El Pago de una Deuda.
Sesenta y tantos años bien cumplidos; algunos le asignan setenta; pero todos
ellos empleados valientemente en el cumplimiento del deber. Jamás un tropezón
en su vida pública y privada; las canas que coronan su frente le forman como una
aureola de respetabilidad y de hombría de bien, que todos sus amigos y
conocidos, es decir, todos los vecinos de la ciudad de
Tlaxiaco, en el Estado de Oaxaca, conocen y veneran.
Allí había nacido D. Rafael Acevedo, allí creció y estudió, allí
contrajo matrimonio con una joven cristiana que, como lo había previsto,
resultó una excelente madre de familia, y que le dio diez hijos, hombres y
mujeres, que educados por ambos en el santo temor de Dios, serían unos
hombrecitos y unas mujercitas, tan queridos y respetados como sus buenos
padres.
La situación religiosa de México le había angustiado siempre, no por lo
que veía entonces, sino más aún por lo que preveía para el futuro, porque, a
Dios gracias, la fe católica, especialmente en las ciudades de provincia, no se
había perdido por completo por más esfuerzos de los enemigos de Dios,
contenidos siempre por la misericordiosa protección de la Virgen de Guadalupe
sobre sus hijos mexicano. Pero, se decía, si la masonería, a través de nuestros
hombres públicos, sigue gobernándonos, llegaremos a perderlo todo. Con su
escuela laica, nos están fastidiando a nuestros niños, los hombres del futuro,
y las costumbres van de mal en peor. . . Ese es el mejor camino para la pérdida
de la religión. . . Porque. . . sí, señor, dígase lo que se quiera, si no se
enseña el temor de Dios a los niños, si no se les habla de El... ¿qué freno
podrán tener las pasiones. . .? ¡Llegaremos a ser una nación de paganos! ¡Dios
no lo permita!
— ¡Y pensar que de aquí, de este Estado de Oaxaca, salió el hombre que
ha hecho mayor mal a la Iglesia en nuestra patria! Pensar que Juárez era un
oaxaqueño, educado cristianamente por un sacerdote oaxaqueño, pero olvidado, en
aras de su ambición, de sus principios religiosos, y perseguidor después de una
Iglesia a la que debía su vida, su cultura. . . todo lo que de él había hecho
un hombre! ¡Señor, Señor! ¡Oaxaca tiene una deuda contigo muy grande. . . y los
oaxaqueños debemos pagártela! Pero ¿cómo?... ¿Qué hacer? ¿Entrar en la
política?... ¡Imposible! Buen cuidado tendrán de no permitirlo a un católico
sincero, nuestros enemigos. Para medrar en la política en México, es necesario
hacerse masón, como Juárez... y ¡eso nunca!... ¡Ni tan siquiera simularlo! En
esta materia no cabe simulación alguna. . . ¡O somos o no somos! No hay medio.
—¿Pero no ve usted, D. Rafael —le decía algún instigador, que pensaba que
un hombre tan respetable como D. Rafael Acevedo, sería una gran adquisición
para las logias, y su ejemplo atraería a muchos a esa Sinagoga de Satanás
—, no ve usted que eso de la masonería es una farsa? ¿No ve usted que
esas comedias de iniciación, con sus mandiles y sus triángulos, sus calaveras y
sus puñales, sus discursos simbólicos, sus juramentos de reconstruir el templo
de Salomón y vengar a un tal Hiram, que en su casa lo conocieron y le daban
chocolate cuando lo pedía, no es más que una farsa innocua, muy del gusto de
los serios sajones y germanos, pero que a los de raza latina nos hace reír
regocijadamente cuando volvemos a nuestras casas, después de una de esas
tenidas de iniciación ridículas? ¿Qué mal hay en esos melodramas fantásticos y
en jurar guardarlos en secreto? Y en cambio la realidad es que los masones se
ayudan unos a otros, y que se medra en la política, y en los negocios, cuando
se ve en nuestra firma los tres puntos chistosísimos, que nos designan como
hijos de la viuda, madre y abuela que sólo existe en la imaginación exaltada de
algunos listos de este mundo. . .
—Se equivoca usted, amigo, se equivoca —le respondía D. Rafael creyendo
de buena fe a su interlocutor-Si la masonería no fuera más que eso, ya sería
sospechosa y vedada a un católico. Porque usted sabe bien, que uno de los
mandamientos de Dios nos prohibe jurar en vano, y ¿qué cosa más vana y tonta
que jurar la guarda del secreto sobre tales tarugadas, que como usted dice son
del gusto muy particular e inexplicable de los serios sajones, y para nosotros
de una ridiculez tremenda? Pero la masonería no es eso, amigo, no es eso. Eso
es una especie de máscara para los incautos, a quienes deslumbra y fascina todo
lo misterioso; una máscara de dos grandes secretos, reprobables a todas luces:
el fin último de la secta, y el gobierno supremo de toda ella. El fin, ya en
nuestros tiempos, se han atrevido los masones a dejarlo entrever: "la
destrucción de la Iglesia Católica, para sustituirla por una internacional
contraria al cristianismo, y fundada en el ateísmo, a pesar de su fantasma de
gran arquitecto". En cuanto al gobierno, ¿no ha oído usted hablar en las
mismas logias si ha tenido la desgracia de caer en sus redes incautamente, de
las consignas? ¡Hay que cumplir las órdenes superiores! ¡Hay que cumplirlas ...
Eso, yo lo he oído de labios de uno, que decían era gran oriente de la
masonería mexicana. ¿Consignas...? ¿Órdenes superiores...? ¿De quién? ¿Dónde
está ese supremo jefe? ¿Es uno, o son varios...? ¿Quiénes son?
Nadie lo sabe, sino tal vez algunos de los más altos entre ellos... y ¡aun
eso. . . ! ¿Y le parece a usted decente y viril someterse voluntariamente a un personaje
desconocido, que acaso sea un bribón, y que por el fin, ya entrevisto de la
secta, debe de serlo, y someterse bajo juramento, aceptando el que tenga
derecho de vida o muerte sobre mí. . .? ¡Vaya, hombre! Ud. Mismo caerá en la
cuenta de la razón que tiene la Iglesia Católica, al arrojar de su seno, por
una excomunión solemne, a los que habiéndose entregado en el bautismo a
Jesucristo, ese sí Dueño y Señor de los hombres, se envilecen al punto de
entregarse como esclavos, atados de pies y manos, a la voluntad de un hombre o
varios hombres desconocidos y perversos, enemigos de Dios y de su Iglesia. Tal era D. Rafael Acevedo y tales sus ideas.
—Pero ¿qué hacer, Dios mío? ¿Qué haremos los oaxaqueños para pagar la
deuda? ¡Ah! Señor. . . yo tengo diez hijos y son buenos por tu misericordia.
. . ¡Si tú me concedieras, que uno siquiera de ellos se hiciera sacerdote.
. . !Yo te lo daría con gusto, con mucho gusto y me sentiría muy honrado, en
cambio de tantos sacerdotes como te ha arrebatado la escuela laica, de tantos
cristianos que perdieron su fe y tu amor por los influjos de la masonería en
nuestra patria...! ¡Señor; hazme esa gracia...! ¡Virgen de Guadalupe! toma a
uno de mis hijos para la Iglesia de Jesucristo...¡ Uno siquiera . . .!Y Dios le
oyó, y su hijo mayor Vicente le dijo un día : ¡Papá, yo quiero ser sacerdote. . . ! Y con las bendiciones de su
padre, Vicente entró en el seminario de Oaxaca. ¡Dios lo quería a él y a su
buen padre para holocausto de mayor cuantía. . . ! La persecución desatada por
la conjuración anticristiana, en nuestra patria se levantó como el huracán que
agosta los campos y troncha los árboles más robustos. Don Rafael se ofreció a
ser propagandista de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa... Era ya un
anciano... no podía hacer más... pero lo haría con toda el alma. El oficialito,
teniente, que mandaba la guarnición militar de Tlaxiaco, recibió la consigna
masónica: ¡corte por lo sano! Sabía que,
si no el principal, uno de los mejores católicos de la ciudad era Don Rafael. .
. Supo por alguien o él mismo lo sorprendió, repartiendo las hojas de la Liga
en su campaña pacífica... Y obediente a la consigna, lo mandó llamar a su
presencia en calidad de detenido.
—Don Rafael, no se meta usted en cosas de Iglesia. . . se lo advierto, porque
tengo órdenes, y le puede costar la vida. . . Piense en su familia. . .
—Es muy tarde ya, señor teniente —le respondió con estas palabras
textuales; es muy tarde, para que yo cambie de opinión, para que cambie mi
manera de pensar y sentir. Soy viejo y siempre he sido católico por la gracia
de Dios. No es usted quien me convencerá para cambiar. Nunca he pensado que
moriría de un tropezón. No hay que darle vueltas al asunto. Si tiene determinado algo, disponga como guste. . .El teniente lo hizo
encerrar en la cárcel, para que tuviera tiempo de pensarlo, y su hijo Vicente
lo supo, por su afligida familia.
El seminarista, que ni siquiera tenía a su cargo el Pseudo delito de Vicente
Acevedo repartir hojitas de propaganda
religiosa, ocupado como estaba en sus estudios, pidió permiso a sus superiores
para ir a ver a su padre en la prisión, y tratar de su libertad.
El oficial lo vio llegar, y sin más averiguaciones lo encerró también
en la cárcel.. . ¿No era un futuro ministro de Dios? ¡Había que acabar con la
raza. . . ! Era la consigna: ¡cortar por lo sano! Entonces, la hija mayor del
anciano, cuyo nombre ignoro desgraciadamente, se dirigió con todo valor al
tenientillo, para pedirle la libertad de su padre y de su hermano, que no
habían cometido delito alguno penado por la ley. El teniente le dijo que se
fuera tranquila y que bajo su palabra de honor, le devolvería a sus dos seres
queridos. . .Y en efecto, al día siguiente le llevaron a su casa los dos cadáveres, ensangrentados
y acribillados por las balas, de Don Rafael y su hijo Vicente.
¡Los había mandado fusilar en el camino de Tlaxiaco a Teposcolula! ¡Padre
e hijo habían pagado con creces la deuda de Oaxaca con su Dios!
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