viernes, 9 de diciembre de 2016

RUSIA Y LA IGLESIA UNIVERSAL

SOLOVIEV
(Fin del artículo)


La Iglesia es sociedad instituida por Jesucristo y que, encabezada por Este, forma., con El un solo cuerpo místico. Salió del costado de Cristo, es sobrenatural en su esencia y fin, sociedad perfecta e independiente, visible y reconocible mediante notas o signos que tesón propios y la distinguen de otras religiones, a saber: es una, santa, católica y apostólica. Es jerárquica y está presidida por un Jefe que tiene potestad suprema para apacentarla, regirla y gobernarla. Como sólo a ella fue confiado el tesoro infinito de los méritos de Jesucristo, todo el que quiera ser salvo debe pertenecer a ella, al menos de deseo. Se ingresa a ella por el bautismo. En su seno contiene a predestinados y fieles, a perfectos y pecadores, príncipes y reyes, orientales y occidentalles. La Iglesia Católica tiene por derecho divino, potestad y oficio de conservar y exponer con certidumbre infalible, la doctrina revelada, mediante la asistencia indefectible del Espíritu Santo. Esta infalibilidad reside en el Papa y en los concilios universales confirma dos por éste, y tiene como objeto las cosas tocantes a la fe y las costumbres. Igualmente tiene jurisdicción omnímoda y directa en materia religiosa y por lo menos indirecta en lo temporal. Le pertenece la administración de los sacramentos, la predicación de la palabra divina, la colación del orden sagrado y vigilancia del estado religioso, la dirección de los estudios teológicos, la interpretación de la Sagrada Escritura. Su jurisdicción se extiende sobre príncipes y reyes, las naciones, la vida pública, la familia y la educación; puede declarar nulas las leyes injustas. Tiene autoridad sobre las ciencias y la filosofía, aun en materia no definida; pero no se opone a la justa libertad de sus investigaciones, y su acción es beneficiosa para la cultura humana. El Estado no debe ser separado de la Iglesia. En la consumación de los siglos la Iglesia, esposa de Jesucristo, reinará con Este para siempre.
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Para terminar, indicaremos brevemente los puntos con que los «ortodoxos» pretenden justificar su "actitud de separación. Solovief tiene razón al decir que, en realidad, la única cuestión importante para los teólogos herederos de Focio y de Miguel Cerulario es la del primado del Pontífice romano. En el capítulo III del primer libro expone, además, otros motivos puramente artificiosos, creados para conveniencia de la controversia, pero que de ningún modo corresponden a la teología implícita en la fe y en la piedad tradicionales del Pueblo ruso.  Por ejemplo, aun cuando oficialmente se niega el Purgatorio, existen oraciones por los difuntos y se ofrece por ellos el sacrificio de la misa. Tampoco admite la Iglesia rusa la visión beatífica de las almas antes del Juicio universal; pero en Rusia se llama (bienaventurados) a los Santos, se celebran sus fiestas, se veneran sus imágenes y con todo el fervor que corresponde a la creencia en un estado correspondiente a la unión gloriosa con Dios. Respecto a la Inmaculada Concepción, es singular advertir que entre los orientales cristianos se ha creído en ella muchos siglos antes que en Occidente. El mismo Focio terminaba así una homilía sobre la Anunciación: “María es la Virgen sin mancha, siempre Virgen, la hija inmaculada de nuestra estirpe, escogida como esposa del Rey y Señor del Universo entre todos los habitantes de la tierra”.

Con razón Solovief puede calificar de ideólogos enceguecidos por el odio contra Roma» a quienes se atreven a renegar de una creencia tan manifiesta y constante de la Iglesia Oriental griega y rusa. El “Filioque” es una dificultad definitivamente zanjada por el Concilio de Florencia del año 1438, el cual aceptó como idénticas la fórmula habitual de los Padres orientales: “El Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo»; y la de los Padres latinos: «El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.» En consecuencia sólo queda en pie la animadversión típicamente protestante por el Pontificado y Solovief da cuenta de la inanidad doctrinaria, de la contradicción histórica y del daño espiritual que para los eslavos comporta mantener el distanciamiento con Roma, roca indefectible de la cristiandad.
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Vladimiro Sergievitch Solovief nació en Moscú el 16 de enero 1853, y murió en el año 1900, en una finca del Príncipe Troubetzkoi, en las afueras de la capital de Rusia. Es uno de los más grandes pensadores rusos contemporáneos; ateo desde su precoz adolescencia, llega en la juventud a la fe con el ardor del converso. En una época que se encuentra en directa relación de causa a efecto con estos tiempos que hoy tenemos la alegría combativa de vivir, el escritor ruso se entregó a la dura tarea de hacer que la suprema oración de Cristo por la Unidad, fuera más escuchada. Durante los primeros años de su actuación en los ambientes universitarios de Moscú y San Petersburgo, sufrió continuos ataques por sus ideas, pero llegó más tarde a conquistar una extraordinaria influencia que más se debió a su comunicativa espiritualidad que a sus dotes indiscutibles de maestro.

La juventud de Solovief se encuentra marcada por lodos los cambios profundos que sufrió la sociedad rusa en la segunda mitad del siglo XIX. En ella se hilan citas tan opuestas reacciones que, en parte, explican la idea de fenómeno extraño, heterogéneo y desgarrado que el hecho ruso tiene para el occidental europeo. Movimientos revolucionarios en ebullición y tendencias absolutistas que se imponen; corrientes eslavistas fieles a la ortodoxia tradicional frente a incipientes tendencias católicas y a un ateísmo militante de mística oscura que despuntaba ya como nueva religión de la Humanidad, todos estos movimientos del espíritu y de la carne aparecen al mismo tiempo en una especie de autolaceración desesperada que había de poner a Rusia en el dilema de ser la avanzada temporal de la doctrina de Cristo, como Solovief tantas veces soñara, o la fuerza diabólica destructora de todo lo que pudiera recordar el nombre de Dios, como desde 1917 ha venido realmente a ser.

En cualquier campo el idealismo y el materialismo se hallan presentes por entonces. Sólo se abre paso lo que es extremo, apasionado y total; y nada hay en Rusia que no lo sea en las últimas décadas de su historia. A padres idealistas y creyentes que luchan entre sí divididos en occidentalistas y eslavófilos, suceden hijos nihilistas que tienen por Dios la destrucción y el aniquilamiento. Y de entre éstos hay quienes vuelven desengañados al ideal cristiano. En el resto de Europa, mientras tanto, las corrientes intelectuales dejan de lado todo lo que puede constituir un problema religioso. Solovief deberá moverse en su camino hacia Cristo en medio de las amarguras que le ofrece un mundo hostil. En su patria sólo encuentra el odio o la persecución de muchos; en el resto de Europa, la indiferencia de los más. Sin embargo ya le había precedido Dostoieivsky en la búsqueda lenta de un cristianismo positivo, y más tarde Tolstoy sufrirá la crisis que lo convierte en el apóstol de un difuso cristianismo moralizador y deformado que de nuevo se aleje del verdadero camino de retorno a la Verdad.

El catolicismo de Solovief limita en Rusia el campo de su prédica a círculos superiores de la sociedad; así los príncipes Sergio y Eugenio Troubetskoi se con la amistad profunda que existió entre el novelista y el filósofo, está reflejada en el personaje de Alíocha, el iluminado, el puro, de «Los hermanos Karamasof», en el que Dostoiewski quiso dibujar la alta figura moral de Solovief  vierten en sus más fervorosos seguidores. Con todo como su doctrina se apoya en una intuición demasiado personal no es grande el número de discípulos que le aceptan en bloque, aunque sí es considerable el de quienes reconocen o revelan el sello que deja el contacto con su gran personalidad. La influencia de Vladimiro Solovief en el carneo de la filosofía es muy considerable, principalmente en el dominio de la teoría del conocimiento. Sus escritos sobre filosofía moral y filosofía de la historia han dejado huellas bien visibles en pensadores tan diferentes como el príncipe Eugenio Troubestkói y Nicolás Berdiaeff. Pero su presencia no se concreta a la esfera, propiamente filosófica o religiosa; ejerce también una definida gravitación sobre la gente de letras. Crítico literario y admirable poeta, lleva a la poesía en expresión simbólica sus intuiciones filosóficas y místicas. Es el gran precursor de los simbolistas rusos de fin del singlo XIX que renovaron profundamente la poesía sacudiéndola de preocupaciones sociales y de rencores sombríos a cambio de darle un sentido espiritual más alto aunque, las más de las veces, desganado y melancólico.

En los últimos años del escritor su figura ascética denotaba la existencia de una intensa vida interior que le ganó unánime consenso de santidad. Es en esta segunda parte de su vida cuando Solovief se convierte en el apóstol de la unión de las iglesias. «La unión de las iglesias prepara la unión del género humano-», ha escrito ningún pueblo puede vivir en sí, por sí o para sí, pues, la vida de cada uno no es más que una participación en la vida general de la humanidad». Y hablando de Rusia, dice: a una nación no es lo que ella piensa de sí misma en el tiempo, sino lo que Dios piensa de ella en la eternidad», y él cree que Dios le asigna a su patria la más grande misión temporal; ser el brazo secular de la Iglesia.

Su pensamiento, original y nuevo, despierta gran interés en los medios católicos intelectuales de Francia, Alemania y Rusia, Algunos de sus libros al servicio de esa idea los escribe directamente en francés —como el que hoy damos en su versión castellana— para difundir con mayor eficacia su idea por Occidente. Se puede decir en justicia que pocos hombres en los tiempos actuales han hecho lo que él para que las iglesias ortodoxas integren con Roma una gran unidad bajo un solo pastor. A él se debe en primer término la corriente de verdadera comprensión que hoy existe entre muchos intelectuales católicos y ortodoxos, porque supo hacer resaltar con auténtico espíritu de caridad que las diferencias que separan a amba-s iglesias son punto menos que secundarias al lado de los innumerables vínculos que las unen.

INTRODUCCIÓN (Al libro propiamente)
INTRODUCCIÓN (A las obras de Solovief)

Cien años hace que Francia —centinela avanzado de la humanidad— quiso inaugurar otra época de la historia proclamando los derechos del hombre. Es verdad que el Cristianismo, muchos siglos antes, había conferido a los hombres el derecho y el poder de ser hechos hijos de Dios: «edoken autois excusian techna Theou genesthai» ((les dio —a cuantos Le recibieron—el poder de ser hijos de Dios»). Pero en la vida social de la cristiandad, ese poder soberano del hombre estaba casi olvidado y la nueva proclamación francesa no era del todo superflua. No hablo de los abusos de hecho, sino de los principios reconocidos por la conciencia pública, expresados por las leyes, realizados en las instituciones. La cristiana América privaba por un instituto legal a los negros cristianos de toda dignidad humana y los entregaba a merced de la tiranía de sus amos, que también profesaban la religión cristiana. Era una ley la que en la piadosa Inglaterra condenaba al cadalso a todo hombre que para no morir de hambre sustrajera alimentos a su rico vecino. Era, por fin, una ley y una institución la que en Polonia y en la «santa» Rusia permitían al señor vender como ganado a sus siervos. No pretendo juzgar las cuestiones particulares de Francia ni decidir si la Revolución —según lo afirman escritores distinguidos y más competentes que yo— ha hecho a ese país más mal que bien. Pero no debe olvidarse que si cada nación histórica trabaja más o menos por el mundo entero, Francia tiene el soberano privilegio de ejercer un influjo universal en el dominio político y social. 

Si el movimiento revolucionario ha destruido muchas cosas que debían ser destruidas, si ha barrido, y para siempre mucha iniquidad, ha fracasado miserablemente en el intento de crear un orden social fundado sobre la justicia. La justicia es sólo la expresión práctica, la aplicación de la verdad, y el punto de partida del movimiento revolucionario era falso. Para convertirse en principio positivo de instauración social, la afirmación de los derechos del hombre exigía, ante todo, una idea verdadera respecto del hombre. La de los revolucionarios es conocida: no veían ni comprendían en el hombre más que la individualidad abstracta, un ser de razón despojado de todo contenido positivo.

No me propongo revelar las interiores contradicciones del individualismo revolucionario, mostrar cómo «el hombre» abstracto se transformó de pronto en “ciudadano » no menos abstracto, ni cómo el individuo libre y soberano se vio fatalmente esclavo y víctima sin defensa del Estado absoluto o de la «nación», es decir, de una banda de oscuros personajes llevados por el torbellino revolucionario a la superficie de la vida pública a quienes hizo feroces la conciencia de su nulidad intrínseca. Ha de recordarse que, en 1861, Rusia hizo acto de justicia emancipando a los siervos. Sería, sin duda, muy interesante e instructivo seguir el hilo dialéctico que une los principios de 1789 a los hechos de 1793. Pero me parece más importante todavía comprobar que el protón pseudos (mentira primordial) de la Revolución —el principio del hombre individual considerado como un ser completo en sí y para sí— que esta falsa idea del individualismo no había sido inventada por los revolucionarios, ni por sus padres espirituales, los enciclopedistas, sino que ella era consecuencia lógica, aunque imprevista, de una doctrina anterior pseudocrístiano o semicristiana, causa radical de todas las anomalías en 3ª historia y en el estado actual de la cristiandad.

La humanidad ha creído que, profesando la divinidad de Cristo, quedaba dispensada de tomar en serio sus palabras. Ciertos textos evangélicos han sido arreglados de manera que pudiera sacarse de ellos lo que se quisiera y contra otros textos que no se prestaban a arreglos se hizo la conspiración del silencio. Se ha repetido sin descanso el mandamiento: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios», para sancionar un orden de cosas que daba todo a César y a Dios nada. Con la palabra: «Mi Reino no es de este mundo», se ha tratado de justificar y confirmar el carácter pagano de nuestra vida social y política, como sí la sociedad cristiana debiera pertenecer fatalmente a este mundo y no al Reino de Cristo. En cuanto a las palabras: «Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra», no se las citaba. Se aceptaba a Cristo como sacrificador y como víctima expiatoria, no se quería a Cristo Rey. Su dignidad real fue reemplazada por todas las tiranías paganas; pueblos cristianos repitieron el grito de la plebe judaica : «No tenemos rey, sino César.» Así ha visto la Historia y aún vemos nosotros el extraño fenómeno de una sociedad que profesa como religión el cristianismo y que permanece pagana, no sólo en su vida, sino en cuanto a la ley de su vida.

Dualismo tal es una quiebra moral más que una inconsecuencia lógica. Claramente se lo advierte en el carácter hipócrita y sofístico de los argumentos de ordinario empleados para defender ese estado de cosas. «La esclavitud y los castigos crueles —decía treinta años a un obispo célebre en Rusia— no son contrarios al espíritu del Cristianismo, porque el sufrimiento físico no obsta a la salvación del alma, único objeto de nuestra religión.» Como si el sufrimiento físico infligido a un hombre por otro hombre no supusiera en éste una depravación moral, un acto de injusticia y de crueldad ciertamente peligrosos para la salvación de su alma. Aun admitiendo —lo que es absurdo— que la sociedad cristiana pueda ser insensible al sufrimiento de los oprimidos, ¿puede ser indiferente al pecado de los opresores? Esa es la cuestión. Más que la esclavitud propiamente dicha, la esclavitud económica ha encontrado defensores en el mundo cristiano. «La sociedad y el Estado —dicen— no están obligados a tomar medidas generales y regulares contra el pauperismo; basta con la limosna voluntaria; ¿acaso no dijo Cristo que siempre habría pobres en la tierra?» Sí, siempre habrá pobres, así como siempre habrá enfermos; ¿prueba esto acaso la inutilidad de las medidas sanitarias? La pobreza en sí misma no es un mal, tampoco la enfermedad; el mal está en quedar indiferente ante los sufrimientos del prójimo.

Ni se trata tan sólo de los pobres; también los ricos tienen derecho a nuestra compasión. ¡Pobres ricos! Se hace lo posible por desarrollarles la joroba, y luego se les invita a entrar al Reino de Dios por el orificio imperceptible de la caridad individual. Ya se sabe, por lo demás, que una exégesis bien informada ha creído que «el ojo de la aguja» no era otra cosa que la traducción literal del nombre hebreo dado a una de las puertas de Jerusalén (negeb-ha-khammath o Khour-hahhammath, difícil de pasar para los camellos. No sería, pues, lo infinitamente pequeño de una filantropía individualista, sino el camino estrecho y arduo, pero, así y todo, practicable, de la reforma social lo que el Evangelio propondría a los ricos.


Se querría limitar a la caridad la acción social del cristianismo; se querría privar a la moral cristiana de toda sanción legal, de todo carácter obligatorio. Moderna aplicación de la antigua antinomia gnóstica (el sistema de Marcion, en particular), tantas veces anatematizada por la Iglesia. Que todas las relaciones entre los hombres estén determinadas por la caridad y el amor fraternal es, sin duda, la voluntad definitiva de Dios, el objeto de su obra; pero en la realidad histórica —como en la ovación dominical— el cumplimiento de la voluntad divina en la tierra sólo tiene lugar después de la santificación del nombre de Dios y del advenimiento de su Reino. 

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