LIBRO CUARTO
De la decadencia y ruina de la caridad
Que podemos perder la caridad y el
amor de Dios
mientras estamos en esta vida
mortal.
No
va dirigido este discurso a las grandes almas escogidas, que Dios, por un favor
especialísimo, de tal manera sostiene y confirma en su amor, que están fuera de
todo peligro de perderlo. Hablamos para el resto de los mortales, a los cuales
el Espíritu Santo dirige estas advertencias: Mire no caiga el que piensa estar firme Mantén lo que tienes ». Esforzaos para asegurar vuestra vocación por
medio de las buenas obras". Después de lo cual les hace pronunciar
esta plegaria: No me arrojes de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu.
y no nos dejes caer en la tentación" para que obren su »propia salvación
con un santo temblor y un temor saludable; sabiendo que no son constantes y
firmes en conservar el amor de Dios; que el primer ángel, con sus secuaces, y
Judas, que lo habían recibido, lo perdieron, y, perdiéndolo, se perdieron a sí
mismos; que nadie duda de que Salomón, habiéndolo una vez rechazado, se
condenó; que Adán, Eva, David, San Pedro, siendo hijos de salvación, no
dejaron, empero, por algún tiempo, de decaer en este amor, fuera del cual nadie
se salva. ¿Cómo
es posible que un alma, que posee el amor de Dios, pueda un día perderlo?
Porque donde hay amor hay resistencia al pecado. Y, puesto que el amor es
fuerte como la muerte e implacable como el infierno en el combate, ¿cómo es
posible que las fuerzas de la muerte o del infierno, es decir, los pecados,
venzan al amor, que, por lo menos, les iguala en fuerza, y les aventaja en los
auxilios y en derecho? ¿Cómo se explica que un alma racional, que haya gustado
una vez una tan grande dulzura, como lo es la del amor divino, pueda seguir la
vanidad de las criaturas? Mi querido Teótimo, los mismos cielos se pasman y las
puertas celestiales se aterrorizan, y los ángeles de paz o quedan sobrecogidos
de admiración ante esta prodigiosa miseria del corazón humano, que deja un bien
tan amable, para unirse a unas cosas tan rastreras. Es imposible ver a la
Divinidad y no amarla. Mas, en este mundo, donde sin verla la entrevemos a
través de las sombras de la fe, como en un espejo". Nuestro conocimiento
no es tan grande que no dé entrada a la sorpresa de otros objetos y bienes
aparentes, los cuales, entre las obscuridades que se mezclan con la certeza y
la verdad de la fe, se deslizan insensiblemente como raposillas que están
asolando las viñas. En fin, cuando poseemos la caridad, nuestro libre albedrío
anda ataviado 'Con el vestido de bodas, del cual, así como puede estar siempre
vestido, si así lo quiere, puede también despojarse, por el pecado. Del
enfriamiento del alma en el amor sagrado" La caridad está, a veces, tan
desfallecida y abatida en el corazón, que casi no se manifiesta por ningún
acto, y, sin embargo, no deja de morar toda entera en la suprema región del
alma, y esto sucede cuando el santo amor, bajo la multitud de los pecados
veniales, como bajo la ceniza, permanece cubierto, con su brillo amortiguado,
aunque no apagado ni extinguido; porque, así como la presencia del diamante
estorba e impide el ejercicio y la acción de la propiedad que el imán posee
para atraer el hierro, sin privarle, con todo, de dicha propiedad, la cual obra
en cuanto el impedimento es removido; de la misma manera, la presencia del
pecado venial no arrebata a la caridad su fuerza y su potencia para obrar, pero
la entorpece, en cierto modo, y la priva del uso de su actividad, de suerte que
queda inactiva, estéril e infecunda. Es
cierto que ni el pecado venial ni el afecto al mismo son contrarios a la
resolución esencial de la caridad, que es la de preferir a Dios sobre todas las
cosas, pues, por este pecado amamos alguna cosa fuera de razón, pero no contra
razón; nos inclinamos, con algún exceso y más de lo que conviene a la criatura,
pero sin preferirla al Creador; nos entretenemos demasiado en las cosas de la
tierra, pero lo deja más por ellas las celestiales. En una palabra, este pecado
hace que andemos con retraso por el camino de la caridad, pero no nos aparta de
él, por lo que, no siendo el pecado venial contrario a la caridad, jamás la
destruye, ni en todo ni en parte. Este afecto, pegándonos demasiado al goce de
las criaturas, estorba la intimidad espiritual entre Dios y nosotros, a la cual
la caridad, como verdadera amistad, nos incita. Por lo mismo, hace que perdamos
los auxilios y los socorros interiores que son como los espíritus que dan vida
y alientos al alma, y de cuya falta proviene la parálisis espiritual, la cual,
si no se le pone remedio nos acarrea la muerte. Porque, en último término,
siendo la caridad una cualidad activa, no puede durar mucho tiempo sin obrar perecer.
Los espíritus viles, perezosos y entregados a los placeres exteriores, no estando
instruidos para los combates, ni ejercitados en las armas espirituales no velan
casi nunca por la caridad, y; ordinariamente, se dejan sorprender por la culpa
mortal lo cual acontece más fácilmente, cuando el alma, por el pecado venial,
está más dispuesta para caer en el pecado mortal.
Cómo se deja el divino
amor por el amor a las
Criaturas.
Esta
desgracia, a saber, la de dejar a Dios por la criatura, sobreviene de esta
manera. Nosotros no amamos a Dios sin intermitencias, porque, en esta vida
mortal, la caridad está en nosotros a manera de simple hábito, del cual,
usamos, cuando nos place, y nunca contra nuestro querer. Luego, cuando nosotros
no ejercitamos la cridad que poseemos, es decir, cuando no aplicamos nuestro
espíritu a las prácticas del amor sagrado, porque lo tenemos distraído en otras
ocupaciones, o porque, perezoso de suyo, permanece inútil y negligente, entonces,
puede ser tocado de algún objeto malo y sorprendido por alguna tentación. Esto
sucedió a nuestra madre Eva, cuya perdición comenzó por cierto entretenimiento
que halló en conversar con la serpiente y en la complacencia que sintió al
oírla hablar del acrecentamiento de su ciencia, y al ver la hermosura del fruto
prohibido; de suerte que aumentando la complacencia con el entretenimiento, y éste
con la complacencia, se encontró, al fin, tan comprometida, que, dejándose
llevar hasta el consentimiento, cometió el desdichado pecado, al cual arrastró
después a su esposo. Si no nos entretuviésemos en la vanidad de los placeres
caducos, y, sobre todo, en complacer a nuestro amor propio, sino que, una vez
en nuestro poder la caridad, fuésemos cuidadosos de volar directamente hacia
donde ella nos lleva, nunca las sugestiones ni las tentaciones harían presa en
nosotros. Dios
no quiere impedir que las tentaciones nos combatan, para que, resistiendo, se
ejercite más y más la caridad, y pueda, por el combate, reportar la victoria,
y, por la victoria, obtener el triunfo. Pero el que tengamos cierta inclinación
a deleitarnos en las tentaciones, proviene de la condición de nuestra
naturaleza, que ama tanto el bien, que está expuesta a ser atraída por todo lo
que de bien tiene alguna apariencia; y lo que la tentación nos ofrece como cebo
siempre tiene este aspecto. Porque, como enseñan las sagradas Letras, o es un
bien honroso según el mundo, a propósito para provocar la soberbia; de la vida
mundana, o un bien deleitable a los sentidos, para arrastrarnos a la
concupiscencia de la carne, o un bien útil para enriquecernos y para incitarnos
a la avaricia o concupiscencia de los oídos. Si nuestra fe fuese tal, que
supiese discernir entre los verdaderos bienes, que podemos procurar, y los
falsos, que debemos rechazar, y que estuviese vivamente atenta a sus deberes. entonces
sería el seguro centinela de la caridad y le avisaría la presencia del mal que
se acerca al corazón, y la caridad lo rechazaría al punto. Mas, porque nuestra
fe está, ordinariamente, dormida, o menos atenta de lo que la conservación de
nuestra caridad requiere, somos, con frecuencia, sorprendidos por la tentación,
y, al seducir ésta nuestros sentidos, y al incitar estos la parte inferior de
nuestra alma a la rebelión, sucede, muchas veces, que la parte superior de la
razón cede al empuje de esta rebeldía, y, cometiendo el pecado, pierde la
caridad. Con todo su séquito, es decir, con todos los dones del Espíritu Santo
y demás virtudes celestiales, que son sus inseparables compañeras, si no son
sus disposiciones y propiedades; y no queda, en nuestra alma, ninguna virtud de
importancia, fuera del don de la fe, que, con su ejercicio, puede hacernos ver
las cosas eternas, y el de la esperanza con su acción, los cuales, aunque
tristes y afligidos, mantienen en nosotros la calidad y el título de cristiano
que se nos confió por el bautismo. ¡Qué espectáculo más lamentable para los
ángeles de paz, el ver cómo el Espíritu Santo y su amor salen de las almas
pecadoras!
Que el amor sagrado se pierde en un momento.
El
amor a Dios, que nos lleva hasta el desprecio de nosotros mismos nos hace
ciudadanos de la Jerusalén celestial; el amor a nosotros mismos, que nos impele
hacía el desprecio de Dios, nos hace esclavos de la Babilonia infernal. Ahora
bien, es cierto que hacia el desprecio de Dios caminamos poco a poco; mas,
cuando llegamos a él, entonces, en seguida y en un instante, la caridad se
separa de nosotros, o, mejor dicho, perece enteramente. En este desprecio de
Dios consiste el pecado mortal, y un solo pecado mortal ahuyenta la caridad:
del alma, en cuanto rompe el vínculo y la unión de ésta con Dios, que es la
obediencia y la sumisión a su voluntad. Y, así como el corazón humano no puede
estar vivo Y partido, tampoco la caridad, que es el corazón del alma y el alma
del corazón, nunca puede ser lesionada sin que muera. Los hábitos que adquirimos
sólo por los actos humanos, no perecen por un solo acto contrario, pues nadie
dirá que un hombre sea intemperante por haber cometido un solo acto de intemperancia,
ni que un pintor no sea un buen artista, por haberse equivocado una vez en su
arte; así como todos estos hábitos no se engendran en nosotros sino por la
impresión de una serie de muchos actos, de la misma manera, no los perdemos
sino por una prolongada interrupción de sus actos o por una multitud de actos
contrarios. Pero la caridad nos es arrebatada en un instante, en seguida que,
desviando nuestra voluntad de la obediencia que debemos a, Dios, acabamos de
consentir en la rebelión y en la deslealtad, a la cual la tentación nos incita
El Espíritu Santo, una vez ha infundido la caridad en el alma, la acrecienta de
grado en grado y de perfección en perfección del amor siendo la resolución de
preferir la voluntad de Dios a todas las cosas, el punto esencial ti el amor
santo. Luego, cuando nuestro libre albedrío se resuelve a consentir en el
pecado, dando muerte, de esta manera, a aquel propósito, la caridad muere con
éste, y el alma pierde, en un instante su esplendor, su gracia y su hermosura,
qué consiste en el santo amor.
Que la sola causa de la
falta o del enfriamiento de
la caridad es la voluntad
de las criaturas.
El
sagrado concilio de Trento inculca divinamente a todos los hijos de la Iglesia
santa, que la divina gracia nunca falta a los que hacen lo que pueden e invocan
el auxilio celestial, y que Dios nunca deja a los que han sido una vez por Él
justificados, a no ser que sean ellos, los primeros en dejarle, de suerte que,
si son fieles a la gracia, conseguirán la gloria. Todos los hombres somos
viajeros, en esta vida mortal; casi todos nos hemos dormido voluntariamente en
la iniquidad: y Dios, sol de Justicia, ha lanzado a manera de dardos, no sólo
suficientemente, sino también con abundancia, los rayos de sus inspiraciones
sobre todos nosotros, y ha dado calor a nuestros corazones con sus bendiciones,
tocando a cada uno con los atractivos de su amor. ¿Cuál es la causa de que sean
tan pocos los que se sienten movidos por estos alicientes y que sean muchos
menos los que por ellos se dejan prender! Ciertamente, los que, siendo atraídos
y después movidos siguen la inspiración, tienen un gran motivo para regocijarse
de ello, mas no para gloriarse. Para regocijarse, porque gozan de un gran bien;
más no para gloriarse, pues todo es por pura bondad de Dios, que, dejando para
ellos la utilidad de su beneficio, se reserva la gloria para Sí. Mas, en cuanto
a los que permanecen en el sueño del pecado, ¡con cuánta razón, oh mío, se
lamentan, gimen, lloran y se duelen! porque han caído en la más lamentable
desdicha; pero solo tienen razón de dolerse y de quejarse de sí mismos, porque
han despreciado y sido rebeldes a la luz, reacios a los atractivos, y se han
obstinado contra la inspiración; de suerte que solo a su malicia deben, para
siempre, su maldición y su confusión, pues son los únicos autores de su
pérdida, los únicos causantes de su condenación. Así, habiéndose quejado los
japoneses a San Francisco Javier, su apóstol, de que Dios, que había tenido tan
gran cuidado de otras naciones, parecía haber olvidado a sus predecesores, no
habiéndoles concedido su conocimiento, por falta del cual pudieran haberse
perdido, respondióles el varón de Dios que, habiendo sido plantada la ley
divina natural en el alma de todos los mortales, si sus antepasados la
observaron, fueron, sin duda, iluminados por la luz celestial; pero, si la
quebrantaron merecieron ser condenados. Respuesta apostólica de un hombre apostólico,
y enteramente semejante a la razón que el gran Apóstol da de la pérdida de los
gentiles, de los cuales dice que no
tienen disculpa, porque habiendo conocido el bien siguieron el mal, pues
esto es, en pocas palabras, lo que inculca a los romanos en el primer capítulo
de su epístola y desgracia sobre desgracia para los que no conocen que su desgracia
proviene de su malicia.
Que debemos atribuir a Dios
todo el amor que le tenemos.
La
Iglesia nuestra madre, con un ardiente celo, quiere que atribuyamos nuestra
salvación y los medios para llegar a ella a la sola misericordia del Salvador,
para que, así en la tierra como en el cielo, sólo a Él se dé todo el honor y
toda la gloria. ¿Qué tienes que no hayas recibido? ---dice el Apóstol, hablando
de los dones de ciencia, elocuencia y de las demás cualidades de los pastores
eclesiásticos, y, si la que tienes lo has recibidlo, ¿de qué te jactas, como si
no lo hubieses recibido? Es verdad que todo lo hemos recibido de Dios, pero,
por encima de todas las cosas, hemos recibido los bienes sobrenaturales del
santo amor. Si alguno quisiera envalentonarse, por haber hecho algunos
progresos en el amor de Dios le diríamos ¡infeliz criatura!, estabas desfallecida en tu
maldad, sin que te quedasen fuerzas ni vida para levantarte, Y Dios, por su
infinita misericordia, corrió en tu ayuda, introduciendo en tu corazón su santa
inspiración, y tú la recibiste; después, una vez recobraste el sentido,
continuó robusteciendo tu espíritu con diversos movimientos y diferentes
medios, hasta que derramó en él su caridad, como salud perfecta y vivificadora.
Dime, pues, ahora, ¿qué parte tienes en todo esto para que puedas
vanagloriarte? Si Dios no te hubiese prevenido, no hubieras jamás sentido su
bondad, ni por consiguiente, consentido en su amor, ni siquiera hubieras tenido
un solo buen pensamiento para Él. Su movimiento ha dado y su vida al tuyo, y,
si su liberalidad no hubiese animado, excitado y provocado tu libertad hubiera
sido inútil para tu salvación. Confieso que has cooperado a la inspiración con
tu consentimiento; pero, tu cooperación ha traído su origen de la acción de la
gracia y, a la vez, de tu libre voluntad; así que, si la gracia no hubiese
prevenido y llenado tu corazón con su auxilio, jamás hubieras podido ni querido
prestar tu cooperación. Nosotros podemos estorbar los efectos de la
inspiración, pero no podemos dárnoslos: ella saca de su fuerza y virtud de la
bondad divina, que es el lugar de su origen, y no de la voluntad humana, que es
el lugar de su término. Es pues, la inspirándola que imprime en nuestro libre
albedrio la feliz y suave influencia por la cual, no solo le hace ver la
belleza del bien, sino que, además, la enardece, la ayuda, le da fuerzas y la
mueve dulcemente, de suerte que por este medio se desliza gustosa del lado del
bien. Si tenemos algo de amor a Dios, para Él sea el honor y la gloria, que
todo lo ha hecho en nosotros de manera que sin Él, nada se hubiera hecho: y
quede para nosotros el provecho y la obligación. Porque esta es la distribución
que hace su divina bondad: deja el fruto para nosotros, y se reserva para sí el
honor y la alabanza y a la verdad, puesto que nada somos sino por su gracia,
nada debemos ser sino para su gloria.
Que hemos de evitar toda curiosidad y conformarnos humildemente
con la sapientísima providencia de Dios.
Es
tan débil el espíritu humano, que, cuando quiere investigar con excesiva
curiosidad las causas las razones de la
voluntad divina, se embaraza y enreda entre los hilos de mil dificultades, de
los cuales, después, no puede desprenderse. Se parece al humo, que, conforme
sube, se hace más sutil, y acaba por disiparse. A fuerza de querer remontarnos
con nuestros discursos hacia las cosas divinas, por curiosidad, nos envanecemos
en nuestros pensamientos y, en lugar de llegar al conocimiento de la verdad,
caemos en la locura de nuestra vanidad. Pero, de un modo particular, respecto a
la Providencia divina, somos caprichosos en lo que atañe a los medios que ella
reparte para atraernos a su santo amor, y por su santo amor, a la gloria.
Porque nuestra temeridad nos impele siempre a indagar por qué Dios da más
medios a unos que a otros; por qué, "trae a su amor a uno con preferencia
a otro. Dios
hace todas las cosas con gran sabiduría, ciencia y razón, pero de suerte que,
no habiendo penetrado el hombre en el divino consejo, cuyos juicios y planes
están muy por encima de nuestra capacidad, debemos adorar devotamente sus
decretos, como sumamente justos, sin indagar los motivos, que reserva para sí,
para mantener nuestro entendimiento en el respeto y en la humildad que se le
deben. San Agustín, en muchos pasajes de sus obras, enseña esta misma práctica:
"Nadie – dice-puede ir hacia el
Salvador, si no es atraído. A quién atrae y a quién no atrae; por qué atrae a
éste y no atrae a aquél, no quieras juzgarlo, si no quieres errar. Escúchame y
procura entenderme. ¿No eres atraído? Ruega, para que lo seas”.
Ciertamente, al cristiano que vive de la fe y que no conoce, sino en parte, lo
que es perfecto, tiene bastante con saber y creer que Dios no líbra a nadie de
la condenación, sino por una misericordia gratuita, por Jesucristo Nuestro
Señor, y que no condena a nadie, sino por su justísima verdad, por el mismo Jesucristo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario