31 DE DICIEMBRE
SAN SILVESTRE,
PAPA Y
CONFESOR
Hasta ahora hemos
contemplado a los Mártires, junto a la cuna del Emmanuel. Esteban, que pereció
bajo los guijarros del torrente; Juan, mártir de deseo, que pasó por el fuego; los
Inocentes, inmolados por la espada; Tomás decapitado en su misma Catedral: esos
son los campeones que montan la guardia al nuevo Rey. Pero, por muy numeroso
que sea el ejército de los mártires, no todos los fieles de Cristo han sido llamados
a formar parte de ese escuadrón escogido; el cuerpo del ejército celestial se compone
también de los Confesores que vencieron al mundo, pero con una victoria
incruenta. Aunque no sea para ellos el puesto de honor, no por eso dejan de
servir a su Rey. Es verdad que no vemos la palma en sus manos; pero ciñe sus
cabezas la corona de justicia. El que los coronó se precia también de verlos a
su lado. Era, pues justo que la Iglesia, reuniendo en esta triunfante Octava
todas las glorias del cielo y de la tierra inscribiese estos días en el ciclo, el
nombre de un santo Confesor que les representase a todos. Este Confesor es
Silvestre, Esposo de la Santa Iglesia romana, y por ella de la Iglesia
universal, un Pontífice de largo y pacífico reinado, unos 22 años, un siervo de
Cristo, adornado de todas las virtudes y venido al mundo al día siguiente de
aquellos furiosos combates que habían durado tres siglos, en los cuales triunfaron,
por el martirio, miles de cristianos, bajo la dirección de numerosos Papas
Mártires, predecesores de Silvestre. Silvestre es también nuncio de la Paz que Cristo
vino a traer al mundo, y que los Ángeles cantaron en Belén. Es el amigo de
Constantino, confirma el Concilio de Nicea que condenó la herejía arriana, organiza
la disciplina eclesiástica para la era de la paz. Sus predecesores
representaron a Cristo paciente: El representa a Cristo triunfante. Viene a
completar, en esta Octava, el carácter de Dios Niño que viene en la humildad de
los pañales, expuesto a la persecución de Herodes, y a pesar de todo es el Príncipe
de la Paz, y Padre del siglo futuro. (I s I X, 6.) Pontífice
supremo de la Iglesia de Jesucristo, fuiste elegido entre todos tus hermanos para
embellecer con tus gloriosos méritos la santa Octava del Nacimiento del
Emmanuel. Representas en ella dignamente al coro inmenso de Confesores, por
haber llevado el timón de la Iglesia con tanta energía y fidelidad, después de
la tempestad. Adorna tu frente la corona pontifical, y el esplendor del cielo
se refleja en esas piedras preciosas de que está sembrada. En tus manos están
las llaves del Reino de los cielos, para abrir e introducir en él a los restos
de la gentilidad que recibe la fe de Cristo; y lo cierras a los arrianos, en
ese sagrado Concilio de Nicea, que presides por medio de tus legados, y al que
autorizas con tu confirmación apostólica. En seguida se desencadenarán contra
la Iglesia furiosas tempestades; las olas de la herejía combatirán la barquilla
de Pedro; Tú estarás ya en el seno de Dios; pero velarás con Pedro, por la
pureza de la fe; y, gracias a tus oraciones, la Iglesia romana será el puerto
en que Atanasio hallará por fin algunas horas de paz. Bajo tu tranquilo
pontificado, la Roma cristiana recibe el premio de su largo martirio. Se le
reconoce por Reina del mundo cristiano, y a su imperio como al único universal.
Constantino se aleja de la ciudad de Rómulo, hoy ciudad de Pedro; la segunda
majestad no quiere ser eclipsada por la primera, y, con la fundación de
Bizancio, queda Roma en manos de su Pontífice. Se derrumban los templos de los falsos
dioses, haciendo sitio a las basílicas cristianas que reciben los despojos
triunfales de los santos Apóstoles y de los Mártires.
¡Oh Vicario de Cristo,
honrado con tan maravillosos dones, acuérdate de este pueblo cristiano que es
el tuyo! En estos días, te suplica le inicies en el divino misterio de Cristo
Niño. En el sublime símbolo de Nicea, y que tú confirmaste y promulgaste para
toda la Iglesia, nos enseñas a reconocer al Dios de Dios, Luz de la Luz,
engendrado, no hecho, consubstancial al Padre y Nos invitas a venir a
adorar a este Niño, por quien han sido hechas todas las cosas. ¡Oh
Confesor de Cristo! dígnate presentarnos a El, como lo han hecho los Mártires
que te han precedido. Suplí- cale que bendiga nuestros deseos de virtud y que nos
conserve en su amor, que nos conceda el triunfo sobre el mundo y sobre nuestras
pasiones, y que nos guarde esa corona de justicia, a la que nos atrevemos a
aspirar como premio de nuestra fe.
¡Oh Pontífice de la Paz,
desde la tranquila morada donde descansas, mira a la Iglesia de Dios, agitada
por las más espantosas tormentas, y pide a Jesús, el Príncipe de la Paz, que
ponga fin a tan crueles revueltas. Dirige tus miradas hacia esa Roma que amas y
que guarda con tanto cariño tu recuerdo; ampara y dirige a su Pontífice. Haz
que triunfe de la astucia de los políticos, de la violencia de los tiranos, de
las emboscadas de los herejes, de la perfidia de los cismáticos, de la
indiferencia de los mundanos, de la flojedad de los cristianos. Haz que sea
honrada, amada y obedecida; que resuciten las grandezas del sacerdocio; que el
poder espiritual se emancipe; que la
fortaleza y la caridad se den la mano y que, por fin, comience el reino de Dios sobre la tierra para que no haya más
que un solo rebaño y un solo Pastor. Vela, oh Silvestre, por el sagrado tesoro
de la fe que tú guardaste con tanta integridad; triunfe sü luz de todos esos
falsos y atrevidos sistemas que surgen por doquier como fantasías de la
soberbia humana. Sométase toda inteligencia creada al yugo de los misterios,
sin los cuales la humana sabiduría no es más que tinieblas; reine, por fin,
Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, reine por medio de su Iglesia en los
espíritus y en los corazones. Ruega por Bizancio, llamada antiguamente la nueva
Roma, y que fué luego capital de la herejía, triste escenario de la degradación
del Cristianismo. Haz que se abrevie el tiempo de su postración; que vuelva a
ver la unidad; que venere a Cristo en la persona de su Vicario; que obedezca,
para que se salve. Haz que las razas extraviadas y perdidas por su influencia,
recobren la dignidad humana que sólo la pureza de la fe puede mantener o
regenerar. Finalmente, amarra, oh vencedor de Satanás, al Dragón infernal en la
prisión donde lo tienes encerrado; abate su orgullo y haz que fracasen sus
intentos; vigila para que no seduzca a más pueblos, sino que todos los hijos de
la Iglesia, según frase de San Pedro, tu predecesor, se le opongan con la
energía de su fe. (I S. Pedro, V, 9.)
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