SOLOVIEV
(CONTINUACIÓN)
De ahí que el
español se da por entero, para obligar Dios a
fijarse en él; es decir, para provocar su predilección. Los españoles saben
perfectamente que el exclusivismo judío tiene plazo fijado, trascurrido el cual
habrá de resolverse en la integración real, efectiva y universal del género
humano en el Remo de Dios —si su caída es la riqueza del mundo y su menoscabo
la riqueza de los gentiles, ¡cuánto más lo será su plenitud! (Rom., XI, 12)—, y
de que, en consecuencia, sería ridículo en pretender adoptar actitudes de
predilecto ya desde el principio, cuando se sabe que la predilección está ahí
como simple y difícil norte por conseguir. Descúbrese en la acritud patriótica
del ruso análogo racismo al que denunciaba Maeztu en los pueblos nórdicos y aún
en Francia; eso sí que de tipo mucho más peligroso, porque se encuentra
apoyado, falsamente apoyado, en motivos religiosos. Oyendo a Solovief es
imposible evitar la imagen de la oración de aquel hombre que creía no ser como
los demás hombres, y que, precisamente, por creer que no lo era, atrajo sobre
su cabeza la reprobación de la Verdad absoluta. ¿No sería éste, tal vez, el
caso de Rusia? Ateniéndonos, pues, al aspecto histórico de la obra de Solovief
y juzgándolo a la luz de los acontecimientos posteriores, se impone la
sensación de su fracaso. Al analizar, empero, su concepto de la Iglesia v su manera
de fundamentarlo en el misterio mismo de la Trinidad, es imposible, ante tal
derroche de poderío intelectual, no sentirnos presa de la más profunda
admiración.
XXVII
Toda la
doctrina de Solovief acerca de la Iglesia viene a constituir un comentario
hondo y certero sobre el gran pensamiento paulino de que la –plenitud de la ley
es el amor (Rom., XIII, 10). Para él, la Iglesia es, como para Bossuet, Jesucristo difundido y comunicado; como
para Helio, la ocupación de la carne por
el Verbo. Porque ambos pensamientos no constituyen en realidad más que tino
solo, que es el mismo, utilizado como fundamento por San Pablo al aconsejarnos que
nos revistamos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad de
verdad (Eph., IV, 24). El germen de la vida eterna, sembrado por el bautismo en
los surcos del alma, está destinado de suyo a desarrollarse y compenetrarse del
todo con el organismo psíquico del hombre. Dentro del alma del justo, se
realiza un proceso santificador —deiformante— cuyas etapas guardan, por su
naturaleza y la posición lograda en el conjunto, estrecha analogía con ese
fenómeno tan sencillo en apariencia a la vez que tan misterioso en su íntima
realidad, que es la resolución de la simiente en árbol, o del principio
generador masculino en un ser sensitivo. El santo o simplemente el cristiano
normal, que eso y no otra cosa es el santo, al igual de los seres orgánicos, es
una síntesis, una resultante de haberse conjugado la naturaleza humana con las
posibilidades divinizadoras de la gracia.
En uno y otro
caso se verifica la colusión del principio activo v del pasivo; de las virtudes
vegetativas o el principio masculino con los judíos dueños de la tierra o la
sangre materna; del principio divino con el ser mismo del hombre. Por eso la
santificación exige tiempo. No por carencia de virtualidades en la gracia, sino
porque la naturaleza humana, es tragada por la culpa original, no puede
normalmente, a no ser por una suspensión milagrosa de las leyes establecidas,
doblegarse instantáneamente ante el influjo divino. Qui te creavit sine te non te
redemit sine te; este gran pensamiento agustiniano encuentra aquí su
plena aplicación. Si en alguna ocasión debe entrar en juego la libertad,
indudablemente que es al jugarse el hombre su destino eterno. Entonces es
cuando debe mostrarse más dueño, más señor de sí mismo; más hombre, en suma.
Porque nunca el hombre es más, hombre que cuando se entrega en manos de Dios. Y
lo normal es que se vaya entregando paulatinamente, aunque la decisión de
hacerlo sea instantánea.
Las obras de
Dios son armonía. Al modo como la simiente va bebiendo silenciosa los jugos de
la tierra o el germen animal se va alimentando de la sangre materna, así
también el principio vital divino va absorbiendo las fuerzas naturales del
hombre y dándoles perfil sobrenatural. Con una diferencia, sin embargo, y es
que, por privilegio del espíritu, no hay aquí sustitución de esencias. La
naturaleza humana se va poco a poco deificando sin dejar de ser humana. Así es
como, manteniendo por el preciso influjo de la gracia su condición humana con
más y más perfección, la esencia v facultades del hombre, supuesto que no
opongan resistencia, llegarán un día a ser también deiformes, divinas. Así es
como mientras el hombre viejo es síntesis de alma y cuerpo, el hombre nuevo lo
es de naturaleza y gracia. Pero eso es el término, la culminación y cima del proceso.
Al iniciarse éste, el complejo organismo sobrenatural, aunque y porque está en
germen dentro del alma justificada, le permanece a ésta, como realidad
definitiva, en cierto modo extrínseco. La semilla puede resolverse en árbol,
pero no es árbol; el principio generador humano puede resolverse en hombre, pero
no es hombre; el germen de la vida eterna puede resolverse en un santo, pero no
es un santo. Aún no han llegado, ni si quera comenzado, a diferenciarse en él
las funciones sobrenaturales cuyo desarrollo lo harán fraguar, con el concurso
del alma donde reside, en un santo de Dios. Este permanece aún, como organismo
constituido, en las penumbras de la pura posibilidad. Por eso es que Solovief,
al contemplar a la Iglesia en cuanto templo de Dios descubre con realidad inicialmente
extrínseca al cristiano. Porque el cristiano, evidentemente, al comienzo, no es
Jesucristo.
XVIII
Lo será cuando,
nutriéndose de los jugos de la naturaleza humana, el germen de vida eterna,
haya completado su desarrollo v conseguido la estatura que para el alma en
cuestión le hubiere asignado desde toda eternidad la Providencia divina. Lo
cual tampoco habrá de conseguirse sino cuando el alma humana, por su parte, se
hubiere dejado absorber totalmente por la gracia. De aquí se deduce una
consecuencia capital si se considera además que, no ya en cuanto participada por
el alma sino en su propia e intrínseca realidad, la gracia es la vida misma de
Dios; la de que inevitablemente ha de actuar como vínculo de unión de los
cristianos entre sí y de todos ellos con el mismo Dios por Jesucristo. Una vez
actualizadas sus posibilidades todas de divinización, ya no será exterior el
alma a la Deidad, sino que, al contrario, vendrá a sumergirse en el seno de
donde fue engendrado el Verbo antes de la aurora; pero entonces Dios vendrá
también a hacer mansión en ella. Cuando el templo de Dios, por reiteración de
este proceso, haya venido a compenetrarse con todos los cristianos, o sea —para
usar la expresión propia de San Pablo—, cuando el cuerpo de Cristo haya
alcanzado su estatura perfecta (Eph., IV, 13), entonces el Verbo eterno se
habrá encarnado, en cierto modo, en la humanidad predestinada, comenzando en
tales momentos a ser realidad venturosa la sociedad perfecta, la esposa de
Dios.
El estado
cristiano, lo que Solovief denomina la Iglesia en cuanto cuerpo viviente de
Dios, viene a ocupar así en la mente del gran ruso la posición excepcional de tránsito
desde el templo de Dios hasta la esposa de Dios, con lo cual estas dos últimas
realidades quedan a su vez constituidas, por lo mismo, en principio y término,
respectivamente, de un gigantesco movimiento histórico: el de la Humanidad
predestinada en marcha hacia su divinización. La historia universal se nos
viene a revelar bajo esa luz como el proceso de integración de la Humanidad
en la Deidad.
¡Visión de
sublime grandeza! ¡Cuán luminosa se nos aparece ahora la misión del Estado
cristiano, del cuerpo viviente de Dios! Colaborador necesario de la Iglesia considerada
como unidad jerárquica o sacerdotal, la unidad regia recibe por misión fundamental
plasmar lo que puede ser plasmado, el elemento humano, para con ello, como
principio pasivo, hacer fraguar la esposa de Dios. Llegamos aquí a la plena
justificación a priori del pensamiento de Solovief. Desde el momento en que la
condición de cristiano nos es connatural al hombre; en otras palabras, desde
que la realidad subsistentísima que es la Vida misma divina adquiere, por su
existencia intencional en el ser caracteres de accidente predicamental, se
impone la necesidad absoluta de un proceso integrador —guardadas, por supuesto,
las distancias— es la propia esencia humana en lo divino, y, por lo mismo, debe
admitirse, también como de necesidad absoluta, la existencia de cierta realidad
que venga a constituir un instrumento en manos de la unión jerárquica, desde el
momento en que se abre un campo de acción dentro de cuyos límites el templo de
Dios carece formal y directamente de autoridad.
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