13 DE OCTUBRE
SAN EDUARDO,
REY Y CONFESOR
Epístola – Eccli; XXXI, 8-11
Evangelio – San Lucas, XII, 35-40
LOS REYES SANTOS. — En el curso del año ya hemos tenido ocasión de celebrar a reyes santos. La Iglesia nos exige
reverenciar a los Soberanos y, en general, a todos los constituidos en autoridad por la sencilla razón de que la
autoridad viene de Dios; les tributa honores y reza para que reciban las gracias necesarias a su
difícil cargo. A nosotros nos
recomienda con empeño que
también recemos por ellos, porque sabe a cuántos peligros están expuestos y la gran responsabilidad que tienen, para no usar
de la autoridad sino dentro de los
límites y en la medida en que
Dios los ha hecho depositarios de ella. pero muchos, por desgracia, no saben resistir a las vanidades que los
rodean y se dejan arrastrar por
el hechizo falso de los placeres y
de los honores. Por eso se podría fácilmente creer que la santidad heroica es casi imposible en una situación tan elevada y peligrosa. La
Iglesia, al proponer a nuestro culto a
muchos que ejercieron el poder
real, nos muestra que no hay
nada de eso. Y se cuentan bastantes que, aun viviendo en el trono y en el ejercicio de la potestad regia, practicaron las virtudes en
grado heroico y merecieron los
honores supremos de la
beatificación y canonización.
LA DEVOCIÓN PARA TODOS. — " Los que han tratado de la devoción, decía
San Francisco de Sales, casi todos pusieron la vista en instruir a personas muy alejadas del comercio del mundo.
Mi intención es instruir a los que
viven en las ciudades, casados,
en la corte, a los que por su condición
se ven obligados a hacer una vida común en cuanto al exterior, los cuales con harta frecuencia y con el pretexto de que les
es imposible, no quieren ni siquiera
pensar en Practicar la vida
devota... Y yo les pruebo que puede
vivir en el mundo un alma vigorosa y constante, sin recibir vaho alguno mundano, y encontrar fuentes de dulce piedad en medio de las olas amargas de este siglo y volar
entre las llamas de las codicias
terrenales, sin quemar las alas
de los santos deseos de la vida devota" x. : Y añade un poco más adelante: "Dios, en ya
creación, mandó a las plantas que
produjesen sus frutos, cada una
según su género: así también mandó a los cristianos, que son las plantas
vivas de la Iglesia, que produjesen
frutos de bendición, cada uno
según su clase y vocación De
distinto modo han de practicar la devoción el caballero, el artesano, el criado, el príncipe, la viuda, la joven, la casada; y no sólo esto
sino que es menester acomodar la
práctica de la devoción a las
fuerzas, los quehaceres y las obligaciones
de cada uno... La devoción, si es verdadera, en nada perjudica; al contrario, todo lo perfecciona y, sin duda ninguna, es falsa
cuando va en contra de la legítima
vocación del uno. Es un error y
también una herejía pretender expulsar la vida devota de entre los soldados
de la tienda del mercader, de la corte
de los príncipes, del hogar de
las personas casadas. Es] verdad
que la devoción puramente contemplativa, monástica y religiosa, no puede
practicar» se en esas profesiones:
pero, además de estas tres clases de devoción, hay otras muchas que son propias para perfeccionar a los que viven
en estados seglares. Y dan fe de ello,
en el Antiguo Testamento, Abraham, Isaac y Jacob; y en el Nuevo, San José, Lidia y San Crispín
fueron perfectamente devotos en
sus talleres; Santa Ana, Santa
Marta, Santa Mónica... en sus casas; Cornelio, San Sebastián, San Mauricio, en medio de las armas; Constantino,
Elena, San Luis, San Eduardo, en
sus tronos... En cualquiera situación en que nos encontremos, podemos y debemos
aspirar a la vida perfecta...
GLORIA DE SAN EDUARDO. —La Historia nos demuestra, por su parte, que la santidad en modo alguno perjudica al cumplimiento del
deber de estado. El que descuidase su obligación para darse a una devoción que el Señor no le exige, no sería santo. Sobrino del mártir del mismo nombre, Eduardo
se ha visto galardonado ante los hombres y ante Dios con el bello calificativo de Confesor. La Iglesia, en el
relato de su vida, pondera sobre
todo las virtudes que le valieron este título tan glorioso; bien merece se
considere su reinado de
veinticuatro años como uno de los mejores y más felices conocidos por Inglaterra. Los Daneses, amos por tanto tiempo, sometidos
para siempre en el interior, y
contenidos fuera por la postura
valiente del príncipe; Macbeth, el
usurpador del trono de Escocia, derrotado en una campaña que inmortalizó Shakespeare; y las leyes de Eduardo, que hasta hoy perduran como una de las bases del derecho británico;
y su munificencia en favor de todas las
nobles empresas, buscando a la
vez el modo de reducir las
cargas de su pueblo: todo eso prueba bastante que el suavísimo perfume de
virtudes que hicieron de él un
íntimo de Juan el discípulo amado, no tiene nada de incompatible históricamente
con la grandeza de los reyes.
VIDA. — Véanse a continuación las líneas que le dedica la
Iglesia.
Eduardo, por sobrenombre el Confesor,
era sobrino del santo rey
Eduardo el Mártir, y fué el último rey de los anglosajones. El Señor reveló en un éxtasis su futuro reinado a un santo personaje llamado
Britualdo. Los Daneses, que devastaban a Inglaterra, le buscaron para matarle,
por lo que, viéndose obligado a expatriarse
cuando sólo tenía diez años, marchó a la corte de su tío, el Duque de Normandía. Allí, entre todos los incentivos de las pasiones, fué tal
la integridad de su vida, la inocencia de sus costumbres, que causaba admiración a todos. Desde entonces se
vio brillar en él extraordinaria
piedad que le llevaba a Dios y a
las cosas divinas. De temperamento mansísimo, sin ninguna ambición de mandar,
se refiere de él este dicho:
Prefiero no reinar nunca a recuperar mi reino por la fuerza y con derramamiento de sangre.^ Pero una vez muertos los tiranos que habían
quitado la vida y el trono a sus hermanos, fué llamado a su patria y coronado en medio de
aclamaciones y de una alegría
general. Puso todo el empeño que pudo por borrar las huellas del furor de su enemigo, comenzando por la
religión y las iglesias, reparando unas y levantando otras nuevas, dotándolas de rentas y de privilegios; pues su primera
preocupación era el ver
reflorecer otra vez el culto de Dios que tanto había disminuido. Afirman todos los autores que,
obligado por los señores de su
Corte a casarse, guardó virginidad con su esposa, virgen como él. Su amor y su fe en Cristo fueron tales, que mereció ver en el Santo Sacrificio
como Jesús le sonreía y brillaba con un
resplandor divino. Se le llamaba generalmente el padre de los huérfanos y de los desgraciados,
porque su caridad era tan
grande, que nunca se le veía más contento que cuando había agotado el tesoro
real en favor de los pobres.
Fué ilustrado con el don de profecía, y
recibió luces de lo alto sobre lo que estaba por venir a su país; hecho notable entre otros: conoció
sobrenaturalmente en el mismo
instante en que sucedió, la muerte de Suenón, rey de Dinamarca, ahogado en el
mar al embarcarse para invadir a
Inglaterra. Ferviente devoto de San Juan Evangelista, tenía por costumbre
no negar nada de lo que le pidiesen en
su nombre; y un día el mismo
Apóstol, debajo de las apariencias de un mendigo cubierto de harapos, le pidió
una limosna y el rey, al no tener
dinero, sacó su anillo del dedo y se le ofreció al Santo, quien poco tiempo después se lo devolvió a Eduardo a la
vez que le anunciaba como
próxima su muerte. El rey, prescribió oraciones por sus intenciones propias y,
efectivamente, murió con toda piedad el día anunciado por el Evangelista, a saber, el 5 de enero del
año de la redención 1066. La
fama de sus milagros rodeó su tumba,
y al siglo siguiente, Alejandro III le inscribió entre los Santos. Pero el culto de su memoria en la Iglesia universal, en cuanto al Oficio
público, le fijó Inocencio XI en
este día, ya que en él se abrió su sepulcro después de 36 años y se encontró el cuerpo incorrupto despidiendo un suave olor. Representas al pueblo en quien Gregorio Magno prevé al émulo de los ángeles; tantos reyes santos, tantas vírgenes ilustres, tan
egregios obispos y tan excelentes monjes, que fueron gloria suya, son los que
hoy forman tu corte. Mientras tú
y los tuyos reináis perennemente en
el cielo, juzgando a las naciones y dominando a los pueblos las dinastías de tus sucesores en la tierra, por celos contra la Iglesia y
abrazando el cisma y la herejía, se han extinguido una en pos de otra, se han vuelto estériles
por la cólera de Dios en esa
fama Inútil de la que no queda
rastro alguno en el libro de la vida. ¡Cuánto mejores y más duraderos se nos ofrecen, oh Eduardo, los frutos de la virginidad santa! Enséñanos a ver
en el mundo presente la preparación del otro que no tendrá fin, a juzgar los acontecimientos humanos con
vistas a sus resultados eternos. Con los ojos del alma, nuestra devoción te busca y te
encuentra en tu real Abadía de
Westminster. Arrodillados junto
a esa tumba, de la cual pretende inútilmente alejar la oración la herejía
recelosa, imploramos tu bendición. Presenta a Dios las súplicas que se elevan
hoy de todos los puntos del orbe,
por las ovejas descarriadas a las que llama la voz del pastor con repetidas
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