R.P Mateo Correa Magallanes |
El Calvario de un Apóstol
Los piadosos
habitantes de Jerez, de Zacatecas, aun antes de que despuntara el alba, se
dirigían todos los días a la parroquia, para asistir a la Santa Misa, que
celebraba siempre a las cuatro de la mañana el señor cura Estey. Pero si la
devoción con que celebraba los santos misterios el señor cura, impulsaba a la
de los fieles, no menos les servía de ejemplo, la de un muchachito acolitillo,
que ayudaba en el altar al sacerdote, en esa hora tan temprana de la madrugada,
cuando los otros niños de su edad, estaban todavía en el apacible sueño tan
necesario a la infancia.
Mateo Correa
Magallanes, era el muchacho, hijo de padres muy humildes y pobres, pero muy
ricos en virtudes y había nacido en Tepechitlán, pueblecito del estado de Zacatecas,
el 22 de julio de 1866. El señor cura de la parroquia de Jerez, Don Eufemio
Estey, prendado de las excelentes cualidades del chico, pidió a sus padres le
encomendaran su educación, y ellos, que ninguna otra cosa deseaban tanto como
la formación de sus hijos como buenos cristianos, vieron el cielo abierto con
la propuesta del señor cura, y lo entregaron al padre D. Eufemio, dándole el
título de tutor del chico. Nada blando de carácter, el buen sacerdote, aunque
de excelente corazón y muy virtuoso, a pesar del afecto grande que tenía por el
chicuelo. Como si fuera su propio hijo, más de una vez, con la rigidez de la
educación que le daba, hizo derramar a éste abundantes lágrimas, de manera que desde
muy niño, Mateo, tuvo mucho que sufrir. Dios, que todo lo gobierna con su
vigilante Providencia, dispuso así las cosas, para dar a aquel niño, que
destinaba a grandes empresas, un temple de alma poco común entre los de esa
edad. Sufría sin rebelarse, obedecía con exactitud, amaba a Dios con toda su
alma, y en El depositaba con confianza en su infinita bondad, sus penas de
niño. Y comprendiendo la buena intención de su tutor, no sólo no se irritaba
contra él, sino que llegó a cobrarle un tan grande afecto, que no borró el
tiempo, ni las ocupaciones y aspiraciones, que más tarde le impuso su
ministerio. Porque Mateo, recibió de Dios la vocación sublime al sacerdocio, y fomentada
por el anciano cura, fue a Guadalajara para hacer sus estudios elementales, y
terminados éstos en enero de 1881, pasó al seminario de la Purísima, de la
ciudad de Zacatecas, en donde para sufragar de algún modo los gastos de sus
estudios, pidió y obtuvo el puesto de ayudante del portero de aquella casa,
dividiendo su tiempo entre los quehaceres domésticos y el estudio de los
elementos necesarios para la carrera, como el latín. Al cabo de cuatro años
estaba preparado, y en vista de su buen comportamiento, su aplicación v su
piedad nunca desmentida, los superiores del seminario le aplicaron una beca y
pasó al internado del mismo, para los estudios necesarios a la carrera
sacerdotal.
Y terminada
ésta con mucha loa, el viernes primero de septiembre de 1893, celebró su
primera misa en la parroquia de Fresnillo, a donde hacía algún tiempo había
sido trasladado el P. Estey. su viejo tutor, quien con el cariño de siempre, le
pidió le diera el gusto de quedarse a su lado, con la venia del Señor Obispo, y
en calidad de Vicario, para continuar aquella primera educación nunca olvidada,
pero ahora encaminada al ejercicio del ministerio sacerdotal. Al cabo de unos
cuantos meses, le encargó de la capellanía de la Hacienda de Tezjuile, luego de
la de Trujillo; en 1897 la de la Hacienda de San Miguel, y finalmente volvió
como vicario fijo a la parroquia de Valparaíso: poco después a la de Mezquitic
y finalmente ya como párroco a Concepción del Oro. Nadie, que conozca las
grandes necesidades espirituales de los fieles, y la escasez de sacerdotes en
nuestro medio mexicano, podrá extrañarse de tantos cambios de residencia de
aquél, que por ser conocido tanto de los superiores eclesiásticos, como de los
fieles como un verdadero apóstol, era solicitado para ejercer su ministerio en
tan distintos lugares.
En Concepción
del Oro. Hallábase radicada una noble y virtuosa familia que más tarde había de
ser honrada extraordinariamente con la gloriosa muerte por Cristo, de dos de
sus hijos: el P. Miguel Agustín Pro, S. J. y su hermano Humberto. Y fue
precisamente el P. Correa, quien preparó a los dos niños, para su Primera
Comunión. Yo bien recuerdo que alguna vez, hablando con mi hermano en religión
el P. Miguel Agustín, recordaba éste con cariño y veneración a aquel santo
sacerdote, y sus ejemplos de piedad y caridad, que daba a sus feligreses. ¡Quién hubiera
pensado entonces, que aquellas dos almas, unidas en la tierra por el afecto del
discípulo al maestro, serían unidas definitivamente más tarde en la misma
gloria del martirio! En 1905 pasó a la parroquia de Colotlán, con gran
contentamiento de aquellos buenos feligreses, que adoraban a su señor cura, y
procuraban tenerlo siempre contento con su fidelidad a sus continuas y
fervorosas enseñanzas. Pero estaba escrito, que para los sacerdotes mexicanos
de principios de este siglo, el huracán levantado por la conspiración
anticristiana había de dejarles pocas horas de reposo y tranquilidad.
La revolución
maderista de 1910, si bien no tenía todavía el carácter de la persecución
posterior, no dejaba por eso, sin embargo, de causar grandes molestias y aun
verdaderas persecuciones a aquel sacerdote que predicaba continuamente la
concordia, la caridad y la paz entre los hermanos mexicanos. Como toda
revolución llevaba ya en sí gérmenes de destrucción del orden cristiano, que
durante la larga tregua del gobierno porfirista, se iba, lentamente es cierto,
pero constantemente, tratando de restaurar en nuestro afligido país. Las
molestias y las amenazas continuas de los revolucionarios, amargaron profundamente
al párroco de Colotlán en este período, y por fin los superiores eclesiásticos,
le ordenaron pasara a León a ejercer con mayor fruto de las almas aquel su celo
pastoral, al que tantas trabas ponían los que prontamente habían de convertirse
en auténticos verdugos de la Iglesia Católica en México. Una revolución,
como por triste experiencia sabemos los mexicanos, se sabe cómo comienza y
cuáles son sus fines declarados en un principio, pero ni se adivina cómo
terminará, ni qué modificaciones en su mismo fin han de producir las exaltadas
pasiones de los hombres de la revolución.
En 1914 cuando
algo se había calmado el hervor de esas pasiones revolucionarias, el buen cura,
después de una breve estancia en su propia parroquia de Colotlán, fue destinado
a la Noria de los Ángeles, que regenteó hasta 1917. Pero la calma bochornosa de
la tempestad revolucionaria tocaba a su fin en aquel año, y las hordas
carrancistas y villistas volvieron a ensangrentar nuestros campos y a llevar la
turbación, el desorden y la muerte por doquiera que pasaban. Europa en
guerra, el bolchevismo triunfante en Rusia, el odio infundado y mezquino contra
la Iglesia Católica, encendido en todas partes por hipócritas conspiradores
anticristianos, tuvieron un eco terrible en los corazones maleados de algunos
mexicanos, haciéndoles perder el tradicional respeto al sacerdote; y estos
menguados revolucionarios no se detenían ante el asesinato de los ministros del
Señor, echándoles en cara una culpa que en modo ninguno habían cometido: la de
haber sido partidarios del presidente Huerta, al que calificaban de asesino de
Madero. Y todo porque Huerta había permitido la supervivencia de aquel Partido
Católico, resurrección del Partido Conservador de antaño, y que había salido de
sus cenizas en los tiempos mismos de Madero.
El señor cura
Correa no se amilanaba por tantas amenazas, y si andaba de una parte a otra, al
parecer huyendo de los perseguidores, no era sino por obedecer a sus
superiores, que temían perder a un sacerdote tan celoso y ejemplar en aquellos
"tiempos precisamente en que más que nunca necesitaban los fieles,
pastores abnegados y solícitos de su bien espiritual. Obedeciendo,
pues, a esas órdenes, en diciembre de 1917, tuvo que pasar a la parroquia de
Huejúcar, y en 1920 a la de Guadalupe de Zacatecas, hasta 1922 en que se
encargó de la parroquia de Tlaltenango, volviendo en 1923 a la de Colotlán,
donde también ocupó el cargo de Vice-Rector del Seminario Menor de aquella
población; y finalmente el año de 1926 lo encontramos en la parroquia de
Valparaíso. Tantos cambios de residencia, como se puede suponer causaban
grandes molestias al buen señor cura; pero sus virtudes y su actividad en el
sagrado ministerio, le dieron a conocer y a estimar, por todas partes de la Diócesis
de Zacatecas como a un sacerdote según el corazón de Dios y verdadero apóstol. Allí
en Valparaíso desde el 9 de agosto de 1925, el padre vicario D. Adolfo Arroyo
había establecido un grupo local de la A.C.J.M., y aquellos jóvenes, como en
todas partes, se entregaron de lleno a la defensa del catolicismo mexicano.
Cuando el señor cura Correa llegó de nuevo a la parroquia ya la persecución
callista se había desatado, y los acejotaemeros se ocupaban precisamente en
esos momentos, en recoger las firmas de los católicos para el Memorial dirigido
a las Cámaras del Poder Legislativo de la Nación, pidiendo la derogación de las
Leyes impías y persecutorias; dando al mismo tiempo gran publicidad al
Manifiesto de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, a la que, como
sabemos, se habían unido los valientes y generosos jóvenes de aquella
asociación.
Exactamente al
día siguiente de la llegada del padre Correa a la parroquia se presentó en la
ciudad, aquel insigne "traga curas" general Eulogio Ortiz, terror de
los zacatecanos, que le apodaban "Eulogio el Cruel", y otros el
"Mata amarrados" porque antes, de fusilar a alguno lo mandaba atar de las manos. Inmediatamente
se enteró de las actividades pacíficas y legítimas a todas luces, de los
ciudadanos de una República democrática, como la nuestra, y las declaró sin más
ni más, subversivas, sediciosas y altamente criminales, para encontrar un
pretexto de vejar a los católicos. Así que, mandó
llamar a su presencia en calidad de detenidos a los dos sacerdotes Correa y
Arroyo y a los jóvenes Vicente Rodarte, Pascual Padilla y Lucilo Caldera,
presidente este último del grupo local de la A.C.J.M.
Después de un
largo interrogatorio en que debió de convencerse, aunque no quiso hacerlo, de
que la labor de aquellos detenidos no era más que pacífica y de derecho de todo
ciudadano mexicano, declaró enfáticamente, que los iba a llevar consigo a
Zacatecas, para encarcelarlos allá por sediciosos.
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