EL SANTO DIA DE NAVIDAD
FIN DE LA VIGILIA. — El día feliz de la
Vigilia de Navidad toca a su fin. La Iglesia ha clausurado ya los Oficios divinos
propios del Adviento con la celebración del gran Sacrificio. Con maternal clemencia
ha permitido a sus hijos quebrantar desde medio día el ayuno preparativo; los
fieles se han sentado a la frugal mesa con una alegría espiritual que los hace
sentir de antemano la que invadirá sus corazones en la noche que les va a traer
al divino Emmanuel. Mas una fiesta tan solemne como la de mañana debe comenzar
desde el día anterior, como acostumbra hacerlo la Iglesia en sus festividades.
Dentro de unos momentos va a llamar la Iglesia a los cristianos al templo para
el Oficio de las Primeras Vísperas, en el que se ofrece a Dios el
incienso de la tarde. El esplendor de las ceremonias y la magnificencia de los
cantos van a preparar a las almas para las emociones de amor y gratitud que las
dispondrán a recibir las gracias en el momento supremo. En espera de la llamada
que nos ha de invitar a la casa de Dios, aprovechemos los instantes que nos
quedan para ahondar en el misterio de tan gran día y, en los sentimientos que
embargan a la Santa Iglesia en esta fiesta, y en las tradiciones católicas que
tanto ayudaron a que la celebraran dignamente nuestros antepasados.
SERMÓN DE SAN GREGORIO NACIANCENO
—Primeramente, escuchemos la voz de los santos Padres que resuena con un
énfasis y una elocuencia capaces de despertar a toda alma que no esté muerta.
He aquí en primer lugar a San Gregorio el Teólogo, Obispo de Nacianzo, en su
discurso treinta y ocho dedicado a la Teofanla o Nacimiento del
Salvador: ¿quién será capaz de permanecer frío oyendo sus palabras?
"Cristo nace; ensalzadle. Cristo baja del cielo; salidle al encuentro.
Cristo está ya en la tierra; oh hombres, elevaos. Cante al Señor toda la
tierra y para decirlo todo en una sola palabra: Alégrense los cielos y
salte de gozo la tierra por causa de Aquel que es al mismo tiempo del cielo
y de la tierra. Cristo se viste con nuestra carne, estremeced de temor y
alegría: de temor por razón de vuestros pecados, de alegría por la esperanza.
Cristo nace de una Virgen; mujeres, honrad la virginidad para que lleguéis a
ser Madres de Cristo. ¿Quién no adorará al que existió eternamente? ¿quién no alabará
y ensalzará al que acaba de nacer? He aquí que se deshacen las tinieblas; es creada la luz; Egipto permanece en las sombras, e Israel es alumbrado por la
columna luminosa. El pueblo que estaba sentado en las tinieblas de la
ignorancia ve el resplandor de una profunda ciencia. Ha terminado lo antiguo;
todo es ya nuevo. Le letra huye, triunfa el espíritu; las sombras han pasado;
la verdad ha hecho su aparición. La naturaleza ve sus leyes violadas; ha
llegado el momento de poblar el mundo celestial: Cristo manda; guardémonos de
oponer resistencia. Aplaudid, naciones todas: porque un Niño nos ha
sido dado, un Hijo nos ha nacido. La señal de su principado está sobre
sus espaldas: porque la cruz ha de ser el instrumento de su exaltación; su
nombre es Ángel del gran consejo, es decir, del consejo paterno. Ya puede
San Juan exclamar: ¡Preparad el camino del Señor! En cuanto a mí,
quiero publicar la magnificencia de tan gran día: El incorpóreo se encarna; el
Verbo toma carne; el Invisible se deja ver de nuestros ojos, el Impalpable se deja
tocar: el que no conoce el tiempo, toma principio en él; el Hijo de Dios se hace
hijo del hombre. Jesucristo fue ayer; es hoy, y será siempre. Escandalícese
el Judío; mófese el Griego, muévase la lengua del hereje en su boca impura. También,
ellos creerán por fin en el Hijo de Dios, cuando le vean subir al cielo; y, si
aún entonces se niegan hacerlo, creerán cuando baje del cielo para juzgarlos en
su tribunal justiciero".
SERMÓN DE SAN BERNARDO. — Oigamos ahora, en la
Iglesia latina, al piadoso San Bernardo, que, en el Sermón VI de la Vigilia de
Navidad derrama una dulce alegría en sus melodiosas palabras. "Acabamos de
oír una noticia llena de gracia y a propósito para ser recibida con transportes
de alegría: Jesucristo, Hijo de Dios, nace en Belén de Judea. Mi
alma se ha derretido al oír esta frase; mi espíritu se agita dentro de mí, obligándome
a comunicaros esta felicidad. Jesús quiere decir Salvador: ¿Hay
algo más necesario que un Salvador para los que estaban perdidos, más deseable
para los desgraciados, más conveniente para los que carecían de esperanza? ¿Dónde
estaba la salvación, dónde ni siquiera la esperanza de salvación por ligera que
fuese, bajo esa ley de pecado, en ese cuerpo de muerte en medio de esa maldad,
en esa mansión de llanto, si la salvación no hubiese nacido de repente y contra
toda esperanza? ¡Oh hombre, deseas ciertamente la salud; pero conociendo tu
debilidad y tu flaqueza, temes la dureza del tratamiento! No temas: Cristo es
dulce y suave; inmensa su misericordia; por ser Cristo, ha recibido la unción
para derramarla sobre tus heridas. Mas, al decirte que es dulce, no vayas a creer
que carece de poder; porque se añade que es Hijo de Dios. Saltemos,
pues, de gozo repasando dentro de nosotros mismos y pronunciando esa dulce
frase, esa suave palabra: /Jesucristo, Hijo de Dios, nace en Belén de
Judea!"
SERMÓN DE SAN EFRÉN. — Es, pues, un gran día
el del Nacimiento del Salvador: día esperado por el género humano durante miles
de años; esperado por la Iglesia en esas cuatro semanas de Adviento, de tan
grato recuerdo; esperado por la naturaleza entera, que, a su llegada, vuelve a ver
todos los años el triunfo del sol material sobre las tinieblas siempre
crecientes. El gran Doctor de la Iglesia Siria, San Efrén, celebra con entusiasmo
el encanto y la fecundidad de este misterioso día; tomemos sólo una muestra de
esa divina poesía y digamos con él: "Dignáos, Señor, permitirnos celebrar
hoy el día propio de tu natalicio, que la fiesta de hoy nos trae a la memoria.
Este día es semejante a Ti; es amigo de los hombres. Vuelve anualmente a través
de los siglos; envejece con los viejos y se rejuvenece con el niño que acaba de
nacer. Todos los años nos visita y pasa, para volver con nuevos atractivos.
Sabe que la naturaleza humana no podría prescindir de él; lo mismo que Tú,
trata de ayudar a nuestra raza en peligro. Todo el mundo, Señor, ansia el día de
tu nacimiento; este feliz día lleva en sí todos los siglos venideros; es uno y
se multiplica. Sea, pues, semejante a Ti también este año, y tráiganos la paz
entre el cielo y la tierra. Si todos los días son testigos de tu magnanimidad,
¿cuánto más deberá serlo éste? Los demás días del año toman de él su belleza. y
las fiestas que van a seguir le deben la dignidad y el esplendor con que
brillan. El día de tu nacimiento es un tesoro, Señor, un tesoro destinado a
pagar la deuda común. Bendito sea el día que nos ha hecho ver el sol a los que
andábamos errantes en la noche oscura; que nos ha traído la mies divina con la
que nadaremos en la abundancia; que nos ha dado la rama de la viña, abundante
en el líquido de salvación que nos comunicará a su debido tiempo. En medio del
invierno que priva a los árboles de sus frutos, la viña se ha revestido de una
exuberante vegetación; en la estación del hielo, el tallo ha brotado de la raíz
de Jesé. En diciembre, en este mes que guarda todavía en sus entrañas la
semilla que se le confió, es cuando la espiga de nuestra salvación se yergue
del seno de la Virgen, a donde había bajado en los días de la primavera, cuando
los corderuelos triscan por las praderas." No es, pues, de extrañar que
este día haya sido privilegiado en la economía del tiempo, y hasta vemos con
satisfacción que las mismas naciones paganas presienten en sus calendarios la
gloria que le estaba reservada en el curso de los siglos. Hemos visto también
que no fueron los Gentiles los únicos en prever misteriosamente las relaciones del
divino Sol de justicia con el astro caduco que ilumina y da calor al mundo; los
santos Doctores y la Liturgia entera hablan continuamente de esta inefable
armonía.
BAUTISMO DE CLODOVEO. —
Con el fin de grabar más hondamente la importancia de tan sagrado día en la
memoria de los pueblos cristianos de Europa, pueblos de elección en los
designios misericordiosos de Dios, el soberano Señor de los acontecimientos
quiso que el reino de los Francos naciera el día de Navidad (496), cuando en el
Batisterio de Reims, en medio de las pompas de esta solemnidad, Clodoveo, el
fiero Sicambro, convertido en dulce cordero, fué sumergido por San Remigio en
la fuente de salvación, de la que salió para fundar la primera monarquía
católica entre las nuevas naciones, ese reino de Francia, el más bello, se ha
dicho, después del cielo.
LA CONVERSIÓN DE INGLATERRA. —
Un siglo después (597) sucedía algo parecido al pueblo anglosajón. El Apóstol
de la isla de los Bretones, el monje San Agustín, después de haber convertido a
la religión verdadera al rey Etelredo, seguía conquistando almas. Dirigiéndose
hacia York, predicaba la palabra de vida, y un pueblo entero se reunía pidiendo
el Bautismo. Fué fijado el día de Navidad para la regeneración de los nuevos
discípulos de Cristo; y el río que corre bajo las murallas de la ciudad fué
elegido para servir de fuente bautismal a aquel ejército de catecúmenos. Diez mil hombres, sin contar mujeres y niños, bajan a las aguas
cuya corriente debe llevarse la impureza de sus almas. La crudeza del tiempo no
es capaz de detener a aquellos nuevos pero fervientes discípulos del Niño de Belén,
los cuales desconocían hasta su nombre pocos días antes. Un ejército completo
de neófitos sale radiante de alegría e inocencia del seno de las olas heladas,
y el día de su Nacimiento cuenta Cristo una nación más bajo su imperio. Mas no
bastará esto todavía al Señor, empeñado en la tarea de honrar el día del
Nacimiento de su Hijo.
LA CORONACIÓN DE CARLOMAGNO. — Otro ilustre nacimiento
debía aún embellecer este feliz aniversario. En Roma, en la Basílica de San
Pedro, y en la fiesta de Navidad del año 800, nacía el Sacro Imperio Romano, al
que estaba reservada la misión de propagar el reino de Cristo en las regiones
bárbaras del Norte, y mantener la unídad europea, bajo la dirección del Romano
Pontífice. San León III colocaba en este día la corona imperial sobre la cabeza
de Carlomagno; y la tierra, admirada, volvía a contemplar a un César, un
Augusto, no un César o un Augusto sucesor de los Césares y Augustos de la Roma
pagana, sino investido de esos gloriosos títulos por el Vicario de Aquel que en
las profecías se llama Rey de reyes y Señor de los señores.
LA GLORIA DEL DÍA DE NAVIDAD. — De este modo ha
querido Dios hacer brillar a los ojos de los hombres la gloria del real Niño
que ha nacido hoy; así ha dispuesto de cuando en cuando, a través de los siglos,
esos ilustres aniversarios de la Natividad que da gloria a Dios y paz a los
hombres. Los siglos venideros podrán decir cómo se reserva aún el
Altísimo el derecho de glorificar en este día su nombre y el de su Emmanuel. Entretanto,
las naciones de Occidente, conocedoras de la dignidad de esta fiesta y considerándola
con razón como el principio universal de todo, en la era de la renovación del
mundo, contaron durante mucho tiempo sus años partiendo de Navidad, como se
puede apreciar por los antiguos calendarios, por los Martirologios de Usuardo y
de Adón y por un gran número de Bulas, de Cartas y Diplomas. En 1313 un
concilio de Colonia nos muestra subsistente todavía en esa época esta
costumbre. Varios pueblos de la Europa católica, han guardado hasta el día de hoy
la costumbre de celebrar el nuevo año en la fiesta de Navidad. Se desea feliz
Navidad como entre nosotros el día primero de enero feliz año nuevo.
Se cambian cumplidos y regalos; se escribe a los amigos ausentes: ¡restos
preciosos de las antiguas costumbres que tenían la fe como fundamento y muralla
inexpugnable! Es tal la alegría que a los ojos de la Santa Iglesia debe llenar
a los fieles en la Natividad del Salvador, que, asociándose a ella
misericordiosamente, dispensa el día de mañana el precepto de la abstinencia
cuando Navidad cae en viernes o sábado. Esta dispensa se remonta al Papa
Honorio III, que gobernaba en 1216; pero ya desde el siglo IX San Nicolás I, en
su respuesta a consultas de los Búlgaros, había manifestado una condescendencia
parecida, con objeto de animar la alegría de los fieles en la celebración no
sólo de la fiesta de Navidad, sino también en las de San Esteban, de San Juan Evangelista,
de la Epifanía, de la Asunción de Nuestra Señora, de San Juan Bautista y de San
Pedro y San Pablo. Pero esta dispensa no fué universal y sólo se ha mantenido
para la fiesta de Navidad, contribuyendo así a aumentar la alegría popular. La legislación
civil de la Edad Medía, en su deseo de confirmar a su modo la importancia que daba
a una fiesta tan querida de toda la cristiandad, concedía a los deudores la facultad
de suspender el pago a los acreedores durante toda la semana de Navidad, que
por esta razón era apellidada semana de remisión, lo mismo que las de
Pascua y Pentecostés. Pero dejemos un momento estos datos familiares que nos
hemos complacido en reunir a propósito de la gloriosa festividad que conmueve
tan dulcemente nuestros corazones; es hora de que acudamos a la casa de Dios, a
donde nos llama el Oficio solemne de las Primeras Vísperas. Por el camino, vayamos
pensando en Belén, a donde han llegado ya José y María. El sol material camina
rápidamente al ocaso; y el divino Sol de justicia permanece todavía oculto por
algunos momentos bajo la nube, en el seno de la más pura de las vírgenes. Se
acerca la noche; José y María recorren las calles de la ciudad de David, buscando
un asilo para albergarse. Atención, pues, corazones fieles, ¡unios a los dos
incomparables peregrinos! Ha llegado la hora de que salga de toda lengua humana
un canto de gloria y agradecimiento. Para expresarnos, aceptemos con diligencia
la voz de la Santa Iglesia, que estará a la altura de tan noble tarea.
ANTES DE LOS OFICIOS NOCTURNOS MAITINES. —
Deben saber los fieles que, en los primeros siglos de la Iglesia, no se celebraba
nunca una fiesta solemne sin hacer su preparación por medio de una Vigilia, en
la que el pueblo cristiano, renunciando al sueño, llenaba la Iglesia y seguía fervorosamente
la salmodia y las lecturas; este conjunto constituía lo que hoy llamamos Oficio
de Maitines. Se dividía la noche en tres partes, conocidas con el nombre
de Nocturnos; al apuntar el alba comenzaban otros cánticos más solemnes
que formaban el Oficio de, las alabanzas, que de ahí ha quedado con el nombre
de Laudes. Este Oficio divino, que ocupaba gran parte de la noche, se
celebra aún diariamente aunque a horas menos penosas, en los Capítulos y Monasterios,
y es recitado en privado por todos los clérigos obligados al rezo, del que forma
la parte más notable. Con la pérdida de las prácticas litúrgicas desapareció
también la costumbre de que los fieles tomasen parte en la celebración de los Maitines;
y, en la mayoría de las iglesias parroquiales y aun de las catedrales de
Francia, se terminó por no cantarlos más que cuatro veces al año: a saber, los
tres últimos días de la Semana Santa, siendo todavía hoy anticipados a la tarde
anterior, con el nombre de Tinieblas; y finalmente el día de Navidad,
que se celebran a la misma hora, poco más o menos que antiguamente. El Oficio de la noche de
Navidad fué siempre objeto de una especial devoción y solemnidad entre todos los
del año: primero por razón de ser la hora en que la Santísima Virgen dió a luz al
Salvador, y por eso debemos esperarla en oración y ardientes deseos; además,
porque esta noche la Iglesia no se contenta con celebrar el Oficio de Maitines
de un modo ordinario, sino que, por excepción única y para mejor honrar el divino
Nacimiento, añade la ofrenda del santo Sacrificio de la Misa, precisamente a
media noche, que es cuando María dió su augusto fruto a la tierra. De ahí que
en muchos lugares, sobre todo en las Galias, según testimonio de San Cesáreo de
Arlés, los fieles pasaban toda la noche en la Iglesia. En Roma, durante varios
siglos, por lo menos del séptimo al undécimo, se decían dos Maitines en la
noche de Navidad. Los primeros se cantaban en la Basílica de Santa María la
Mayor; se comenzaban en cuanto se ponía el sol; no se decía Invitatorio en
ellos, y a continuación de este primer Oficio nocturno el Papa celebraba a
media noche la primera Misa de Navidad. Inmediatamente después, se trasladaba
con el pueblo a la Iglesia de Santa Anastasia, donde celebraba la Misa de la
Aurora. Luego, la piadosa comitiva se dirigía con el Pontífice, a la Basílica
de San Pedro, donde comenzaban inmediatamente los segundos Maitines. Estos
tenían su Invitatorio y eran seguidos de Laudes: terminados éstos y los Oficios
siguientes a sus horas correspondientes, el Papa celebraba la tercera y última Misa
a la hora de Tercia. Amalario y el antiguo liturgista del siglo XII que se ha
dado a conocer con el nombre de Alcuino nos han transmitido estos detalles, que
están de acuerdo con el texto de los antiguos Antifonarios de la Iglesia Romana
publicados por el Beato José María Tomasí y por Gallicioli. Eran tiempos de fe
viva; para ellos las horas pasaban veloces en la casa de Dios, porque la
oración servía de poderoso lazo de unión a los pueblos abrevados continuamente
en los divinos misterios. Entonces se gustaba la oración de la Iglesia; las ceremonias
de la Liturgia, que son su necesario complemento, no eran como hoy un espectáculo
mudo, o a lo más impregnado de una vaga poesía; las masas sentían y creían lo
mismo que los individuos. ¿Quién nos devolverá esta comprensión de lo
sobrenatural, sin la cual tantas personas de hoy día se jactan de ser
cristianas y católicas?
LA NOCHE DE NAVIDAD. — A pesar de todo,
todavía no se ha extinguido gracias a Dios por completo entre nosotros esa fe
práctica; esperemos que volverá aún algún día a revivir con su antigua vida.
¡Cuántas veces nos hemos complacido en buscar y observar sus huellas en el seno
de esas familias patriarcales, numerosas todavía en nuestras pequeñas ciudades
y aldeas! Allí fué donde vimos, y ningún recuerdo de infancia nos es tan grato,
a toda una familia, que, después de la frugal colación de la noche, se reunía
en torno a un gran hogar, en espera de que sonara la señal para acudir a la
Misa de la media noche. Allí estaban preparados de antemano los platos que
habían de ser servidos a la vuelta, apetitosos, sin ser rebuscados y que habían
también de contribuir a la alegría de tan santa noche: en medio del hogar ardía
un grueso tronco, llamado "leño de Navidad", que calentaba toda la
sala. Había de consumirse lentamente durante los Oficios para que a su vuelta encontraran
un reconfortante brasero los miembros de los ancianos y de los niños ateridos
por el frío. Allí se hablaba animadamente del misterio de la solemne noche; se
compadecía a María y a su dulce Hijo expuesto a los rigores del invierno en un
establo abandonado; luego se entonaban algunos de aquellos villancicos que
habían servido para entretenerlos durante las largas vigilias del Adviento. Las
voces y los corazones estaban de acuerdo al ejecutar aquellas populares melodías
compuestas en días mejores. Aquellos ingenuos cantos referían la visita del Ángel
Gabriel a María y el anuncio de la maternidad divina hecho a la digna doncella;
la pena de María y de José al recorrer las calles de Belén en busca de un albergue
en las posadas de aquella ingrata ciudad; el milagroso alumbramiento de la
Reina del cielo; los encantos del Recién Nacido en su humilde cuna; la llegada
de los pastores con sus rústicos regalos, su música un tanto ruda y la sencilla
fe de sus corazones. Animábanse pasando de un villancico a otro; olvidaban sus
preocupaciones; consolaban sus penas y ensanchabase el alma; mas de pronto la voz
de las campanas, que resonaban en la noche, terminaban con tan ruidosos como
amables conciertos. Comenzaban a salir hacíala Iglesia; ¡qué felices entonces
los niños a quienes su edad permitía ya asociarse por vez primera a las
alegrías inefables de esta solemne noche; tan santas y fuertes impresiones
debían quedar grabadas en su alma durante el resto de su vida! Pero ¿a dónde
nos llevan estos encantadores recuerdos? Con objeto de ocupar útilmente los últimos
momentos que preceden a la entrada en la Iglesia, quisiéramos sugerir a
nuestros lectores algunas consideraciones que les unan al espíritu de la
Iglesia, fijando su corazón y su fantasía sobre objetos reales y consagrados
por los misterios que se celebran en esta augusta noche.
LA GRUTA DE BELÉN.
—
Así pues, en esta hora nuestro pensamiento debiera volar con preferencia hacia
tres lugares que existen en el mundo. El primero es Belén, y en Belén, la gruta
del Nacimiento quien nos reclama. Acerquémonos con santo respeto y contemplemos
el humilde asilo que el Hijo del Eterno bajado del cielo ha escogido para su
primera morada. Este establo, cavado en la roca, se halla situado fuera de la ciudad;
tiene unos cuarenta pies de largo por doce de ancho. El asno y el buey
anunciados por el Profeta están junto a la cueva, testigos mudos del divino
misterio que el hombre se ha negado a recibir en su casa. José y María se
encuentran también en el humilde retiro; los rodea el silencio de la noche; mas
su corazón se dilata en alabanzas y adoraciones dirigidas al Dios que se digna
satisfacer de manera tan perfecta por el orgullo humano. La purísima María
prepara los pañales que han de envolver los miembros del celeste Infante, y espera
con inefable paciencia el momento en que sus ojos verán por fln el fruto
bendito de sus castas entrañas, y podrá cubrirle con sus besos y caricias y amamantarle
con su leche virginal. Mas, antes de salir del seno materno y de hacer su
entrada visible en este mundo pecador, el divino Salvador se inclina ante su
Padre celestial y, conforme a la revelación del Salmista explicada por el gran
Apóstol San Pablo en la Epístola a los Hebreos, dice: ¡Oh Padre mío! Ya estás
harto de los groseros sacrificios de la Ley; esas vacías ofrendas no han
aplacado tu justicia; pero me has dado un cuerpo; héme aquí pronto a
sacrificarme; vengo a cumplir tu voluntad." (Herbr., X, 7.) Todo
esto ocurría, a estas horas, en el establo de Belén; los Angeles del Señor estaban
maravillados ante tan gran misericordia de un Dios para con sus rebeldes
criaturas, contemplando al mismo tiempo con gran placer el gracioso semblante
de la Virgen sin mancha, y esperando el momento en que la Rosa mística iba por
fin a abrirse para derramar su divino perfume. ¡Feliz gruta de Belén, testigo
de semejantes maravillas! ¿Quién no dejará allí ahora su corazón? ¿Quién no la
preferiría a los más suntuosos palacios de los reyes? Ya, desde los primeros
días del cristianismo, la piedad de los fieles la rodeó de la más tierna
devoción, hasta que la gran Santa Elena, elegida por Dios para reconocer y honrar
en la tierra las huellas del Hombre-Dios, hizo construir en Belén la magnífica
Basílica que debía guardar en su recinto el trofeo del amor de Dios hacia su
criatura. Transportémonos con el pensamiento a esta Iglesia que todavía subsiste;
contemplemos allí, en medio de infieles y herejes, a los religiosos que sirven
aquel santuario, y que se disponen a cantar en nuestra lengua latina los mismos
cánticos que bien pronto vamos a oír nosotros. Son hijos de San Francisco, héroes de la pobreza, discípulos del Niño de Belén;
precisamente por ser pequeños y débiles son los únicos que hoy día desde hace
cinco siglos, sostienen las batallas del Señor en aquellos lugares de la Tierra
Santa, que la espada de los Cruzados se cansó de defender. Esta noche oremos en
unión con ellos; besemos con ellos la tierra en aquel lugar de la gruta, en que
se lee con palabras de oro: HIC DE VIRGINE MARÍA IESUS CHRISTUS NATUS EST. Pero
en vano buscaríamos hoy en Belén la feliz cueva que acogió al divino Infante.
Hace ya doce siglos que huyó de aquellas tierras maldecidas por Dios, viniendo
a buscar refugio en el centro de la catolicidad en Roma, la Esposa favorecida
por el Redentor.
LA BASÍLICA DEL PESEBRE. — Roma es por tanto, el
segundo lugar del mundo que debe visitar nuestro corazón en esta noche
afortunada. Pero dentro de la ciudad santa, hay un santuario que en este momento
reclama toda nuestra devoción y nuestro amor. Es la Basílica del Pesebre, la magnífica
y radiante Iglesia de Santa María la Mayor. Reina de las numerosas Iglesias que
la devoción de los romanos dedicó a la Madre de Dios, levanta su magnificencia
sobre el Esquilino, resplandeciente de oro y mármol, pero afortunada sobre todo
por poseer en su interior, junto con el retrato de la Virgen Madre atribuido a San
Lucas, el humilde y glorioso Pesebre que los impenetrables designios del Señor
hicieron que saliese de Belén para confiarlo a su guarda. Un pueblo innumerable
se agolpa en la Basílica en espera del feliz instante en que «1 evocador
monumento del amor y de las humillaciones de un Dios, aparezca llevado sobre
los hombros de los ministros sagrados, como arca de la nueva alianza cuya
ansiada visión tranquiliza al pecador y hace palpitar de emoción el corazón del
justo. Quiso Dios que Roma, que debía ser la nueva Jerusalén, fuese también la nueva Belén, y que los hijos de su Iglesia hallasen en este
centro inconmovible de su fe, el alimento abundante e inagotabl de su amor.
NUESTRO CORAZÓN. — Visitemos finalmente el
tercer santuario donde se va a realizar esta noche el misterio del Nacimiento
del Hijo divino de María. Este tercer templo está a nuestro lado; está dentro
de nosotros: es nuestro propio corazón. Nuestro corazón es el Belén que Jesús
quiere visitar, en el que desea nacer para morar allí y crecer hasta llegar al
hombre perfecto, como dice el Apóstol (Ef., IV, 13). Si desciende
hasta el establo de la ciudad de David, es sólo para poder llegar con mayor
seguridad hasta nuestro corazón, al que amó con amor eterno hasta el extremo de
descender del cielo para venir a habitar en él. El seno de María le llevó nueve
meses; en nuestro corazón quiere vivir eternamente. ¡Oh corazón del Cristiano,
Belén viviente, prepárate y alégrate!; por la confesión de tus pecados, por la
contrición de tus faltas, por la penitencia de tus delitos estás ya dispuesto
para esa alianza que el Niño Dios desea hacer contigo. Está ahora atento;
vendrá en medio de la noche. Hállete preparado como halló el establo, el
pesebre y los pañales. Tú no puedes ofrecerle las puras y maternales caricias
de María, ni los cariñosos cuidados de José; preséntale las adoraciones y el
amor sencillo de los pastores. Como la Belén de los actuales tiempos, tu vives
en medio de los Infieles, de los que no conocen el divino misterio del amor; sean
tus votos secretos y sinceros como los que esta noche subirán hacia el cielo
desde el fondo de la gloriosa y santa gruta que reúne a los fieles en torno a
los hijos de San Francisco. En el gozo de esta santa noche sé semejante a la
radiante Basílica que guarda en Roma el tesoro del Santo Pesebre y el dulce
retrato de la Virgen Madre. Sean tus afectos puros como el blanco mármol de sus
columnas; tu caridad resplandeciente como el oro que brilla en sus artesonados;
tus obras luminosas como los mil cirios que, en su feliz recinto, iluminan la
noche con los esplendores del día. Finalmente, oh soldado de Cristo, piensa que
es necesario luchar para merecer acercarse al divino Infante; luchar para
conservar dentro de uno mismo su amorosa presencia; luchar para llegar a la feliz consumación que
te hará una sola cosa con El, en la eternidad. Conserva, pues con cariño estas
impresiones, que te nutran, consuelen y santifiquen hasta que descienda a ti el
Emmanuel. ¡Oh Belén viviente! repite sin cesar esa dulce frase de la Esposa: Ven,
Señor Jesús, ven.
MISA DEL
GALLO
Es hora ya de ofrecer el
gran Sacrificio y de llamar al Emmanuel: sólo El puede pagar dignamente a su Padre
la deuda de agradecimiento que el género humano le debe. En el altar, como en
el pesebre, intercederá por nosotros; nos acercaremos a él con amor y se nos
entregará. Pero es tal la grandeza del Misterio de este día, que la Iglesia no
se limita a ofrecer un solo Sacrificio. La llegada de tan precioso don por tanto
tiempo aguardado merece el reconocimiento de homenajes extraordinarios. Dios
Padre envía su Hijo a la tierra; es el Espíritu Santo quien obra este prodigio:
es muy natural que la tierra dirija a la Trinidad augusta el homenaje de ese
Sacrificio Además, el que nace hoy ¿no se ha manifestado en tres Nacimientos?
Nace esta noche de la Virgen bendita; va a nacer, por su gracia, en el
corazón de los pastores que son las primicias de toda la cristiandad; y nace eternamente
en el seno del Padre, en los esplendores de los Santos: este triple nacimiento
debe ser venerado con un triple homenaje. La primera Misa celebra el Nacimiento
según la carne. Los tres Nacimientos son otras tantas efusiones de la luz
divina; ahora bien, ha llegado la hora en que el pueblo que caminaba en las
tinieblas vió una gran luz y en que amaneció el día sobre los que moraban en la
región de las sombras de la muerte. La noche es oscura fuera del
santo templo donde nos hallamos: noche material por ausencia del sol; noche
espiritual a causa de los pecados de los hombres que duermen en el olvido de
Dios o vigilan para el crimen. En Belén, en torno al establo y en la ciudad,
hay tinieblas; y los hombres que no han querido hacer sitio al divino Huésped
descansan en una grosera paz; por eso no les despertará el concierto de los
Ángeles. Hacia la mitad de la noche la Virgen ha sentido llegar el momento
supremo. Su corazón de madre se halla completamente inundado de maravillosas
delicias y derretido en un éxtasis de amor. De pronto, saliendo con su
omnipotencia del seno materno, como saldrá un día a través de la piedra del
sepulcro, aparece el Hijo de Dios e Hijo de María tendido en el suelo, a la vista
de su Madre, y dirigiendo sus brazos hacia ella. El rayo del sol no atraviesa
con mayor rapidez el límpido cristal incapaz de detenerle. La Virgen Madre adora
al Niño divino que la sonríe, y se atreve a estrecharle contra su corazón; le envuelve
en los pañales que le ha preparado y le acuesta en el pesebre. El fiel José le
adora con ella; los santos Ángeles, cumpliendo la profecía de David, rinden su
más profundo homenaje a su Creador en el momento de su entrada en el mundo. Encima
del establo está el cielo abierto y suben hacia el Padre de los siglos, los primeros
votos del Dios recién-nacido; a los oídos del Dios ofendido comienzan a llegar
ya sus primeros gritos y los dulces vagidos que preparan la salvación del
mundo. La belleza del Sacrificio atrae al mismo tiempo hacia el altar las
miradas de los fieles. El coro entona el cántico de entrada, el Introito. Es el
mismo Dios quien habla; habla a su Hijo al que hoy ha engendrado. En
vano las naciones intentarán sacudir su yugo; este niño las sabrá sujetar y
reinará sobre ellas, porque es el Hijo de Dios.
INTROITO
El Señor me dijo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy.
El Señor me dijo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy.
El canto del Kyrle
eleison precede al Himno Angélico que se deja oír en seguida con estas
sublimes palabras: Gloria in excelsis Deo, et in terra pax hominibus bonae voluntatis! Unamos nuestras voces y corazones
a este sublime concierto de la milicia celestial. ¡Gloria a Dios, paz a
los hombres! Son nuestros hermanos los Angeles los que han entonado este
cántico; allí junto al altar, como antaño junto al pesebre, están proclamando nuestra
dicha. Allí adoran a la divina justicia que dejó sin redentor a sus hermanos
caídos, y en cambio nos envía a nosotros a su propio Hijo. Glorifican la
amorosa humillación de quien hizo al ángel y al hombre, y que ahora se inclina
hacia el más débil. Ellos nos prestan sus celestes voces para dar gracias a
quien por medio de un misterio tan dulce y poderoso nos llama a nosotros sus
humildes criaturas humanas a llenar un día entre los coros angélicos las sillas
que quedaron vacías por la calda de los espíritus rebeldes. ¡Ángeles y hombres,
Iglesia del cielo e Iglesia de la tierra!, cantemos la gloria de Dios y la paz
dada a los hombres; cuanto más se humilla el Hijo del Eterno para traernos tan grandes bienes, con tanto mayor fervor debemos entonar
unánimemente:—Solus sanctus, solus Dominus, solus Altissimus, Iesu
Christe! ¡Tú solo Santo, Tú sólo Señor, Tú sólo Altísimo, Jesucristo!
A continuación, la Colecta
reúne los votos de los fieles:
OREMOS
¡Oh Dios! que hiciste brillar esta sacratísima noche con el resplandor de la verdadera luz: suplicárnosle hagas que disfrutemos en el cielo, de los gozos de esta luz, cuyos misterios hemos conocido en la tierra. Por el que vive y reina contigo...
¡Oh Dios! que hiciste brillar esta sacratísima noche con el resplandor de la verdadera luz: suplicárnosle hagas que disfrutemos en el cielo, de los gozos de esta luz, cuyos misterios hemos conocido en la tierra. Por el que vive y reina contigo...
EPISTOLA
Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a Tito (II, 11-15.)
Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a Tito (II, 11-15.)
Carísimo: La gracia de
Dios, nuestro Salvador, se ha aparecido a todos los hombres,
para enseñarnos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos,
debemos vivir sobria y justa y piadosamente en este siglo, aguardando
la bienaventurada esperanza y el glorioso advenimiento del gran Dios y
Salvador nuestro Jesucristo, el cual se dió a sí mismo por nosotros, para
redimirnos de todo pecado y purificar para sí un pueblo grato, seguidor
de las buenas obras. Predica y aconseja estas cosas en Nuestro Señor
Jesucristo.
Por fin ha aparecido, en
su gracia y misericordia, ese Dios Salvador que era el único que podía librarnos
de las obras de la muerte, devolviéndonos a la vida. En este mismo momento se
muestra a todos los hombres en el angosto reducto de un pesebre, envuelto en
los pañales de la infancia. Ahí tenéis la dicha de la visita de un Dios a la tierra,
visita que tanto anhelábamos; purifiquemos nuestros corazones, hagámonos gratos
a sus ojos: pues, aunque sea niño, es también Dios poderoso, como nos
acaba de decir el Apóstol, el Señor cuyo nacimiento eterno es anterior al
tiempo. Cantemos su gloria con los santos Ángeles y con la Iglesia.
GRADUAL
Contigo está el imperio desde el día de tu poder, entre los esplendores de los Santos; yo te engendré de mi seno antes de la aurora. —. Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies.
Contigo está el imperio desde el día de tu poder, entre los esplendores de los Santos; yo te engendré de mi seno antes de la aurora. —. Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies.
ALELUYA
Aleluya, aleluya. — f . El Señor me dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Aleluya.
Aleluya, aleluya. — f . El Señor me dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del Santo Evangelio según San Lucas (II, 1-14.)
En aquel tiempo salió un edicto de César Augusto ordenando que se inscribiera todo el orbe. Esta primera inscripción fué hecha siendo Cirino gobernador de Siria. Y fueron todos a inscribirse, cada cual en su ciudad. Y subió José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén, porque era de la casa y familia de David, para inscribirse con María, su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta. Y sucedió que, estando ellos allí, se cumplieron los días de dar a luz. Y parió a su Hijo primogénito, y le envolvió en pañales, y le acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada. Y había unos pastores en la misma tierra, que guardaban y velaban las vigilias de la noche sobre su ganado. Y he aquí que el Ángel del Señor vino a ellos y la claridad de Dios los cercó de resplandor, y tuvieron gran temor. Mas el Ángel les dijo: No temáis porque os voy a dar una gran noticia, que será de gran gozo para todo el pueblo: es que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor. Y ésta será la señal para vosotros: hallaréis al Niño envuelto en pañales y echado en un pesebre. Y súbitamente apareció con el Ángel una gran multitud del ejército celeste, alabando a Dios y diciendo: Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.
Continuación del Santo Evangelio según San Lucas (II, 1-14.)
En aquel tiempo salió un edicto de César Augusto ordenando que se inscribiera todo el orbe. Esta primera inscripción fué hecha siendo Cirino gobernador de Siria. Y fueron todos a inscribirse, cada cual en su ciudad. Y subió José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén, porque era de la casa y familia de David, para inscribirse con María, su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta. Y sucedió que, estando ellos allí, se cumplieron los días de dar a luz. Y parió a su Hijo primogénito, y le envolvió en pañales, y le acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada. Y había unos pastores en la misma tierra, que guardaban y velaban las vigilias de la noche sobre su ganado. Y he aquí que el Ángel del Señor vino a ellos y la claridad de Dios los cercó de resplandor, y tuvieron gran temor. Mas el Ángel les dijo: No temáis porque os voy a dar una gran noticia, que será de gran gozo para todo el pueblo: es que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor. Y ésta será la señal para vosotros: hallaréis al Niño envuelto en pañales y echado en un pesebre. Y súbitamente apareció con el Ángel una gran multitud del ejército celeste, alabando a Dios y diciendo: Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.
También nostros, divino
Niño, unimos nuestras voces a las de los Angeles y cantamos: ¡Gloria a Dios,
paz a los hombres! El inefable relato de tu nacimiento nos enternece los
corazones y hace correr nuestras lágrimas. Te hemos acompañado en tu viaje de
Nazaret a Belén, hemos seguido todos los pasos de María y de José a través de
su largo camino; hemos velado durante esta santa noche en espera del feliz
momento que te mostrará a nuestros ojos. Sé bendito, oh Jesús, por tanta
misericordia; sé amado por tanto amor. Imposible apartar nuestras miradas de
ese pesebre afortunado, que contiene nuestra salvación. Te reconocemos ahí tal
como te han pintado a nuestras esperanzas los santos Profetas cuyos divinos
vaticinios nos ha pasado la Iglesia esta noche ante la vista. Eres el Dios Grande,
el Rey pacífico, el Esposo celestial de nuestras almas; eres nuestra Paz,
nuestro Salvador, nuestro Pan de vida. ¿Qué te podemos ofrecer en este momento,
si no es esa "buena voluntad que los Ángeles nos recomiendan?
Créala en nosotros; cultívala para que lleguemos a ser hermanos tuyos por la
gracia, como lo somos ya por la naturaleza humana. Pero aún haces más en este misterio
¡oh Verbo encarnado! En él nos haces, como dice el Apóstol, partícipes de
la divina naturaleza, de esa naturaleza que en tu humillación no has
perdido. En el orden de la creación nos colocaste debajo de los Ángeles; en tu
encarnación nos has hecho herederos de Dios, y coherederos tuyos.
¡Ojalá nuestros pecados y flaquezas no nos hagan descender de estas alturas a
las que hoy nos has elevado! Después del Evangelio, la Iglesia canta en son de
triunfo el Símbolo de la fe, en el que se nos detallan los misterios del Hombre
Dios. A las palabras: Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine, ET
HOMO FACTUS EST, adorad desde lo más profundo de vuestro corazón al Dios grande
que ha tomado la forma de su criatura, y devolverle con vuestro humilde
acatamiento, la gloria de que se ha despojado por vuestra causa. En las tres
Misas de hoy, cuando el coro llega a esas palabras en el canto del Credo, se
levanta el sacerdote de su silla y va a postrarse de rodillas al pie del altar.
Unios en ese momento con vuestras adoraciones a las de toda la Iglesia
representada por el Sacerdote. Durante la ofrenda del pan y del vino, la Iglesia
celebra el gozo del cielo y de la tierra por la llegada del Señor. Unos
momentos más, y en este altar donde todavía no hay más pan y vino, tendremos el cuerpo y la sangre de
nuestro Emmanuel.
OFERTORIO
Alégrense los cielos y salte de júbilo la tierra ante la faz del Señor: porque viene.
Alégrense los cielos y salte de júbilo la tierra ante la faz del Señor: porque viene.
SECRETA
Suplicamoste, Señor, te sea grata la ofrenda de la fiesta de hoy: para que, con tu gracia, reproduzcamos en nosotros, mediante este santo comercio, la imagen de Aquel que unió contigo nuestra naturaleza. El cual vive y reina contigo.
Suplicamoste, Señor, te sea grata la ofrenda de la fiesta de hoy: para que, con tu gracia, reproduzcamos en nosotros, mediante este santo comercio, la imagen de Aquel que unió contigo nuestra naturaleza. El cual vive y reina contigo.
A continuación el Prefacio
reúne las acciones de gracias de todos los fieles, terminando por la aclamación
general al Señor tres veces Santo. En el momento de la elevación de los sagrados
Misterios, en medio de ese religioso silencio que acoge la venida del Verbo
divino al altar, no veáis allí sino el pesebre del Niño que tiende sus brazos
hacia su Padre y os ofrece sus caricias; a María que le adora con amor de
madre, a José que derrama lágrimas de ternura, y a los santos Ángeles que no
aciertan a salir de su asombro. Entregad al recién nacido vuestro corazón para
que Infunda en él todos estos sentimientos; pedidle que venga a vosotros y
dadle un puesto de honor entre todos vuestros afectos.
Después de la Comunión, la
Iglesia, que acaba de unirse al Niño Dios en la participación de sus Misterios,
canta una vez más la gloria de la generación eterna del Verbo divino, que existe
en el seno del Padre antes que toda criatura, y que esta noche se ha revelado
al mundo antes de aparecer la estrella de la mañana.
COMUNION
Entre los esplendores de los Santos, te engendré de mi seno antes de la aurora.
Entre los esplendores de los Santos, te engendré de mi seno antes de la aurora.
Termina la Santa Iglesia
las oraciones de este primer sacrificio, pidiendo la gracia de una unión indisoluble
con el Salvador que se ha dignado aparecer en este día.
POSCOMUNION
Suplicamoste Señor, Dios nuestro, hagas que, los que nos alegramos de celebrar frecuentemente el misterio de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo, merezcamos alcanzar, con actos dignos, la compañía de Aquel que vive y reina contigo.
Suplicamoste Señor, Dios nuestro, hagas que, los que nos alegramos de celebrar frecuentemente el misterio de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo, merezcamos alcanzar, con actos dignos, la compañía de Aquel que vive y reina contigo.
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