SOLOVIEV
(Fin del artículo)
La Iglesia es sociedad instituida por Jesucristo y
que, encabezada por Este, forma., con El un solo cuerpo místico. Salió del
costado de Cristo, es sobrenatural en su esencia y fin, sociedad perfecta e
independiente, visible y reconocible mediante notas o signos que tesón propios
y la distinguen de otras religiones, a saber: es una, santa, católica y
apostólica. Es jerárquica y está presidida por un Jefe que tiene potestad
suprema para apacentarla, regirla y gobernarla. Como sólo a ella fue confiado
el tesoro infinito de los méritos de Jesucristo, todo el que quiera ser salvo
debe pertenecer a ella, al menos de deseo. Se ingresa a ella por el bautismo.
En su seno contiene a predestinados y fieles, a perfectos y pecadores,
príncipes y reyes, orientales y occidentalles. La Iglesia Católica tiene por
derecho divino, potestad y oficio de conservar y exponer con certidumbre
infalible, la doctrina revelada, mediante la asistencia indefectible del
Espíritu Santo. Esta infalibilidad reside en el Papa y en los concilios
universales confirma dos por éste, y tiene como objeto las cosas tocantes a la
fe y las costumbres. Igualmente tiene jurisdicción omnímoda y directa en
materia religiosa y por lo menos indirecta en lo temporal. Le pertenece la
administración de los sacramentos, la predicación de la palabra divina, la
colación del orden sagrado y vigilancia del estado religioso, la dirección de
los estudios teológicos, la interpretación de la Sagrada Escritura. Su
jurisdicción se extiende sobre príncipes y reyes, las naciones, la vida
pública, la familia y la educación; puede declarar nulas las leyes injustas.
Tiene autoridad sobre las ciencias y la filosofía, aun en materia no definida;
pero no se opone a la justa libertad de sus investigaciones, y su acción es
beneficiosa para la cultura humana. El Estado no debe ser separado de la
Iglesia. En la consumación de los siglos la Iglesia, esposa de Jesucristo,
reinará con Este para siempre.
* * *
Para terminar, indicaremos brevemente los puntos
con que los «ortodoxos» pretenden justificar su "actitud de separación.
Solovief tiene razón al decir que, en realidad, la única cuestión importante
para los teólogos herederos de Focio y de Miguel Cerulario es la del primado
del Pontífice romano. En el capítulo III del primer libro expone, además, otros
motivos puramente artificiosos, creados para conveniencia de la controversia,
pero que de ningún modo corresponden a la teología implícita en la fe y en la
piedad tradicionales del Pueblo ruso. Por ejemplo, aun cuando oficialmente se niega
el Purgatorio, existen oraciones por los difuntos y se ofrece por ellos el
sacrificio de la misa. Tampoco admite la Iglesia rusa la visión beatífica de
las almas antes del Juicio universal; pero en Rusia se llama (bienaventurados)
a los Santos, se celebran sus fiestas, se veneran sus imágenes y con todo el
fervor que corresponde a la creencia en un estado correspondiente a la unión
gloriosa con Dios. Respecto a la Inmaculada Concepción, es singular advertir
que entre los orientales cristianos se ha creído en ella muchos siglos antes
que en Occidente. El mismo Focio terminaba así una homilía sobre la
Anunciación: “María es la Virgen sin mancha, siempre Virgen, la hija inmaculada
de nuestra estirpe, escogida como esposa del Rey y Señor del Universo entre
todos los habitantes de la tierra”.
Con razón Solovief puede calificar de ideólogos
enceguecidos por el odio contra Roma» a quienes se atreven a renegar de una
creencia tan manifiesta y constante de la Iglesia Oriental griega y rusa. El
“Filioque” es una dificultad definitivamente zanjada por el Concilio de
Florencia del año 1438, el cual aceptó como idénticas la fórmula habitual de
los Padres orientales: “El Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo»; y la
de los Padres latinos: «El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.» En consecuencia
sólo queda en pie la animadversión típicamente protestante por el Pontificado y
Solovief da cuenta de la inanidad doctrinaria, de la contradicción histórica y
del daño espiritual que para los eslavos comporta mantener el distanciamiento
con Roma, roca indefectible de la cristiandad.
* * *
Vladimiro Sergievitch Solovief nació en Moscú el
16 de enero 1853, y murió en el año 1900, en una finca del Príncipe
Troubetzkoi, en las afueras de la capital de Rusia. Es uno de los más grandes
pensadores rusos contemporáneos; ateo desde su precoz adolescencia, llega en la
juventud a la fe con el ardor del converso. En una época que se encuentra en
directa relación de causa a efecto con estos tiempos que hoy tenemos la alegría
combativa de vivir, el escritor ruso se entregó a la dura tarea de hacer que la
suprema oración de Cristo por la Unidad, fuera más escuchada. Durante los
primeros años de su actuación en los ambientes universitarios de Moscú y San
Petersburgo, sufrió continuos ataques por sus ideas, pero llegó más tarde a
conquistar una extraordinaria influencia que más se debió a su comunicativa
espiritualidad que a sus dotes indiscutibles de maestro.
La juventud de Solovief se encuentra marcada por
lodos los cambios profundos que sufrió la sociedad rusa en la segunda mitad del
siglo XIX. En ella se hilan citas tan opuestas reacciones que, en parte,
explican la idea de fenómeno extraño, heterogéneo y desgarrado que el hecho
ruso tiene para el occidental europeo. Movimientos revolucionarios en
ebullición y tendencias absolutistas que se imponen; corrientes eslavistas
fieles a la ortodoxia tradicional frente a incipientes tendencias católicas y a
un ateísmo militante de mística oscura que despuntaba ya como nueva religión de
la Humanidad, todos estos movimientos del espíritu y de la carne aparecen al
mismo tiempo en una especie de autolaceración desesperada que había de poner a
Rusia en el dilema de ser la avanzada temporal de la doctrina de Cristo, como
Solovief tantas veces soñara, o la fuerza diabólica destructora de todo lo que
pudiera recordar el nombre de Dios, como desde 1917 ha venido realmente a ser.
En cualquier campo el idealismo y el materialismo
se hallan presentes por entonces. Sólo se abre paso lo que es extremo,
apasionado y total; y nada hay en Rusia que no lo sea en las últimas décadas de
su historia. A padres idealistas y creyentes que luchan entre sí divididos en
occidentalistas y eslavófilos, suceden hijos nihilistas que tienen por Dios la
destrucción y el aniquilamiento. Y de entre éstos hay quienes vuelven
desengañados al ideal cristiano. En el resto de Europa, mientras tanto, las
corrientes intelectuales dejan de lado todo lo que puede constituir un problema
religioso. Solovief deberá moverse en su camino hacia Cristo en medio de las
amarguras que le ofrece un mundo hostil. En su patria sólo encuentra el odio o
la persecución de muchos; en el resto de Europa, la indiferencia de los más.
Sin embargo ya le había precedido Dostoieivsky en la búsqueda lenta de un
cristianismo positivo, y más tarde Tolstoy sufrirá la crisis que lo convierte
en el apóstol de un difuso cristianismo moralizador y deformado que de nuevo se
aleje del verdadero camino de retorno a la Verdad.
El catolicismo de Solovief limita en Rusia el
campo de su prédica a círculos superiores de la sociedad; así los príncipes
Sergio y Eugenio Troubetskoi se con la amistad profunda que existió entre el
novelista y el filósofo, está reflejada en el personaje de Alíocha, el
iluminado, el puro, de «Los hermanos Karamasof», en el que Dostoiewski quiso
dibujar la alta figura moral de Solovief vierten
en sus más fervorosos seguidores. Con todo como su doctrina se apoya en una
intuición demasiado personal no es grande el número de discípulos que le
aceptan en bloque, aunque sí es considerable el de quienes reconocen o revelan
el sello que deja el contacto con su gran personalidad. La influencia de
Vladimiro Solovief en el carneo de la filosofía es muy considerable,
principalmente en el dominio de la teoría del conocimiento. Sus escritos sobre
filosofía moral y filosofía de la historia han dejado huellas bien visibles en
pensadores tan diferentes como el príncipe Eugenio Troubestkói y Nicolás
Berdiaeff. Pero su presencia no se concreta a la esfera, propiamente filosófica
o religiosa; ejerce también una definida gravitación sobre la gente de letras.
Crítico literario y admirable poeta, lleva a la poesía en expresión simbólica
sus intuiciones filosóficas y místicas. Es el gran precursor de los simbolistas
rusos de fin del singlo XIX que renovaron profundamente la poesía sacudiéndola
de preocupaciones sociales y de rencores sombríos a cambio de darle un sentido
espiritual más alto aunque, las más de las veces, desganado y melancólico.
En los últimos años del escritor su figura
ascética denotaba la existencia de una intensa vida interior que le ganó
unánime consenso de santidad. Es en esta segunda parte de su vida cuando
Solovief se convierte en el apóstol de la unión de las iglesias. «La unión de
las iglesias prepara la unión del género humano-», ha escrito ningún pueblo
puede vivir en sí, por sí o para sí, pues, la vida de cada uno no es más que
una participación en la vida general de la humanidad». Y hablando de Rusia,
dice: a una nación no es lo que ella piensa de sí misma en el tiempo, sino lo
que Dios piensa de ella en la eternidad», y él cree que Dios le asigna a su
patria la más grande misión temporal; ser el brazo secular de la Iglesia.
Su pensamiento, original y nuevo, despierta gran
interés en los medios católicos intelectuales de Francia, Alemania y Rusia,
Algunos de sus libros al servicio de esa idea los escribe directamente en
francés —como el que hoy damos en su versión castellana— para difundir con
mayor eficacia su idea por Occidente. Se puede decir en justicia que pocos
hombres en los tiempos actuales han hecho lo que él para que las iglesias
ortodoxas integren con Roma una gran unidad bajo un solo pastor. A él se debe
en primer término la corriente de verdadera comprensión que hoy existe entre
muchos intelectuales católicos y ortodoxos, porque supo hacer resaltar con
auténtico espíritu de caridad que las diferencias que separan a amba-s iglesias
son punto menos que secundarias al lado de los innumerables vínculos que las unen.
INTRODUCCIÓN (Al libro
propiamente)
INTRODUCCIÓN (A las obras
de Solovief)
Cien años hace que Francia —centinela avanzado de
la humanidad— quiso inaugurar otra época de la historia proclamando los derechos del hombre. Es verdad que
el Cristianismo, muchos siglos antes, había conferido a los hombres el derecho
y el poder de ser hechos hijos de Dios: «edoken autois excusian techna Theou
genesthai» ((les dio —a cuantos Le recibieron—el poder de ser hijos de Dios»). Pero en la vida social de la cristiandad, ese poder soberano del hombre
estaba casi olvidado y la nueva proclamación francesa no era del todo
superflua. No hablo de los abusos de hecho, sino de los principios reconocidos
por la conciencia pública, expresados por las leyes, realizados en las
instituciones. La cristiana América privaba por un instituto legal a los negros
cristianos de toda dignidad humana y los entregaba a merced de la tiranía de
sus amos, que también profesaban la religión cristiana. Era una ley la que en
la piadosa Inglaterra condenaba al cadalso a todo hombre que para no morir de
hambre sustrajera alimentos a su rico vecino. Era, por fin, una ley y una
institución la que en Polonia y en la «santa» Rusia permitían al señor vender
como ganado a sus siervos. No pretendo juzgar las cuestiones particulares de
Francia ni decidir si la Revolución —según lo afirman escritores distinguidos y
más competentes que yo— ha hecho a ese país más mal que bien. Pero no debe
olvidarse que si cada nación histórica trabaja más o menos por el mundo entero,
Francia tiene el soberano privilegio de ejercer un influjo universal en el
dominio político y social.
Si el movimiento revolucionario ha destruido
muchas cosas que debían ser destruidas, si ha barrido, y para siempre mucha
iniquidad, ha fracasado miserablemente en el intento de crear un orden social
fundado sobre la justicia. La justicia es sólo la expresión práctica, la
aplicación de la verdad, y el punto de partida del movimiento revolucionario
era falso. Para convertirse en principio positivo de instauración social, la
afirmación de los derechos del hombre exigía, ante todo, una idea verdadera
respecto del hombre. La de los revolucionarios es conocida: no veían ni
comprendían en el hombre más que la individualidad abstracta, un ser de razón despojado
de todo contenido positivo.
No me propongo revelar las interiores
contradicciones del individualismo revolucionario, mostrar cómo «el hombre»
abstracto se transformó de pronto en “ciudadano » no menos abstracto, ni cómo
el individuo libre y soberano se vio fatalmente esclavo y víctima sin defensa
del Estado absoluto o de la «nación», es decir, de una banda de oscuros
personajes llevados por el torbellino revolucionario a la superficie de la vida
pública a quienes hizo feroces la conciencia de su nulidad intrínseca. Ha de recordarse que, en 1861, Rusia
hizo acto de justicia emancipando a los siervos. Sería, sin duda, muy interesante e instructivo
seguir el hilo dialéctico que une los principios de 1789 a los hechos de 1793.
Pero me parece más importante todavía comprobar que el protón pseudos (mentira
primordial) de la Revolución —el principio del hombre individual considerado
como un ser completo en sí y para sí— que esta falsa idea del individualismo no
había sido inventada por los revolucionarios, ni por sus padres espirituales,
los enciclopedistas, sino que ella era consecuencia lógica, aunque imprevista,
de una doctrina anterior pseudocrístiano o semicristiana, causa radical de
todas las anomalías en 3ª historia y en el estado actual de la cristiandad.
La humanidad ha creído que, profesando la
divinidad de Cristo, quedaba dispensada de tomar en serio sus palabras. Ciertos
textos evangélicos han sido arreglados de manera que pudiera sacarse de ellos
lo que se quisiera y contra otros textos que no se prestaban a arreglos se hizo
la conspiración del silencio. Se ha repetido sin descanso el mandamiento: «Dad
al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios», para sancionar un
orden de cosas que daba todo a César y a Dios nada. Con la palabra: «Mi Reino
no es de este mundo», se ha tratado de justificar y confirmar el carácter
pagano de nuestra vida social y política, como sí la sociedad cristiana debiera
pertenecer fatalmente a este mundo y no al Reino de Cristo. En cuanto a las
palabras: «Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra», no se las
citaba. Se aceptaba a Cristo como sacrificador y como víctima expiatoria, no se
quería a Cristo Rey. Su dignidad real fue reemplazada por todas las tiranías
paganas; pueblos cristianos repitieron el
grito de la plebe judaica : «No tenemos rey, sino César.» Así ha visto la
Historia y aún vemos nosotros el extraño fenómeno de una sociedad que profesa
como religión el cristianismo y que permanece pagana, no sólo en su vida, sino
en cuanto a la ley de su vida.
Dualismo tal es una quiebra moral más que una
inconsecuencia lógica. Claramente se lo advierte en el carácter hipócrita y
sofístico de los argumentos de ordinario empleados para defender ese estado de
cosas. «La esclavitud y los castigos crueles —decía
treinta años a un obispo célebre en Rusia— no son contrarios al espíritu del
Cristianismo, porque el sufrimiento físico no obsta a la salvación del alma,
único objeto de nuestra religión.» Como si el sufrimiento físico infligido a un
hombre por otro hombre no supusiera en éste una depravación moral, un acto de
injusticia y de crueldad ciertamente peligrosos para la salvación de su alma.
Aun admitiendo —lo que es absurdo— que la sociedad cristiana pueda ser
insensible al sufrimiento de los oprimidos, ¿puede ser indiferente al pecado de
los opresores? Esa es la cuestión. Más que la esclavitud propiamente dicha, la
esclavitud económica ha encontrado defensores en el mundo cristiano. «La
sociedad y el Estado —dicen— no están obligados a tomar medidas generales y
regulares contra el pauperismo; basta con la limosna voluntaria; ¿acaso no dijo
Cristo que siempre habría pobres en la tierra?» Sí, siempre habrá pobres, así
como siempre habrá enfermos; ¿prueba esto acaso la inutilidad de las medidas
sanitarias? La pobreza en sí misma no es un mal, tampoco la enfermedad; el mal
está en quedar indiferente ante los sufrimientos del prójimo.
Ni se trata tan sólo de los pobres; también los
ricos tienen derecho a nuestra compasión. ¡Pobres ricos! Se hace lo posible por
desarrollarles la joroba, y luego se les invita a entrar al Reino de Dios por
el orificio imperceptible de la caridad individual. Ya se sabe, por lo demás,
que una exégesis bien informada ha creído que «el ojo de la aguja» no era otra
cosa que la traducción literal del nombre hebreo dado a una de las puertas de
Jerusalén (negeb-ha-khammath o Khour-hahhammath, difícil de pasar para los
camellos. No sería, pues, lo infinitamente pequeño de una filantropía
individualista, sino el camino estrecho y arduo, pero, así y todo, practicable,
de la reforma social lo que el Evangelio propondría a los ricos.
Se querría limitar a la caridad la acción social
del cristianismo; se querría privar a la moral cristiana de toda sanción legal,
de todo carácter obligatorio. Moderna aplicación de la antigua antinomia
gnóstica (el sistema de Marcion, en particular), tantas veces anatematizada por
la Iglesia. Que todas las relaciones entre los hombres estén determinadas por
la caridad y el amor fraternal es, sin duda, la voluntad definitiva de Dios, el
objeto de su obra; pero en la realidad histórica —como en la ovación dominical—
el cumplimiento de la voluntad divina en la tierra sólo tiene lugar después de
la santificación del nombre de Dios y del advenimiento de su Reino.
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