DE LA MANIFESTACION DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Santo Tomás de Aquino
(primera parte)
La cuestión precedente nos habla del
nacimiento de Cristo; la presente, de su manifestación al mundo, a quien venía
a salvar. Conviene ante todo notar los principios en que basa el Angélico su exposición.
El primero es que, siendo tan necesaria la fe en la humanidad de Cristo como la
fe en su divinidad para alcanzar la salud, Dios Padre de tal manera revela al
mundo la venida de su Hijo, que una y otra cosa queden confirmadas. La edad
moderna siente dificultad en creer la divinidad de Jesucristo, pero la antigua
la tenía también para creer su humanidad; y Dios de tal modo ordenó las
manifestaciones del Salvador, que sirvieran de argumento para la fe en ambos
misterios.
No han faltado quienes quisieron ver en la
Sagrada Escritura, así del Antiguo como del Nuevo Testamento, argumentos
apodícticos de la divinidad del Salvador. Santo Tomás no es de ese parecer.
Primero, porque disminuiría el mérito de la fe, que tiene por objeto lo que no
vemos, y luego porque impediría la obra de la redención por la muerte de
Cristo, pues, si hubieran conocido al Rey de la gloria,
nunca le hubieran crucificado. Las señales ofrecidas a los mortales
serán suficientes para hacer razonable la fe en los hombres de buena voluntad;
pero no tan deslumbrantes que hagan psicológicamente imposible la incredulidad
de aquellos que carecen de esa buena voluntad. Finalmente, las señales son
acomodadas a la mentalidad de las personas a quienes se dirigen, como obra que
son de la divina sabiduría.
l. Los
pastores
La vida pastoral suele presentársenos en la
Sagrada Escritura como la vida más apta para vivir una vida inocente. En el
Génesis se nos ofrecen los dos primeros hijos de Eva como representantes de las
dos profesiones conocidas de los hebreos, Y Abel era pastor, mientras que su
hermano trabajaba la tierra. Los patriarcas de Israel eran también pastores, y
cuando Israel se instaló en Canaán y se dedicó al cultivo de aquella tierra,
que manaba leche y miel, no faltaron familias que, por conservar la sencillez
de sus costumbres, perseveraron en su vida pastoral (Jud.: 4,17ss; Ier, 35). Al
este y sudeste de Belén se extiende una región desértica, apta sólo pata servir
de pasto a los ganados. Allí fue donde pasó David sus primeros años, guardando
los rebaños de su padre Jesé y defendiéndolos de las fieras que los acometían.
Allí fue también donde vivió el profeta Amós, uno de los pastores de Tecua, De
estos pastores, estaban unos avecindados en los pequeños poblados de la región,
como Belén y Tecua, y éstos en los meses invernales se acogían con los ganados
a sus casas; otros, nómadas, pasaban el año bajo sus tiendas, como lo hacen
todavía hoy muchas tribus beduinas; pero acudían a Belén para proveerse de lo necesario
a su vida y para vender el producto de sus rebaños. Como ignoramos la época del
año en que nació el Salvador, no podemos precisar cuál de estos dos grupos de
pastores serían los de la historia de San Lucas, el cual nos dice que había en aquella región unos pastores
que moraban en el campo y estaban velando las vigilias de la noche sobre sus
rebaños. Y un ángel del Señor se les apareció, y la gloria del Señor los
¡envolvió con su luz y quedaron sobrecogidos de temor. Dios es Dios de luz,
que, como dice San Pedro, habita en una luz inaccesible, y así esta gloria o
claridad que envuelve a los pastores y podemos suponer irradiada por el
mensajero celeste es una señal de ser la aparición aquella una aparición divina.
El mensaje del ángel no puede ser más alegre y consolador: No temáis, os anuncio una grande alegría, que es para todo el pueblo:
Que os ha nacido un Salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David.
¡Cuántos siglos ha que Israel ansiaba por este Salvador, en quien se resumían
todas las esperanzas del pueblo! Por fin es ya llegado.
Este Salvador no tiene nada que ver con el
título de soter, salvador, que los reyes de Egipto y de Siria se daban, ni con
el que algunas ciudades o provincias habían dado a Julio César o a Augusto. El
Salvador anunciado, por el ángel es el que trae la salud de Yavé, tantas veces
prometida en el Antiguo Testamento. Y para confirmación de esto añade el ángel
que el Salvador es el Mesías, el Cristo, que tiene el título de Señor,
Soberano. El que haya nacido en la ciudad de David significa, sin duda, que es
el vástago prometido tantas veces a la casa de David, el restaurador de su
reino, según otro mensajero celestial lo había anunciado a su Madre y les da
por señales: Encontraréis al niño
envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Las señales son bien extrañas
para el Mesías Señor; pero éstas no podían extrañar tanto a los pastores, que
desconocían la suntuosidad de los palacios reales y no ignoraban que muchos
hombres grandes habían tenido principios muy humildes. Sin salir de Israel,
tenían ellos a José, que, nacido en la tienda, había llegado a ser señor de
Egipto; a Moisés, que, salvado del Nilo, fue luego caudillo de su pueblo, y más
cerca, a David, que, de pastor como ellos, había sido exaltado al trono de
Israel.
Al instante se junto con
el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo:
Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad.
El cielo confirma el mensaje del ángel anunciando gloria a Dios en los altos
cielos y paz a los hombres de buena voluntad. Según los oráculos de los
profetas, la obra del Mesías sería una manifestación de la bondad de Dios para
con su pueblo y para el mundo entero. La gloria, que tiene por imagen la claridad,
la define Santo Tomás clara noticia cum laude. Y aquí es la noticia del gran
misterio por el que los cielos alaban a Dios. Pero en la tierra es paz, la paz
sin fin que prometió Isaías (Is. 9,7); mas no para quien quiera, sino para los
hombres bien dispuestos a recibirla, que para los impíos ya había dicho el
mismo profeta que no había paz (Is. 48,22).
Esta paz es un don de Dios, y no se da sino a
los que están dispuestos a recibirla. Esta es la gran alegría que el ángel
anunciaba, los pastores, convencidos de que habían sido agraciados con une
visión divina, se encaminan a Belén, hallando ser verdad lo que el ángel les
había dicho. Y, llenos de alborozo, contaron a los padres del, Niño y a los que
encontraban la visión que habían tenido. Y cuantos lo oían se maravillaban de
lo que les decían los pastores. Es natural suponer que no todos asentirían a
los dichos de los pastores y que no faltarían en Belén varones prudentes que se
abstendrían de juzgar, y hasta quienes tendrían por ilusiones lo que se les
contaba. Entre tanto, María guardaba todo esto y lo meditaba en su corazón,
guardaba lo que veía y oía, y meditaba sobre ello, considerando el modo como se
iba desarrollando el misterio de su Hijo, para entender todo el sentido
evangélico de este suceso, recordemos que no lejos de Belén se hallaba
Jerusalén, la ciudad del gran Rey, de la ciencia sagrada, del culto divino, de
la aristocracia, y que a nadie en la gran ciudad se dio parte de lo que
supieron los pastores, porque desde ahora se pregona aquel mensaje: Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Cuarenta
días más tarde, el Niño será conducido por sus padres al templo, y entre toda la
multitud de sacerdotes, y doctores, y fieles como llenaban el lugar sagrado,
sólo dos ancianos reciben la noticia de que aquel Niño, llevado en brazos de
una madre pobre, era el esperado Mesías, El
Verbo -dice San Juan-vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron (1,II).
Y el evangelista añade que los ancianos agraciados hablaban del Niño a cuantos
esperaban la redención de Jerusalén (Lc, 2,38).
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