26 DE NOVIEMBRE
SAN SILVESTRE, ABAD
Epístola – Eccli; XLV, 1-6.
Evangelio – San Mateo; XIX, 27-29.
EL FUNDADOR. — Ocurre con frecuencia que Dios
lleva el mundo a los que huyen de él; tenemos hoy un ejemplo, entre otros
muchos, en Silvestre Gozzolini. Se diría que ha llegado el momento en que
maravillada la tierra de la santidad y de la elocuencia de las Ordenes nuevas del
siglo XIII, olvida a los monjes y el camino del desierto; pero Dios, que no
olvida, conduce silenciosamente a su elegido a la soledad, y otra vez la
soledad se estremece y florece como el lirio. La austeridad de los antiguos
tiempos, el fervor de las oraciones prolongadas revive de nuevo en Monte
Fano y se propagan a otros sesenta monasterios; una nueva familia
religiosa, la de los Silvestrinos, conocidos por el hábito azul que los
distingue de sus hermanos mayores, hace siete siglos que aclama a San Benito,
el Patriarca de Casino, como legislador y como padre suyo.
EL PENSAMIENTO DE LA MUERTE. — Se cuenta que la
ocasión de su vocación fué el espectáculo horrible del cadáver de un hombre
poco antes muy señalado por su belleza. Silvestre se dijo: "Yo soy lo que
éste fué; lo que éste es, seré yo", y recordó la palabra del Señor:
"Si alguno quiere venir en pos de mí, se renuncie a sí mismo, tome su cruz
y me siga". Entonces lo dejó todo y se retiró a la soledad. Al principio
de este mes traía a nuestra memoria la Iglesia el pensamiento de la muerte. Nos
inducía a rogar especialmente en este período por las almas del purgatorio. En
la fiesta de hoy, todavía desea que pensemos en nuestras postrimerías. No
debemos olvidar el juicio de Dios: Hacia Dios caminamos; él es "el que
viene"; él es hacia quien debemos tender. Tenemos que desprendernos poco a
poco y por su amor de los atractivos de la vida presente y pedirle que no vacile
en romper la tela de nuestra vida cuando haya llegado su hora. La muerte es la
señal del pecado; y es también su castigo. A pesar de todo, nada tiene de
espantosa desde que el Señor gustó de esa bebida amarga y nos libró del terror que
infundía a los antiguos. Y si la consideramos como el encuentro definitivo con
el que hemos buscado y amado tanto tiempo con la fe, nada nos debe asustar.
Ella será para nosotros la verdadera unión, el verdadero comienzo de todas las
cosas. En este día, pidamos a San Silvestre que nos alcance la gracia de bien
morir, enseñándonos a vivir como él en este austero pero consolador pensamiento
y a seguir al Señor renunciando a todo lo que vaya contra su santa voluntad.
VIDA. —
El gran anacoreta cuya memoria está
ligada a Monte Fano, cerca de Fabriano, en las Marcas, es San Silvestre
Gozzolini, fundador de la Congregación Benedictina que tomó su nombre. Nació en
Osimo en 1177 e hizo sus estudios de derecho y de teología en Bolonia. Su
obispo le procuró un canonicato, pero no tardó en dar el adiós a las dignidades
que le esperaban, retirándose a las soledades cubiertas de bosques que rodeaban
a su ciudad natal, y desde ese momento ya no pensó más que en levantar el ideal
de la vida monástica, harto decaído por cierto. En 1231 logró construir en
Monte Fano con la ayuda de algunos discípulos, un pequeño monasterio dedicado a
la Reina del cielo y a San Benito. Así empezó la rama benedictina de Monte
Fano. Inocencio IV la aprobó por medio de la bula del 27 de junio de 1247. Al
morir el fundador, el 27 de noviembre de 1267, la Congregación de los
Silvestrinos contaba 433 miembros y 12 monasterios. Clemente v m insertó su
nombre en el Martirologio en 1598 y León XIII extendió su Oficio y su Misa a la
Iglesia universal, el 19 de agosto de 1890.
NO HAY MÁS QUE VANIDAD. — Cuán vanas son nobleza
y belleza: la muerte, al hacértelo ver, abrió ante ti los senderos de la vida.
La frivolidad de un mundo que tan mal uso hace del espejismo de los placeres
falaces, no podía comprender al Evangelio, que difiere la felicidad para la
vida futura, y hace consistir el camino que a ella nos lleva, en el renunciamiento,
en la humillación, en la cruz. Con la Iglesia pedimos a Dios clementísimo que
en atención a tus méritos tenga a bien concedernos el despreciar como tú las
felicidades terrenas que tan pronto se disipan, para saborear un día contigo la
eterna y verdadera dicha. Dígnate favorecer con tu ruego nuestras súplicas.
Esperamos que el que te ha llevado a la gloria, bendiga y multiplique a tus
hijos y favorezca juntamente con ellos a todo el Orden monástico.
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