Que
la caridad de los santos, en esta vida mortal, iguala y, aún excede, a veces, a
la de los bienaventurados
Cuando, después de los trabajos y de los azares de esta vida mortal,
las almas buenas llegan al puerto de la eterna, son elevadas hasta el más alto
grado de amor a que pueden llegar, y este final acrecentamiento de amor que se
les concede en recompensa de sus méritos, se les reparte, no según una buena
medida, sino según una medida apretada y bien colmada, hasta derramarse, como
lo dijo nuestro Señor; de suerte que el amor que se da como premio es, en cada
uno, mayor que el que se re dio para merecer. Ahora bien, no sólo cada uno en
particular tendrá en el cielo un amor que jamás tuvo en la tierra, sino que,
además, el ejercicio del más pequeño grado de caridad, en la vida celestial,
será mucho más excelente y dichoso, generalmente hablando, que el de la mayor
caridad que se haya tenido, se tenga o se pueda tener en esta vida caduca.
Porque en el cielo los santos practican el amor incesantemente, sin
interrupción alguna, mientras que, en este mundo, los más grandes siervos de
Dios, obligados y tiranizados, por las
necesidades de esta vida de muerte, se ven en el trance de tener que padecer
mil y mil distracciones, que, con frecuencia, los desvían del ejercicio del
santo amor. En el cielo, Teótimo; la atención amorosa de los bienaventurados es
firme, constante e inviolable, de manera que no puede perecer ni disminuir. Su
intención es siempre pura y está exenta de toda confusión con cualquiera otra
intención inferior. En una palabra, la felicidad de ver a Dios claramente y de
amarle sin variación es incomparable. ¿Y quién podrá jamás igualar el bien, si
es que hay alguno, de vivir entre los peligros, las continuas tormentas, los
vaivenes y las perpetuas mudanzas que se padecen en el mar, con el contento de
estar en un palacio real, donde se encuentran todas las cosas que se pueden desear
y donde las delicias sobrepujan todos los deseos? Hay, pues, mayor contento,
mayor suavidad y mayor perfección en el ejercicio del santo amor entre los
habitantes del cielo, que entre los peregrinos de esta miserable tierra. Pero
también ha habido personas tan dichosas en esta peregrinación, que su caridad
ha sido mayor que la de muchos santos que gozan ya en la eterna patria. No es,
ciertamente, verosímil que la caridad de San Juan, de los Apóstoles y de los
varones apostólicos no fuese mayor, aun mientras vivían en este mundo, que la
de los niños que, habiendo muerto con sólo la gracia bautismal, gozan de la
gloria de la inmortalidad. No es cosa ordinaria el que los pastores sean más
valientes que los soldados, y, sin embargo, David, pequeño pastor, que, al
llegar al ejército de Israel, vio que todos eran más diestros que él en el
ejercicio de las armas, fue el más valiente de todos. Tampoco es cosa ordinaria
el que los hombres mortales tengan más caridad que los inmortales; mas a pesar
de ello, ha habido mortales que, siendo inferiores en el ejercicio del amor a
los inmortales, los aventajan en la caridad y en el hábito amoroso. Y, así como
al comparar un hierro candente con una lámpara encendida, decimos que el hierro
tiene más fuego y más calor, y que la lámpara tiene más llama y despide más
luz; también, al comparar un niño glorioso con San Juan todavía preso, o con
San Pablo todavía cautivo, diremos que el niño, en el cielo, tiene más claridad
y más luz en el entendimiento, más llama y mayor ejercicio del amor en la
voluntad, pero que San Juan y San Pablo tuvieron en la tierra más fuego de caridad
y más calor de dilección.
Del incomparable amor de la Madre de Dios
Nuestra Señora
En todo y siempre, cuando trazo comparaciones, no es mi intento hablar
de la Santísima Virgen madre, Nuestra Señora, porque Ella es la hija de un amor
incomparable; es la única paloma, la toda perfecta Esposa escogida, como el sol entre los
astros. Y pasando más adelante, creo también que, así como la caridad de esta
Madre de amor sobrepuja a la de todos los santos del cielo en perfección, asimismo
la ejercitó de una manera mucho más excelente que ellos en esta vida mortal.
Jamás pecó venialmente, según lo estima la Iglesia; nunca hubo mudanzas ni
retrasos en el progreso de su amor, antes al contrario, subió de amor en amor
con un perpetuo avance; no sintió ninguna contradicción del apetito sensual,
por lo que su amor reinó apaciblemente en su alma y produjo todos sus efectos
en la medida de sus deseos. La virginidad de su corazón y la de su cuerpo
fueron más dignas y más honorables que la de los ángeles. Por esta causa, su
espíritu, si se me permite emplear una expresión de San Pablo, no estuvo
dividido ni repartido, sino que anduvo
solicito en las cosas del Señor y por lo que había de agradar a Dios Finalmente,
¿qué no hubo de hacer en el corazón de una tal Madre y para el corazón de un
tal Hijo, el amor maternal, el más apremiante, el más activo, el más ardiente
de todos, amor infatigable y jamás saciado? No alegues que esta Virgen estuvo
sujeta al sueño, Teótimo. Porque no ves que su sueño es un sueño de amor, de
suerte que su mismo Esposo la deja que duerma cuanto le plazca. Atiende bien a
estas palabras: Os conjuro -dice-, que no despertéis a mi amada, hasta que ella
quiera Esta reina celestial jamás dormía sino de amor, pues no concedía ningún
reposo a su cuerpo más que para vigorizarlo y hacerlo más apto para mejor
servir, después, a su Dios; acto, ciertamente, muy excelente de caridad.
Porque, como dice el gran San Agustín, esta virtud nos obliga a amar
convenientemente a nuestros cuerpos, en cuanto son necesarios para la práctica
de las buenas obras; forman parte de nuestra persona y han de ser partícipes de
la felicidad eterna, Un cristiano ha de amar a Su cuerpo como a la Imagen
viviente del cuerpo del Salvador encarnado, como nacido, con Él, del mismo
tronco, y, por consiguiente; como algo que está unido con Él por lazos de
parentesco y consanguineidad, sobre todo después de haber renovado la alianza
por la recepción real de este divino cuerpo del Redentor, en el adorable
sacramento de la Eucaristía, y de habernos dedicado y consagrado a su soberana
bondad, por el bautismo, la confirmación y los demás sacramentos.
Mas, la Santísima Virgen, ¡debía
amar a su cuerpo virginal, no sólo porque era un cuerpo manso, humilde, puro,
obediente al amor santo, y estaba todo perfumado de miel sagrada dulzuras, sino
también porque era la fuente viva del cuerpo del El Salvador y le pertenecía
íntimamente por un derecho incomparable! Por esto, cuando entregaba su cuerpo
angelical al reposo del sueño, le decía: Descansa, trono de la Divinidad; reposa
un poco de tus fatigas y repara tus fuerzas con esta dulce tranquilidad. ¡Qué
consuelo oír a San Juan Crisóstomo contar a su pueblo el amor que le tenía!
"Cuando la necesidad del sueño -dice-, cierra mis párpados, la tiranía de
mi amor a vosotros abre los ojos de mi espíritu: y muchas veces, entre sueños,
me ha parecido que os hablaba, porque el alma acostumbra a ver, en sueños, por
la imaginación, lo que ha pensado durante el día. Así, cuando no os veo con los
ojos de la carne, os veo con los ojos de la caridad," ¡Ah, dulce Jesús!
¿Qué debía soñar vuestra santísima Madre, mientras dormía y su corazón velaba?
Tal vez soñaba, algunas veces, que, así como nuestro Señor había dormido sobre
su pecho, como un corderito sobre el blando seno de su madre, de la misma
manera dormía Ella en su costado abierto, como blanca paloma en los agujeros de
las peñas De suerte que su sueño en
cuanto a la actividad del espíritu, era parecido al éxtasis, aunque, en cuanto
al cuerpo, fuese un dulce y agradable alivio y descanso, Y, si alguna vez soñó,
los progresos y el fruto de la redención obraría por su Hijo, en favor de los
ángeles y de los hombres, quién podrá jamás imaginar la inmensidad de tan
grandes delicias? ¡Qué coloquios con su querido Hijo! ¡Qué suavidad por todas
partes! El corazón de la Virgen madre permaneció perpetuamente abrasado en el
amor que recibió de su Hijo, hasta llegar al cielo, lugar de su origen; tan
cierto es que esta madre es la Madre del amor hermoso, es decir, la más amable,
la más amante y la más amada, Madre de este único Hijo, que es también el más
amable el más amante y el más amado de esta única Madre.
Preparación para el discurso acerca de la unión de
los
bienaventurados con Dios
El amor triunfante de los bienaventurados en el cielo consiste en la
final, invariable y eterna unión del alma, con Dios. La verdad es el objeto de
nuestro entendimiento, el cual, por lo mismo, tiene todo su contento en
descubrir y, conocer la verdad de las cosas, y, según que las verdades sean más
excelentes, con más gusto y más atención se aplica a ellas, Mas, cuando nuestro
espíritu, levantado por encima de la luz natural, comienza a ver las sagradas
verdades de la fe, el alma se derrite, al oír la palabra de su celestial
Esposo, que le parece más dulce y más suave que la miel de todas las ciencias
humanas ¿No es verdad que sentíamos
abrasarse nuestro corazón, mientras nos hablaba por el camino? Decían los dichosos peregrinos de Emaús, hablando
de las amorosas llamas de que se sentían tocados por la palabra de la fe? Pues,
si las verdades divinas son tan suaves, propuestas a la sola luz obscura de la
fe, ¿qué ocurrirá, cuando las contemplemos a la luz meridiana de la gloria?
Cuando al llegar a la celestial Jerusalén, veremos al gran rey de la gloria,
sentado en el trono de su sabiduría, manifestando, con incomprensible claridad,
las maravillas y los secretos eternos de su verdad soberana, con tanta luz, que
nuestro entendimiento verá presentes las cosas que creyó en este mundo,
entonces, mi querido Teótimo, qué éxtasis, qué admiración, qué dulzura! Jamás
-diremos en un exceso de suavidad-jamás hubiéramos creído poder contemplar
verdades tan deleitables.
Que el deseo precedente acrecentará en gran manera,
la unión de los bienaveturados con Dios
El deseo que precede el gozo hace que el sentimiento de éste sea más
agudo y refinado y, cuanto más apremiante y más fuerte, es el deseo, más agradable
y deliciosa es la cosa deseada. ¡Oh Jesús mío: ¡Qué gozo para el corazón humano
ver la faz de la Divinidad, faz tan deseada, faz que es el único deseo de
nuestras almas! Nuestros corazones tienen una sed que no puede ser extinguida
por los goces de la vida mortal, No tengas jamás reposo ni tranquilidad en esta
tierra, alma, mía, hasta que hayas encontrado las frescas aguas de la vida
inmortal y de la Divinidad santísima, que son las únicas que pueden extinguir
tu sed y calmar tus deseos. Imagínate, Teótimo, con el Salmista, aquel ciervo
que, acosado por la jauría, siente que le faltan el aliento y los pies, y se
arroja con avidez al agua que anda buscando, ¡Con qué ardor se sumerge en este
elemento! Parece que gustosamente se derretiría y se convertiría en agua, para
gozar más a sus anchas de su frescura. ¡Qué unión la de nuestro corazón allá en
el cielo, donde, después de estos deseos infinitos del verdadero bien, jamás
saciados en este mundo, encontraremos su verdadero y abundante manantial!
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