viernes, 30 de diciembre de 2016

DEMOS GRACIAS A DIOS - por el P. Faber

Acción de gracias, después de la Misa y Comunión


Pero todavía existe una práctica de gracias que debe entrar con todas las otras devociones de agradecimiento, juntándose a ellas: devoción, digámoslo así, de lágrimas, más bien que de palabras, la cual consiste en dar rendidas gracias a Dios nuestro Señor por el adorable sacrificio de la Misa y real presencia de Jesús sacramentado en su Iglesia. Pero no solamente el beneficio inestimable del sacrificio augusto del Altar es quien reclama continuas acciones de gracias, ni tampoco el inefable amor e indecible condescendencia que envuelve semejante misterio, sino más bien el gozo celestial y divino que se experimenta viendo que ahora, al menos, se ofrecen a Dios gracias infinitas dignas de su grandeza soberana. En efecto, ya no tenemos necesidad de sentarnos a las orillas de los caminos del mundo gimiendo y llorando porque la Divina Majestad no es reverenciada, alabada y glorificada cual se merece, pues que una sola Misa es una alabanza infinita al Rey de la gloria, y apenas se pasa un momento del día y de la noche en que no se celebre tan augusto sacrificio, así en nuestro hemisferio como en el de nuestros antípodas.

El Santísimo Sacramento sé halla en todas las iglesias del orbe católico, ora en las que concurre una inmensa muchedumbre de fieles, ora en aquellas que se ven enteramente desiertas y abandonadas; y doquiera se encuentre Jesús sacramentado, allí se rinden al Eterno infinitas alabanzas, dulces adoraciones e indecibles acciones de gracias. La función especial de la Santa Misa consiste en la Eucaristía, esto es, en el culto de acción de gracias; así es que la simple criatura, por medio del Santísimo Sacramento, puede ofrecer al Altísimo un acto de adoración más excelso y sublime que aquel que pudiera ella haberse imaginado jamás, porque es imposible que la criatura tribute y pague a su Creador un homenaje más soberano como recibiéndolé real y verdaderamente en el augusto misterio del Altar. ¡Oh qué dulce reposo no siente el alma al ocuparse en tan tiernos pensamientos! ¡Cuántas querellas secretas no podemos apaciguar con tan suaves recuerdos! ¡Cuántas inquietudes altaneras contra nuestra propia pequeñez y ruindad, contra nuestros bajos deseos y contra nuestra imposibilidad para amar a Dios cual debe ser amado no podemos sosegar y calmar con el dulce embeleso de semejantes maravillas y grandezas del divino amor! ¡Loor eterno a Jesús, que es todo para nosotros! ¡Gloria y alabanza a nuestro Salvador adorable, de quien nos viene todo cuanto apetecemos por muy extraños medios y sendas las más inconcebibles!

¿No tenemos, pues, sobrada razón para afirmar que amamos a Dios dignamente, y que le adoramos con adoraciones propias de su grandeza soberana, siendo Jesús nuestro amor y nuestra adoración? ¡Oh cuán dichosos somos, inmensamente dichosos, con las inefables larguezas y divinas misericordias de nuestro Jesús dulcísimo! No parece sino que es mayor consolación el deberlo todo a Jesús, que el adquirirlo, a ser posible, a costa de nuestra propia cosecha; y he aquí por qué no hay placer en la vida presente que se iguale al sentimiento de la multiplicación y reduplicación de nuestros deberes para con nuestro Señor adorable. Cuanto mayores sean nuestras deudas, tanto mayor será nuestro gozo; cuanto más complicadas y enmarañadas nuestras obligaciones, más alegre y risueña será nuestra libertad; el conocimiento de que por toda la eternidad no satisfaremos la deuda del amor que Jesús nos profesa, y la seguridad de que siempre existirá en nosotros la misma imposibilidad de pagarle cuanto le debemos, es el mayor gozo de los gozos.

Mientras tanto, gracias, un millón de gracias y loores sean dados a Jesús, Salvador nuestro, por su dignación en ofrecer por nosotros al Dios omnipotente alabanzas, adoraciones y acciones de gracias inefables, soberanas, infinitas como el mismo Rey de la majestad. Quizá estas finezas de Jesús contribuyan grandemente a que nos formemos una idea cabal de cuán lejos estamos de corresponder agradecidos a nuestro Señor dulcísimo, y cuán grande ha sido la distancia para llenar la obligación del hacimiento de gracias. Cualquiera que sea el juicio que uno pueda haberse formado sobre los métodos particulares para ejercitar la devoción del agradecimiento practicados por los Santos o sugeridos por los escritores espirituales, la Iglesia toda entera conviene, sin embargo, en la utilidad y necesidad de una devoción especial de gracias para después de la Comunión. Si hay algún momento en la vida del hombre para el agradecimiento a las divinas larguezas en el cual tenga la lengua que enmudecer, es ciertamente aquel en que el Creador se digna abrumar a su criatura con el don estupendo de darse a sí mismo en mantenimiento y de hallarse realmente morando dentro de nuestro pecho. Así es que aconsejan los escritores espirituales que no abramos libro alguno en los primeros instantes después de haber comulgado, empleando tiempo tan precioso en dulces coloquios con Jesús Señor nuestro, que no poco seguramente tendremos que contarle; y aunque así no fuese, no por eso dejará Él de hablarnos alguna cosa en el silencio profundo de nuestro corazón, siempre que nosotros queramos escucharle. Pero ¿qué es lo que pasa en realidad cuando el Señor se digna sentarnos a su divina Mesa? Si el fervor y regularidad de nuestro hacimiento de gracias después de la Comunión fuese el termómetro del amor que profesamos a Jesús, ni una sola centella de ese fuego sagrado se mantendría entonces viva en el fondo de nuestro endurecido corazón. En efecto, para no pocos de nosotros difícilmente exista un cuarto de hora de la vida que nos sea más enojoso y de todo punto inútil que aquel que consagramos a dar, según decimos, infinitas gracias a Dios nuestro Señor después de haber comulgado; ¡nada tenemos que contar a nuestro Jesús adorable! ¡Nuestro corazón permanece insensible a tan regaladas caricias a pesar de ser el don recibido el más excelente que pueda otorgársenos durante toda nuestra vida mortal! Cada vez que uno comulga, desenvuélvese semejante prodigio ante nuestros ojos en lóbrega obscuridad, tomando dicho favor gigantescas proporciones, al propio tiempo que nuestra tibieza y desagradecimiento transforman la continuación de la entrañable caridad divina en una maravilla grandemente singular y extraña.

¡Hospedádose ha dentro de nuestro pecho Aquel que ha de ser nuestro gozo sempiterno en la gloria del Cielo, y nada tenemos que decirle!, ¡y nos produce cansancio su dulce compañía!, ¡ y es una consolación no pequeña para nuestro espíritu cuando creemos que se ha ido! Fuimos para con Él ciertamente urbanos y corteses, y le pedimos su bendición como a nuestro superior; es decir, que todas nuestras consideraciones y tratamientos hacia tan cariñoso huésped redujéronse a meras atenciones de buena crianza, o cuando más a simples respetos de un vasallo para con su Rey y Señor. Inútil es, pues, el exhortar a los hombres que adopten diferentes prácticas de acciones de gracias, supuesto que la visita que el mismo Señor se digna hacerles en persona apenas consigue de ellos que ejerciten una solamente; no parece sino que la acción de gracias no tiene más que una sola mansión sobre la tierra, y que hasta este dominio suyo va siendo cada día más precario. Y menos mal si semejantes acciones de gracias, llenas de tibieza y frialdad, nos hicieran comprender siquiera el escaso interés que tomamos por Jesús; así como el apreciar de que sería la religión de nuestro gusto recibir la gracia sin tomarnos la molestia de recibir a su Autor en el augusto Sacramento.

¡Oh adorable Señor sacramentado!, y conociendo Tú esta nuestra mala correspondencia al beneficio inestimable que tienes la dignación de otorgamos, dándote en manjar y bebida de nuestras almas, ¡que todavía hagas asiento en el tabernáculo!, ¡que todavía quieras servirnos el dulce y regalado plato de tu sagrado Cuerpo y Sangre preciosísima! Pero diréis vosotros: «Dura cosa es, ciertamente, el abandonarnos así en situación tan angustiosa cual parece ser la nuestra, según auguran esas vuestras expresiones de desenfado y más o menos amargas que habéis tenido la amabilidad de dirigirnos. Pues si nuestras acciones de gracias son tan defectuosas; propóngansenos los medios para mejorarlas, que acaso tratemos de ponerlos en ejecución para el logro de semejante fin.» Bien: veamos, pues, qué nos enseñan los libros espirituales acerca del particular. Paréceme que existen pocas dificultades más universalmente sentidas que la de una buena acción de gracias después de la Comunión. Ya dije arriba que los escritores espirituales recomiendan que, al menos en los primeros minutos después de haber comulgado, no se abra libro alguno, por más devoto que sea; asegurándonos que si la gracia tiene ciertos momentos solemnes, críticos y decisivos en la vida del hombre, son, a no dudarlo, aquellos que van sucediéndose mientras Jesús permanece sacramentalmente presente en nuestro corazón. La gran maestra y doctora de la acción de gracias después de la Comunión es la insigne española Santa Teresa de Jesús; el ahínco con que insiste en hacer resaltar maravillosamente las grandezas y excelencias de tan piadosa devoción; la frecuencia con que vuelve una y otra vez a ocuparse en el mismo asunto; los consejos prácticos llenos de sabiduría que da acerca de la manera como hemos de ejercitarnos en ella para que sea grandemente provechosa a nuestras almas, vienen a constituir uno de los rasgos más notables de su enseñanza celestial y divina.

Santa Teresa fue, en efecto, MADRE de la Iglesia, como la llama un escritor francés; toda la materia relativa a la acción de gracias después de la Comunión forma una de sus más características y sabias lecciones de ciencia espiritual; creyéndose igualmente (así al menos lo aprendió por experiencia uno de los panegiristas más entusiastas de la sierva de Dios) que esta española ilustre goza de un especial favor del Cielo para hacer aprovechar a los hombres en la dulce práctica de acción de gracias después de la sagrada Comunión, cuyo aprovechamiento es de importancia incalculable para toda la vida espiritual. Una buena y metódica acción de gracias después de la Misa y Comunión obraría ciertamente la más completa, rápida y eficaz reforma del clero, al propio tiempo que movería a los seglares a comulgar más a menudo, aparejándoles para que aprovechasen más y más cada día en la virtud, con la frecuencia en recibir la sagrada Comunión. Si, pues, nuestros hacimientos de gracias son ruines y despreciables, rogad encarecidamente a Santa Teresa que os alcancé del Señor la gracia de hacerlos bien; cuyos efectos de don tan singular, que ella os procure, los sentiréis sensiblemente dentro de vuestra alma. Toda la eternidad no es bastante larga para alabar debidamente a Dios por una sola de sus más livianas mercedes que haya tenido la dignación de concedemos, y serían necesarias innumerables eternidades para pagarle el beneficio inestimable que nos dispensara, dándonos, así a nosotros como a su Santa Iglesia, la Seráfica Madre Santa Teresa de Jesús.

San Alfonso y otros escritores de ciencia espiritual no han temido asegurar que una sola Comunión bien hecha es suficiente para disponer al hombre a la canonización y a que se le coloque sobre los altares; que la acción de gracias es el tiempo precioso en que el alma se apropia la abundancia de las divinas larguezas, y se embriaga en las fuentes de la luz y de la vida. El consejo de San Felipe acerca del particular está respirando aquella exquisita sabiduría que tanto resplandece en los documentos espirituales de este varón insigne; recomiéndanos, pues, que, si hemos tenido la meditación antes de la Misa, no derramemos el espíritu después de haber comulgado, discurriendo otras nuevas consideraciones, sino que continuemos aquel pensamiento que inspiraran en nuestra alma una suave unción celestial y divina durante nuestra meditación, y así es como evitaremos malgastar malamente no poco tiempo en nuestra acción de gracias, ora devanándonos los sesos en busca de un asunto particular, o bien afanándonos, por no saber, entre tantas cosas como tenemos que decir al Señor, cuál sea la primera por donde debemos comenzar, aviso excelentísimo que está enteramente conforme con todos los otros documentos fáciles y gustosos del Santo en cosas espirituales. Quisiera este siervo de Dios que fuese tal nuestra familiaridad con el Señor nuestro Creador y Padre amorosísimo; que en cualquier visitación suya inusitada e imprevista que tuviese la dignación de hacemos, propusiésemos la actividad menos perfecta de Marta al reposo y unión de María su hermana; y he aquí el espíritu que animaba a varón tan insigne al aconsejar a los Padres de su Congregación que no tuviesen hora fija para decir la Misa, sino que fuesen a celebrarla cuando el sacristán les llamase. Pero muchas personas que viven en medio del mundo no pueden tener una meditación formal y metódica antes de la sagrada Comunión, y no pocas otras practican la oración mental de diferente manera, ejercitando la oración llamada afectiva, en la cual obra más bien la voluntad que el entendimiento; y semejantes sujetos no raras veces se encuentran embarazados, no sabiendo cómo volver a seguir el hilo de su oración después que han recibido el Pan de los Ángeles. Otras personas igualmente, en particular aquellas que, si bien profesan una especialísima devoción al Santísimo Sacramento, no pueden, sin embargo, lisonjearse de una habitual unión con Dios, ven por experiencia que la recomendación de San Felipe no es acomodada al espiritual aprovechamiento de sus almas y, en consecuencia, tienen que consagrar aquellos momentos a la meditación sobre el Santísimo Sacramento y real presencia de Jesús dentro de, su corazón. Atendidas, pues, todas estas circunstancias, y considerando al propio tiempo así la dificultad como la importancia de una buena acción de gracias después de la Comunión, no me parece inoportuno proveer a mis lectores de abundantes materiales para el hacimiento de gracias después de haber comulgado, presentándoles a este objeto un análisis del método recomendado por Lancisio, y copiado por este mismo escritor en dos diferentes tratados suyos espirituales.

Pero no se vaya por eso a creer que mi ánimo sea aconsejar a nadie semejante método, tal como se halla en el autor citado; es demasiado largo y bastante minucioso; y paréceme que raro había de ser el caso en que no entibiase la devoción con la multiplicidad de actos que envuelve; el corazón debe jugar holgada y libremente, y todas sus funciones y ejercicios han de ser asimismo lo más simplificados que sea posible. Mi intención; pues, como llevo indicado, al trasladarle a la presente obrita, no es otra que proveer de materiales, ya que dicho método es una especie de rica mina en la cual pueden abastecerse las personas de diferentes gustos, y hasta unos mismos sujetos, según las ocasiones y circunstancias, de pasto espiritual para la reflexión, como para el ejercicio de las aspiraciones, pues que abunda en pensamientos profundos y sublimes.

1° Los actos que, según el P. Lancisio, deben seguir inmediatamente después de haber comulgado, son de humillación. Humillémonos profundamente delante de Dios, Rey de reyes, por su dignación en venirnos a visitar siendo un Señor tan lleno de majestad y grandeza; ponderando:, los pecados de nuestra vida pasada;

2° nuestras actuales imperfecciones y criminal flojedad y tibieza;

3° la ruindad de nuestra naturaleza comparada con la Divinidad excelsa de Cristo;

4° las perfecciones de la naturaleza divina y humana de nuestro Señor sacramentado.

2. Ahora vienen los actos de adoración. Adoremos:

1° a la Trinidad Beatísima en el misterio augusto del Altar,

2° adoremos ala Sacratísima Humanidad de Jesús; realmente presente en nuestro corazón y en las innumerables iglesias donde se halla reservado el Santísimo Sacramento, regocijándonos en el culto y adoraciones que le están los fieles actualmente ofreciendo en oloroso holocausto, gimiendo y llorando los ultrajes, y quizá hasta blasfemias, con que los hombres le ofenden en su propia casa;

3° adoremos con rendida adoración el Alma inmaculada dé Jesús sacramentado, ricamente engalanada con los vistosos ornatos de la santidad, y hermosamente ataviada con los brillantes aderezos de todos los merecimientos, y aquel antiguo, constante, copioso y abrasado amor que nos profesa;


4°adoremos igualmente, con el corazón hincado en la tierra, el Sacratísimo Cuerpo de Jesucristo, por haberse dignado sufrir los amargos y crueles tormentos para nuestra salvación, hasta el punto de ser enclavado en una cruz; y abrazándole dulcemente dentro de nuestro corazón, imprimámosle mil besos espirituales en aquellos de sus miembros castísimos que padecieron mayores dolores con los golpes y las heridas...

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