I.
Lucha en el Cielo
«Entonces se entabló una batalla en el cielo»
(Ap 12,7)
«Entonces se entabló una batalla en el cielo»
(Ap 12,7)
[La lucha entre los ángeles]
Es verdad católica que: «Entonces
se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron contra
la serpiente. También la serpiente y sus ángeles combatieron, pero no prevalecieron
y no hubo ya lugar para ellos en el cielo» (Ap 12, 7-8). Es también
verdad de fe que esta batalla comenzada en el Cielo continúa en la tierra. Y
así como allá en lo alto la batalla tuvo origen por la encarnación del Verbo,
así debemos creer que también en la tierra el Verbo Encarnado es el objetivo
principal de esta encarnizada guerra. Expliquémonos brevemente.
Desde el principio de su existencia -dice santo Tomás- todos los ángeles
conocieron de alguna manera el reino de Dios realizado mediante Cristo; mas no
tuvieron un conocimiento completo hasta después de la prueba, y lo tuvieron
solamente los ángeles buenos y no los malos. Siendo el Verbo Eterno el sol de
verdad que ilumina todo entendimiento que sale de la nada, los ángeles, como
espejos de la más alta perfección, no pudieron no reflejar algún rayo de aquel
sol divino del cual ellos eran las más perfectas imágenes; pero eran rayos velados.
Ellos, desde el instante de su creación, conocieron que el Verbo adorable, para
el cual todo ha sido hecho, sería el punto de unión entre lo finito y el
infinito, entre el Creador y la creación entera, y que de esa manera
establecería gloriosamente el reino de Dios sobre la universalidad de sus
obras. Conocían en germen, para decirlo en una palabra, el misterio de la unión
hipostática del Verbo con la creatura, pero nada más. Y he aquí la gran prueba
a que fueron sometidos los ángeles todos y que fue y es todavía «casus belli» (motivo
de guerra) después de la prueba. ¿En qué consistió ésta? Ciertamente en la aceptación
de algún misterio desconocido del orden sobrenatural.
Esta aceptación para ser
meritoria debía costar. Ella tuvo, pues, por objeto algún misterio que, a juicio
de los ángeles, parecía chocar con su razón, derogar la propia excelencia y
dañar su gloria. ¿Cuál fue, pues, esta prueba? Supuesta la necesidad, en
sentido católico, de la unión hipostática del Verbo con la creatura, Lucifer,
que se contaba entre las criaturas más perfectas, entre los ángeles más luminosos,
esperaba para sí mismo esta unión hipostática; le pareció que la merecía y que
podría así elevar hasta el trono de Dios -a la derecha del Eterno Padre- a él
mismo y a la naturaleza angélica. Por eso, cuando Dios manifestó y propuso
creer en el dogma de la encarnación, o sea, de la unión hipostática del Verbo
divino con la humanidad, Lucifer y los ángeles de su partido protestaron. Se
comenzó la lucha y Lucifer dijo: «Se quiere humillar mi trono; yo lo levantaré
sobre los demás. Yo me sentaré sobre el monte de la Alianza al costado del Aquilón.
Yo y ningún otro será semejante al Altísimo». Y entonces San Miguel («¿Quién es
cómo Dios?») y sus ángeles combatieron contra el dragón, y Lucifer y sus
partidarios se vieron transformados en demonios horribles y fueron precipitados
en los abismos de aquel infierno que su propio orgullo había excavado. El
pecado y la expulsión fueron instantáneos, como dice santo Tomás, pero el odio
será eterno: «Al mismo tiempo fue el pecado del ángel, la persuasión y el
consentimiento, como es todo instantáneo el encendido de una lámpara, la
iluminación del ambiente y la visión de las cosas».
[La naturaleza del pecado angélico]
Esta opinión sobre el
pecado de Lucifer es común entre los Santos y los teólogos. El gran teólogo
Suárez dice: «Es necesario tener por muy probable la opinión que sostiene que
el pecado cometido por Lucifer haya sido el deseo de la unión hipostática, lo
cual lo ha constituido desde el principio en el enemigo a muerte de Jesucristo. He dicho que esta opinión es
muy verosímil y lo reafirmo. Hemos demostrado que todos los ángeles en el
estado de prueba habían tenido revelación del misterio de la unión hipostática
que tenía que cumplirse en la naturaleza humana. Es pues muy creíble que Lucifer
haya encontrado en esto el motivo de su pecado y de su caída». Y Vásquez dice:
«De hecho, según la doctrina común de los Padres, el demonio pecó de envidia contra
el hombre, y es lo más probable que él haya pecado antes de que el hombre fuera
creado. Mas no se debe creer que
los ángeles hayan envidiado la perfección natural del hombre creado a imagen y
semejanza de Dios. En esta suposición todo ángel habría tenido el mismo motivo
e incluso uno más fuerte, a saber, la de poner celosos a los demás ángeles. Por
lo tanto, es más verosímil que el demonio haya pecado por envidia de la
dignidad con la que vio exaltar a la naturaleza humana en el misterio de la
encarnación». Me complazco en aportar algunos testimonios de esta verdad, para
que, nosotros, educados más bien con la idea que los ángeles rebeldes, o sea el
Satanismo, hagan la guerra casi únicamente al hombre para llevarlo consigo al
infierno, comprendamos bien el fundamento y la verdad que el odio de Lucifer y
sus compañeros rebeldes se dirige más bien, y en primera línea, contra el
HombreDios. El famoso teólogo español Viguiero, refiriéndose al texto de santo
Tomás «de si el demonio haya apetecido ser como Dios», dice que
Lucifer, considerando la belleza, la nobleza y dignidad de su naturaleza y de
su superioridad sobre todas las criaturas, se olvidó de la gracia de Dios a la
cual lo debía todo. Desconoció, además, los medios para alcanzar la perfecta
felicidad que Dios reserva a sus amigos. Lleno de orgullo, ambicionó la
felicidad suprema y el cielo de los cielos, herencia de la naturaleza humana
que debía ser unida hipostáticamente al Hijo de Dios. Envidió aquel lugar que
en la Escritura es llamado «la derecha de Dios», tuvo celos de la naturaleza
humana y comunicó su deseo a todos los ángeles, de los que era naturalmente el
jefe. Como era superior a los ángeles en los dones naturales, quiso también
serlo en el orden sobrenatural, en lugar del Verbo encarnado, predestinado
desde toda la eternidad a esta misión. Tal es el significado de su palabra: «Yo
subiré al cielo; sobre las estrellas de Dios levantaré mi trono, subiré sobre
el monte del testamento del lado del septentrión; sobrepasaré lo alto de las
nubes, seré semejante al Altísimo».
[Los ángeles buenos]
Los ángeles fieles,
refugiándose en el mismo instante en la gracia divina, como principio de todos
los bienes, y conociendo por vía de fe la pasión del verdadero mediador, el
Verbo encarnado, a quien los eternos decretos habían reservado el lugar y el
oficio de mediador del que Lucifer quería apoderarse, no quisieron para nada asociarse
a su rapiña. Ellos le supieron resistir; y, gracias al mérito de la prevista
pasión de Cristo, vencieron mediante la sangre del Cordero. De esa manera,
aquella gravitación hacia Dios que ellos habían comenzado desde el primer
instante de su creación, parte por inclinación natural, parte por impulso de la
gracia, libre pero imperfectamente, la continuaron después en perfecta y plena
libertad.
[Los ángeles malos]
En cuanto a los ángeles
malos, hubo de todas las jerarquías y de todos los órdenes, formando en total
una tercera parte del cielo. Ofuscados ellos como Lucifer por la nobleza y la
hermosura de su naturaleza, se dejaron seducir por el deseo de alcanzar la belleza
sobrenatural mediante sus propias fuerzas y el auxilio de Lucifer; se
adhirieron a sus sugestiones, aplaudieron su proyecto, miraron con envidia la
naturaleza humana y juzgaron que la unión hipostática, el oficio de mediador y
la diestra de Dios, convenían más a Lucifer que a la naturaleza humana inferior
a la naturaleza angélica.
Después de aquel instante
(cuya duración se desconoce) de libre y completa elección, Dios omnipotente
comunicó a los ángeles buenos la clara visión de su esencia, y condenó al fuego
eterno a los malos junto con Lucifer, su jefe, a quien le dijo: «Tu no ascenderás
sino que descenderás y serás arrastrado al infierno». Los ángeles buenos, capitaneados
por Miguel y Gabriel, al instante ejecutaron la orden de Dios y mandaron a Lucifer
y a sus partidarios salir del cielo, donde pretendían quedarse. Fue necesario obedecer,
mal que les pesase. Además de estos
autorizados testimonios, nuestra misma razón, por poco que reflexione, se persuade
fácilmente de que la prueba de los ángeles debió consistir en creer el misterio
de la encarnación y que por eso su odio se dirige especialmente contra el Verbo
Encarnado. Antes que nada, el pecado de los ángeles fue un pecado de envidia;
éste es un punto indiscutible de la doctrina católica. Entre todos los Padres
escuchemos solamente a San Cipriano: «¡Qué grande es, mis queridísimos
hijos exclama, hablando de la envidia-
aquel pecado que hizo caer a los ángeles; que ofuscó aquellas altas
inteligencias y derribó de su trono aquellas sublimes potencias; que
engañó al mismo engañador!» De aquí, precisamente, descendió a la tierra la
envidia. Por su causa pereció aquél que tomando por modelo al maestro de la
perdición, obedeció a sus inspiraciones, como está escrito: «Por la envidia del
demonio entró la muerte en el mundo».
En consecuencia, la
envidia de los ángeles no ha podido tener más que dos objetos: o Dios o el hombre.
Con respecto a Dios, considerado en sí mismo y hecha abstracción del misterio
de la encarnación, es un deseo que el ángel no ha podido tener: este deseo,
dice santo Tomás, es un absurdo y contrario a la naturaleza. Absurdo, porque no
puede haber dos infinitos; contra la naturaleza, porque toda creatura tiene el
deseo natural de conservar su ser y no se conservaría si se transformase en
otra naturaleza; y el ángel lo sabía. Fue, por lo tanto, el hombre el objeto de
los celos de Lucifer. Por los celos concebidos contra el hombre, dice san
Ireneo, el ángel se hizo apóstata y enemigo del género humano. Más aún, el ángel no tenía ningún motivo para envidiar la dignidad natural del
hombre. Esta dignidad consiste en la creación a imagen y semejanza de Dios.
Ahora bien, el ángel mismo fue también hecho a imagen de Dios, incluso de un
modo más perfecto que el hombre. Una sola cosa levantaba al hombre sobre el ángel y
podía encender sus celos, a saber, la unión hipostática con la naturaleza
divina. Si el dogma de la encarnación, considerado en sí mismo, basta para
explicar la caída de Lucifer, lo explica mejor aún observado en sus relaciones
y efectos. Por un lado, este misterio es el fundamento y la clave de todo el
designio divino, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia.
Por otra parte, para ser aceptado exigía a los ángeles el más grande acto de
abnegación; acto sublime, en relación con la sublime recompensa que debía
coronarlo.
[Un
mediador]
Toda la creación material,
humana y angélica, en cuanto salida de Dios, a Dios debe volver; puesto que el
Señor lo hizo para sí, y para sí sólo. Pero una distancia infinita separa lo
creado de lo increado. Para cubrirla es necesario un mediador; y, como es
necesario, se encontrará. Formando el punto de conjunción, y como la soldadura
de lo finito con lo infinito, este mediador será el vínculo misterioso que
unirá todas las creaciones entre sí y con Dios. ¿Quién será él? Evidentemente, aquel
que habiendo hecho todas las cosas no puede dejar su obra imperfecta: será, por
lo tanto, el Verbo Eterno. A la naturaleza divina unirá hipostáticamente la
naturaleza humana, en la que se dan cita la creación material y la creación espiritual.
Gracias a esta unión en una misma persona del ser divino y del ser humano, de lo
finito y de lo infinito, Dios será hombre y el hombre será Dios. Este Dios-Hombre
llegará a ser la deificación de todas las cosas, principio de gracia y condición
de gloria, también para los ángeles, que deberán adorarlo como a su Señor y
Dueño. Un Hombre-Dios, una Virgen Madre, la elevación más sin medida del ser
más humilde, la naturaleza humana antepuesta a la naturaleza angélica, ¡La
obligación de adorar en un hombre-Dios a su inferior convertido en su superior!
Ante esta revelación el orgullo de Lucifer se sublevó y se manifestó su
envidia. Dios lo ha visto. La justicia rápida como el rayo golpea al rebelde y
sus cómplices, en aquellas culpables disposiciones que, haciendo eterno su delito,
eternizan también su castigo. Tal fue la gran batalla de la que habla San Juan
Evangelista.
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