Acción de gracias, después de la Misa y Comunión
Pero todavía existe una
práctica de gracias que debe entrar con todas las otras devociones de agradecimiento,
juntándose a ellas: devoción, digámoslo así, de lágrimas, más bien que de
palabras, la cual consiste en dar rendidas gracias a Dios nuestro Señor por el
adorable sacrificio de la Misa y real presencia de Jesús sacramentado en su
Iglesia. Pero no solamente el beneficio inestimable del sacrificio augusto del
Altar es quien reclama continuas acciones de gracias, ni tampoco el inefable
amor e indecible condescendencia que envuelve semejante misterio, sino más bien
el gozo celestial y divino que se experimenta viendo que ahora, al menos, se
ofrecen a Dios gracias infinitas dignas de su grandeza soberana. En efecto, ya
no tenemos necesidad de sentarnos a las orillas de los caminos del mundo
gimiendo y llorando porque la Divina Majestad no es reverenciada, alabada y
glorificada cual se merece, pues que una sola Misa es una alabanza infinita al
Rey de la gloria, y apenas se pasa un momento del día y de la noche en que no
se celebre tan augusto sacrificio, así en nuestro hemisferio como en el de
nuestros antípodas.
El Santísimo Sacramento sé
halla en todas las iglesias del orbe católico, ora en las que concurre una inmensa muchedumbre de fieles, ora en
aquellas que se ven enteramente desiertas y abandonadas; y doquiera se encuentre Jesús sacramentado, allí se rinden al Eterno infinitas
alabanzas, dulces adoraciones e indecibles acciones de gracias. La función
especial de la Santa Misa consiste en la Eucaristía, esto es, en el culto de
acción de gracias; así es que la simple criatura, por medio del Santísimo
Sacramento, puede ofrecer al Altísimo un acto de adoración más excelso y
sublime que aquel que pudiera ella haberse imaginado jamás, porque es imposible
que la criatura tribute y pague a su Creador un homenaje más soberano como
recibiéndolé real y verdaderamente en el augusto misterio del Altar. ¡Oh qué
dulce reposo no siente el alma al ocuparse en tan tiernos pensamientos!
¡Cuántas querellas secretas no podemos apaciguar con tan suaves recuerdos!
¡Cuántas inquietudes altaneras contra nuestra propia pequeñez y ruindad, contra
nuestros bajos deseos y contra nuestra imposibilidad para amar a Dios cual debe
ser amado no podemos sosegar y calmar con el dulce embeleso de semejantes maravillas
y grandezas del divino amor! ¡Loor eterno a Jesús, que es todo para nosotros!
¡Gloria y alabanza a nuestro Salvador adorable, de quien nos viene todo cuanto
apetecemos por muy extraños medios y sendas las más inconcebibles!
¿No tenemos, pues, sobrada
razón para afirmar que amamos a Dios dignamente, y que le adoramos con adoraciones
propias de su grandeza soberana, siendo Jesús nuestro amor y nuestra adoración?
¡Oh cuán dichosos somos, inmensamente dichosos, con las inefables larguezas y divinas
misericordias de nuestro Jesús dulcísimo! No parece sino que es mayor consolación
el deberlo todo a Jesús, que el adquirirlo, a ser posible, a costa de nuestra
propia cosecha; y he aquí por qué no hay placer en la vida presente que se
iguale al sentimiento de la multiplicación y reduplicación de nuestros deberes para
con nuestro Señor adorable. Cuanto mayores sean nuestras deudas, tanto mayor
será nuestro gozo; cuanto más complicadas y enmarañadas nuestras obligaciones, más
alegre y risueña será nuestra libertad; el conocimiento de que por toda la
eternidad no satisfaremos la deuda del amor que Jesús nos profesa, y la
seguridad de que siempre existirá en nosotros la misma imposibilidad de pagarle
cuanto le debemos, es el mayor gozo de los gozos.
Mientras tanto, gracias,
un millón de gracias y loores sean dados a Jesús, Salvador nuestro, por su
dignación en ofrecer por nosotros al Dios omnipotente alabanzas, adoraciones y
acciones de gracias inefables, soberanas, infinitas como el mismo Rey de la
majestad. Quizá estas finezas de Jesús contribuyan grandemente a que nos formemos
una idea cabal de cuán lejos estamos de corresponder agradecidos a nuestro
Señor dulcísimo, y cuán grande ha sido la distancia para llenar la obligación
del hacimiento de gracias. Cualquiera que sea el juicio que uno pueda haberse
formado sobre los métodos particulares para ejercitar la devoción del agradecimiento
practicados por los Santos o sugeridos por los escritores espirituales, la Iglesia
toda entera conviene, sin embargo, en la utilidad y necesidad de una devoción
especial de gracias para después de la Comunión. Si hay algún momento en la
vida del hombre para el agradecimiento a las divinas larguezas en el cual tenga
la lengua que enmudecer, es ciertamente aquel en que el Creador se digna
abrumar a su criatura con el don estupendo de darse a sí mismo en mantenimiento
y de hallarse realmente morando dentro de nuestro pecho. Así es que aconsejan
los escritores espirituales que no abramos libro alguno en los primeros instantes
después de haber comulgado, empleando tiempo tan precioso en dulces coloquios
con Jesús Señor nuestro, que no poco seguramente tendremos que contarle; y
aunque así no fuese, no por eso dejará Él de hablarnos alguna cosa en el silencio
profundo de nuestro corazón, siempre que nosotros queramos escucharle. Pero
¿qué es lo que pasa en realidad cuando el Señor se digna sentarnos a su divina
Mesa? Si el fervor y regularidad de nuestro hacimiento de gracias después de la
Comunión fuese el termómetro del amor que profesamos a Jesús, ni una sola
centella de ese fuego sagrado se mantendría entonces viva en el fondo de
nuestro endurecido corazón. En efecto, para no pocos
de nosotros difícilmente exista un cuarto de hora de la vida que nos sea más
enojoso y de todo punto inútil que aquel que consagramos a dar, según decimos,
infinitas gracias a Dios nuestro Señor después de haber comulgado; ¡nada
tenemos que contar a nuestro Jesús adorable! ¡Nuestro corazón permanece
insensible a tan regaladas caricias a pesar de ser el don recibido el más
excelente que pueda otorgársenos durante toda nuestra vida mortal! Cada vez que
uno comulga, desenvuélvese semejante prodigio ante nuestros ojos en lóbrega
obscuridad, tomando dicho favor gigantescas proporciones, al propio tiempo que
nuestra tibieza y desagradecimiento transforman la continuación de la entrañable
caridad divina en una maravilla grandemente singular y extraña.
¡Hospedádose ha dentro de
nuestro pecho Aquel que ha de ser nuestro gozo sempiterno en la gloria del Cielo,
y nada tenemos que decirle!, ¡y nos produce cansancio su dulce compañía!, ¡ y
es una consolación no pequeña para nuestro espíritu cuando creemos que se ha
ido! Fuimos para con Él ciertamente urbanos y corteses, y le pedimos su bendición
como a nuestro superior; es decir, que todas nuestras consideraciones y
tratamientos hacia tan cariñoso huésped redujéronse a meras atenciones de buena
crianza, o cuando más a simples respetos de un vasallo para con su Rey y Señor.
Inútil es, pues, el exhortar a los hombres que adopten diferentes prácticas de
acciones de gracias, supuesto que la visita que el mismo Señor se digna
hacerles en persona apenas consigue de ellos que ejerciten una solamente; no
parece sino que la acción de gracias no tiene más que una sola mansión sobre la
tierra, y que hasta este dominio suyo va siendo cada día más precario. Y menos
mal si semejantes acciones de gracias, llenas de tibieza y frialdad, nos
hicieran comprender siquiera el escaso interés que tomamos por Jesús; así como
el apreciar de que sería la religión de nuestro gusto recibir la gracia sin
tomarnos la molestia de recibir a su Autor en el augusto Sacramento.
¡Oh adorable Señor
sacramentado!, y conociendo Tú esta nuestra mala correspondencia al beneficio
inestimable que tienes la dignación de otorgamos, dándote en manjar y bebida de
nuestras almas, ¡que todavía hagas asiento en el tabernáculo!, ¡que todavía
quieras servirnos el dulce y regalado plato de tu sagrado Cuerpo y Sangre
preciosísima! Pero diréis vosotros: «Dura cosa es, ciertamente, el abandonarnos
así en situación tan angustiosa cual parece ser la nuestra, según auguran esas
vuestras expresiones de desenfado y más o menos amargas que habéis tenido la
amabilidad de dirigirnos. Pues si nuestras acciones de gracias son tan defectuosas;
propóngansenos los medios para mejorarlas, que acaso tratemos de ponerlos en
ejecución para el logro de semejante fin.» Bien: veamos, pues, qué nos enseñan
los libros espirituales acerca del particular. Paréceme que existen pocas
dificultades más universalmente sentidas que la de una buena acción de gracias
después de la Comunión. Ya dije arriba que los escritores espirituales
recomiendan que, al menos en los primeros minutos después de haber comulgado,
no se abra libro alguno, por más devoto que sea; asegurándonos que si la gracia
tiene ciertos momentos solemnes, críticos y decisivos en la vida del hombre,
son, a no dudarlo, aquellos que van sucediéndose mientras Jesús permanece
sacramentalmente presente en nuestro corazón. La gran maestra y doctora de la acción
de gracias después de la Comunión es la insigne española Santa Teresa de Jesús;
el ahínco con que insiste en hacer resaltar maravillosamente las grandezas y excelencias
de tan piadosa devoción; la frecuencia con que vuelve una y otra vez a ocuparse
en el mismo asunto; los consejos prácticos llenos de sabiduría que da acerca de
la manera como hemos de ejercitarnos en ella para que sea grandemente provechosa
a nuestras almas, vienen a constituir uno de los rasgos más notables de su
enseñanza celestial y divina.
Santa Teresa fue, en
efecto, MADRE de la Iglesia, como la llama un escritor francés; toda la
materia relativa a la acción de gracias después de la Comunión forma una de sus
más características y sabias lecciones de ciencia espiritual; creyéndose
igualmente (así al menos lo aprendió por experiencia uno de los panegiristas
más entusiastas de la sierva de Dios) que esta española ilustre goza de un
especial favor del Cielo para hacer aprovechar a los hombres en la dulce
práctica de acción de gracias después de la sagrada Comunión, cuyo aprovechamiento
es de importancia incalculable para toda la vida espiritual. Una buena y
metódica acción de gracias después de la Misa y Comunión obraría ciertamente la
más completa, rápida y eficaz reforma del clero, al propio tiempo que movería a
los seglares a comulgar más a menudo, aparejándoles para que aprovechasen más y
más cada día en la virtud, con la frecuencia en recibir la sagrada Comunión. Si, pues, nuestros hacimientos
de gracias son ruines y despreciables, rogad encarecidamente a Santa Teresa que
os alcancé del Señor la gracia de hacerlos bien; cuyos efectos de don tan
singular, que ella os procure, los sentiréis sensiblemente dentro de vuestra
alma. Toda la eternidad no es bastante larga para alabar debidamente a Dios por
una sola de sus más livianas mercedes que haya tenido la dignación de
concedemos, y serían necesarias innumerables eternidades para pagarle el
beneficio inestimable que nos dispensara, dándonos, así a nosotros como a su
Santa Iglesia, la Seráfica Madre Santa Teresa de Jesús.
San Alfonso y otros
escritores de ciencia espiritual no han temido asegurar que una sola Comunión
bien hecha es suficiente para disponer al hombre a la canonización y a que se
le coloque sobre los altares; que la acción de gracias es el tiempo precioso en
que el alma se apropia la abundancia de las divinas larguezas, y se embriaga en
las fuentes de la luz y de la vida. El consejo de San Felipe acerca del
particular está respirando aquella exquisita sabiduría que tanto resplandece en
los documentos espirituales de este varón insigne; recomiéndanos, pues, que, si
hemos tenido la meditación antes de la Misa, no derramemos el espíritu después de
haber comulgado, discurriendo otras nuevas consideraciones, sino que continuemos
aquel pensamiento que inspiraran en nuestra alma una suave unción celestial y
divina durante nuestra meditación, y así es como evitaremos malgastar malamente
no poco tiempo en nuestra acción de gracias, ora devanándonos los sesos en
busca de un asunto particular, o bien afanándonos, por no saber, entre tantas
cosas como tenemos que decir al Señor, cuál sea la primera por donde debemos
comenzar, aviso excelentísimo que está enteramente conforme con todos los otros
documentos fáciles y gustosos del Santo en cosas espirituales. Quisiera este
siervo de Dios que fuese tal nuestra familiaridad con el Señor nuestro Creador
y Padre amorosísimo; que en cualquier visitación suya inusitada e imprevista
que tuviese la dignación de hacemos, propusiésemos la actividad menos perfecta
de Marta al reposo y unión de María su hermana; y he aquí el espíritu que
animaba a varón tan insigne al aconsejar a los Padres de su Congregación que no
tuviesen hora fija para decir la Misa, sino que fuesen a celebrarla cuando el sacristán
les llamase. Pero muchas personas que viven en medio del mundo no pueden tener
una meditación formal y metódica antes de la sagrada Comunión, y no pocas otras
practican la oración mental de diferente manera, ejercitando la oración llamada
afectiva, en la cual obra más bien la voluntad que el entendimiento; y semejantes
sujetos no raras veces se encuentran embarazados, no sabiendo cómo volver a
seguir el hilo de su oración después que han recibido el Pan de los Ángeles. Otras
personas igualmente, en particular aquellas que, si bien profesan una
especialísima devoción al Santísimo Sacramento, no pueden, sin embargo,
lisonjearse de una habitual unión con Dios, ven por experiencia que la recomendación
de San Felipe no es acomodada al espiritual aprovechamiento de sus almas y, en
consecuencia, tienen que consagrar aquellos momentos a la meditación sobre el
Santísimo Sacramento y real presencia de Jesús dentro de, su corazón. Atendidas,
pues, todas estas circunstancias, y considerando al propio tiempo así la
dificultad como la importancia de una buena acción de gracias después de la Comunión,
no me parece inoportuno proveer a mis lectores de abundantes materiales para el
hacimiento de gracias después de haber comulgado, presentándoles a este objeto
un análisis del método recomendado por Lancisio, y copiado por este mismo
escritor en dos diferentes tratados suyos espirituales.
Pero no se vaya por eso a
creer que mi ánimo sea aconsejar a nadie semejante método, tal como se halla en
el autor citado; es demasiado largo y bastante minucioso; y paréceme que raro
había de ser el caso en que no entibiase la devoción con la multiplicidad de
actos que envuelve; el corazón debe jugar holgada y libremente, y todas sus funciones
y ejercicios han de ser asimismo lo más simplificados que sea posible. Mi
intención; pues, como llevo indicado, al trasladarle a la presente obrita, no
es otra que proveer de materiales, ya que dicho método es una especie de rica
mina en la cual pueden abastecerse las personas de diferentes gustos, y hasta
unos mismos sujetos, según las ocasiones y circunstancias, de pasto espiritual para
la reflexión, como para el ejercicio de las aspiraciones, pues que abunda en
pensamientos profundos y sublimes.
1° Los actos que, según el
P. Lancisio, deben seguir inmediatamente después de haber comulgado, son de
humillación. Humillémonos profundamente delante de Dios, Rey de reyes, por su dignación
en venirnos a visitar siendo un Señor tan lleno de majestad y grandeza;
ponderando:, los pecados de nuestra vida pasada;
2° nuestras actuales
imperfecciones y criminal flojedad y tibieza;
3° la ruindad de nuestra
naturaleza comparada con la Divinidad excelsa de Cristo;
4° las perfecciones de la
naturaleza divina y humana de nuestro Señor sacramentado.
2. Ahora vienen los actos
de adoración. Adoremos:
1° a la Trinidad Beatísima
en el misterio augusto del Altar,
2° adoremos ala
Sacratísima Humanidad de Jesús; realmente presente en nuestro corazón y en las
innumerables iglesias donde se halla reservado el Santísimo Sacramento,
regocijándonos en el culto y adoraciones que le están los fieles actualmente ofreciendo
en oloroso holocausto, gimiendo y llorando los ultrajes, y quizá hasta
blasfemias, con que los hombres le ofenden en su propia casa;
3° adoremos con rendida adoración
el Alma inmaculada dé Jesús sacramentado, ricamente engalanada con los vistosos
ornatos de la santidad, y hermosamente ataviada con los brillantes aderezos de
todos los merecimientos, y aquel antiguo, constante, copioso y abrasado amor
que nos profesa;
4°adoremos igualmente, con
el corazón hincado en la tierra, el Sacratísimo Cuerpo de Jesucristo, por
haberse dignado sufrir los amargos y crueles tormentos para nuestra salvación,
hasta el punto de ser enclavado en una cruz; y abrazándole dulcemente dentro de
nuestro corazón, imprimámosle mil besos espirituales en aquellos de sus miembros
castísimos que padecieron mayores dolores con los golpes y las heridas...
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