VLADMIR SOLOVIEV
MUCHO ha
llovido sobre Rusia desde que Solovief la estudió en sus relaciones con la
Iglesia Universal. Lo que en justicia podríamos llamar la aventura rusa, o sea
su incorporación más o menos efectiva a la civilización occidental, constituye
en su hondo y gigantesco dramatismo uno de los episodios históricos más
emocionantes por que ha debido pasar jamás nación alguna. Es la epopeya de un
gran pueblo que, europeo de raza y cristiano de religión, se ve, no obstante, por
diversas circunstancias de clima espiritual, privado de toda comunicación con
sus hermanos de raza y religión occidentales, más cultos, progresistas y
emprendedores. Su filiación bizantina en el orden religioso y, en el político,
la lucha secular por la hegemonía entablada entre el Norte y el Sur, entre
Moscú y Kiev, actúan como muralla infranqueable que impide al pueblo ruso alzar
la vista por encima de sus fronteras para dirigirlas hacia el Occidente. Con la
decisión de la lucha en favor de Moscú y la consiguiente unificación de la
nación moscovita en tiempos del zar Alexis bajo la égida de la que, andando el
tiempo, habría de ser por antonomasia la ciudad del Kremlin, no llega a
despejarse por entero el ambiente, aunque se había ya dado un gran paso en este
sentido; quedaba aún por resolver el problema religioso. No llegó a advertirlo
el hijo del zar Alexis al lanzarse, con la precipitación y vehemencia con que
se llevan siempre a la práctica los deseos largamente contenidos por el camino
de una occidentalización que él creyó integral; no advirtió que toda etapa de
extraversión colectiva supone resuelto el más fundamental de todos los problemas,
que es el religioso, y que, por dejarlo en suspenso con su institución del
Santo Sínodo, terminaría por venirse al suelo su colosal empresa política. Para
la nación, mucho más aún que para los individuos, ser
equivale a hacer. Cuando la persona individual deja de actuar, le queda
por lo menos el recurso de refugiarse en su condición de substancia, que a su vez
encuentra asegurada su vigencia en el existir, desde que persiste en su seno la
actividad vegetativa.
El caso de la
nación, empero, es muy distinto.
La nación es un
todo moral, no físico como creyeron Hegel y Spengler. Su existencia se nos
aparece así, bajo su aspecto ontológico, como de orden puramente accidental,
viniendo a consistir, al fin de cuentas, en la unidad brotada de la
convergencia de entendimientos y voluntades —de almas, en una palabra— en torno
al mismo ideal. Ese carácter de accidente le impone hallarse en continua
actividad, porque si el acto correlativo de la esencia sustancial es la
existencia, el que corresponde al accidente es la operación. Podemos dejar inactiva
a nuestra esencia humana por las condiciones que la afectan, como a todas las
esencias, de inmutabilidad y necesidad; pero para la nación, inactividad suena
lo mismo que muerte. Esa es la razón por qué a la etapa de unificación nacional
sucede siempre otra de aspiraciones imperiales. No se pueden dejar inactivas
fuerzas nacionales puestas ya en tensión. No podía Rusia en modo alguno
constituir excepción a esta regla. Por eso, cuando el imperioso zar Pedro juzga
suficientemente unido a su pueblo, no vacila en hacérselo sentir al Occidente,
a ese Occidente que ante sus ojos ávidos se presentaba como dechado de
civilización y de cultura. Para los limítrofes, el expediente es pura y
simplemente la guerra. Y vienen Carlos XII y Poltava, Ingria y Careíia, y, por
último, su coronamiento triunfal, San Petersburgo. Para los más alejados, es el
rumor mismo de sus victorias, aviso bien elocuente de que en la inmensidad de
las llanuras orientales se ha alzado un nuevo poder político, con el cual deberá
contarse de ahí adelante, y que, al correr de tres siglos escasos, acabará por
suplantar a los occidentales en el predominio europeo.
Aquí comienza
la segunda y gran tragedia rusa —la primera había sido el cristianizarse en el
cisma—el Occidente, con quien entra en contacto, es una cultura que, bajo
apariencias de plenitud, se encuentra en trance apresurado de disolución. La
Europa de fines del XVII es la Europa de Westfalia, la que, tras una larga
serie de guerras y desolaciones atroces, logra, al fin, en Münster y Osnabrück,
su anhelo de aniquilar en definitiva esa pervivencia, que aún duraba, de los
tiempos medievales. Y esto debe tenerse en cuenta si se quiere comprender, en
parte por lo menos, ese giro de cobardías y claudicaciones, de tolerancia aparente
y degradante tiranía, de entremezcla monstruosa, en fin, de la verdad con la
mentira, que va asumiendo, hasta el punto de parecer hacer de ella su carácter
distintivo, la época repulsiva que estamos viviendo. Westfalia significa el
triunfo legal —legal, no legítimo, por Dios-de la revolución moderna luterano-cartesiana.
Hasta entonces, y desde que Felipe el Hermoso había concluido con el predominio
político de los Papas por su triunfo sobre Bonifacio VIII, subsistían aún, si
bien debilitados y no poco alterados en su auténtica fisonomía, ciertos jirones
de cristiandad medieval. No era mucho, pero sí lo Suficiente, para que un buen
día, v. gr., la nación española empuñara en sus manos evangélicas la gloriosa mutilada
insignia y se lanzara no sólo a conquistar para la fe y civilizar el continente
americano, sino también a restaurar en el propio reducto europeo, señorío del
mundo entonces, la unidad cristiana. Fracasada en su aspecto europeo la
empresa, los débiles restos medievales se recogen en España; fuera, comienza el
reinado incontestable del espíritu moderno. Urgía, pues, sancionar cuanto antes
jurídicamente el fracaso. De ahí Westfalia. En adelante, la Europa de Lutero y
de Descartes, liberada de la pesadilla española, no encontrará obstáculo alguno
en sus propósitos de asegurar el triunfo definitivo de la revolución
internacional.
Con esa Europa,
luterana en religión, cartesiana en su pensamiento humano, establece contacto
la Rusia de Pedro el Grande. Y como no había entrado aún España, felizmente
para ella, a formar parte de esa Europa, porque no habían tampoco venido aún a
gobernarla los Borbones, resulta que para el pueblo ruso quedó sumida en las
tinieblas de lo ignoto la única nación que, por experiencia propia, habría
podido darle lecciones eficaces acerca de lo que constituye para, el cristiano
la auténtica cultura. La falta absoluta de contacto entre la Rusia de Pedro el
Grande y la España de la Casa de Austria puede considerarse como una de las
mayores desgracias para el mundo moderno, sin que esto implique considerar como
ideal la época española de Felipe IV y el Rey hechizado. Estadista de
extraordinarias cualidades a la vez que terriblemente superficial, el zar Pedro
corre como un alocado tras un orden social-económico que no tolera regulación
alguna de orden moral; es la economía cartesiana, proyección colectiva de un
cuerpo humano que ha venido a encontrar fuera del alma su formalización sustancial.
No podía el espíritu ruso resistir la prueba, enervado como se hallaba por la
anémica religiosidad de tipo bizantino; no podía contener los ímpetus acalladores
de un progreso que los mismos pueblos de Occidente, aún vigorizados por su
conexión de dieciséis siglos con el centro universal de la Ortodoxia, se habían
sentido impotentes para reprimir. Y comienzan muy pronto a palparse los frutos
de aquel gigantesco equívoco. Dos siglos de guerras victoriosas no son
obstáculo para que en 1876 pueda ya afirmar la intuición profética de
Dostoiewsky en el adolescente que la sociedad rusa se encuentra en vísperas de
un tremendo cataclismo que la habrá de subvertir hasta en sus cimientos.
Seguramente que la profecía permaneció ignorada del gran público, porque la
recompensa con que los climas históricos de decadencia suelen premiar a los
genios es el menosprecio, cuando no, lo cual es mucho peor, la conspiración del
silencio. Tal parece haber acontecido entonces. Por lo menos, no parece haber
hecho gran mella en Solovief, ya que varios años después, le vemos aún, no
obstante su íntima amistad con el novelista, confiado en la trascendental pseudomisión
religiosa de su patria. Entramos aquí, al referirnos ahora a ella, en la tesis
central de su filosofía de la Historia.
Para Solovief,
aparece, en efecto, como imposible que logre la Iglesia implantar en este mundo
el reino de Dios sin el concurso de algún poder político. Su asombrosa inteligencia
le permite encontrar, en la historia misma de la sociedad fundada por
Jesucristo, un magnífico argumento a forsiori en favor de su tesis. Es un hecho
—es él quien lo indica— que cuando, por incapacidad o rebeldía del poder
político, se vio obligada la Iglesia a asumir por cuenta propia la
cristianización de la vida civil, vino a resentirse su específica misión
religiosa hasta el punto de adquirir cierta fisonomía externa más o menos
profana. Es que espíritus como San Gregorio VII o Inocencio III aparecen sólo muy
de tarde en tarde en la Historia. De aquí que, conscientes de los peligros a
que se exponían como vicarios de Cristo si se entregaban por sí propios a la gestión
de negocios temporales, los Papas buscasen constantemente la colaboración del poder
político. Dos imperios, el bizantino y el germánico, elegidos por el sucesor de
San Pedro para tan excelsa misión, no supieron responder a las esperanzas en
ellos cifradas los emperadores bizantinos, por su odio más o menos solapado,
pero siempre específico a la vez que irreconciliable, hacia lo católico; los
monarcas germánicos, por no haber comprendido plenamente el problema social y
político del cristianismo. En cuanto a los esfuerzos desplegados a espaldas y
con prescindencia de la Iglesia por las naciones modernas, más vale no insistir
en ellos. Si ya al señalarnos sus frutos nos habla Solovief del militarismo
universal que transforma pueblos enteros en ejércitos enemigos, de antagonismos
sociales profundos e irreconciliables, del relajamiento progresivo de toda
fuerza moral en los individuos revelado en el número siempre creciente de
locuras, crímenes y suicidios, ¿qué habría pensado ahora, al contemplar los
horrores en que, presa de incontenible angustia, se debate la Humanidad entera,
y el odio, verdaderamente diabólico en su abyección, sobre el cual, como sobre
cimiento seguro, piensan los actuales insensatos dirigentes de la política
internacional edificar el orden futuro del género humano?
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