de la Iglesia muerta no es
sólo una consecuencia que nos parece contenida implícitamente en la tesis de
nuestro ilustre teólogo; él ha cuidado de describirnos la Iglesia Universal
según la concibe con la imagen de un cuerpo inanimado compuesto de elementos heterogéneos
y desunidos. Tuvo, en efecto, la inspiración de aplicar a la Iglesia de Cristo
la visión del gran ídolo, referida en el libro de Daniel. La cabeza de oro del
ídolo es la Iglesia cristiana primitiva, el pecho y los brazos de plata son “la
Iglesia que se fortifica y extiende» (época de los mártires); el vientre de
bronce es «la Iglesia abundante» (triunfo del Cristianismo, época de los
grandes doctores). Por fin, la Iglesia actual, (la Iglesia dividida y
fraccionada», está representada por los dos pies con los dedos en que la
arcilla ha sido mezclada el hierro por mano de hombre. Aceptar seriamente este
símbolo siniestro es negar la Iglesia de Dios fundada para todos los siglos, la
Iglesia una, infalible e inquebrantable. El autor lo ha comprendido muy luego,
y en las ediciones ulteriores de su obra ha excluido toda esa alegoría, si bien
no ha encontrado con qué reemplazarla. Por lo demás, si limitamos la aplicación
de dicha imagen a la Iglesia oficial greco-rusa, se debe confesar que el
eminente representante de esta institución no carece de ingenio ni de
imparcialidad. El hierro y la arcilla, confundidos por mano de hombre, la
violencia y la impotencia y una ficticia unidad que sólo espera un choque para
deshacerse en polvo: no se podría pintar mejor el estado actual de nuestro
establecimiento eclesiástico.
(1) El nombre genérico de rasskol (cisma) se emplea entre nosotros para designar especialmente a los disidentes que se separaron de la Iglesia oficial por cuestiones rituales; también se les llama starovews (viejos creyentes). La separación se consumo' en los años de 1666 y 1667, cuando un Concilio reunido en Moscú anatematizó los viejos ritos.
(2) En ruso, zapadniki, nombre que se da al partido literario opuesto a los eslavófilos y que defiende los principios de la civilización europea.
(3) Partido moderado que, por medios ilegítimos, dispone de un sacerdocio y aun desde 1848, de un episcopado, que tiene centro en Austria, en Fontana Alba.
(4) Partido radical que cree que el sacerdocio y todos los sacramentos, excepto el bautismo, desaparecieron completamente desde 1666.
(5) El nombramiento de todos nuestros obispos se hace en forma absolutamente prohibida y condenada por el canon III del Séptimo Concilio ecuménico, canon que, desde el punto de vista de nuestra misma Iglesia, nunca ha podido ser abrogado, por falta de concilios ecuménicos ulteriores. Más adelante volveremos sobre este punto.
(6) Conversación entre un examinador y un convencido sobre la verdad de la Iglesia Oriental.
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