Las dos últimas rosas de la corona
(fin del artículo)
Los discursos se suceden cada vez más virulentos, y por la población
corre la noticia de que van a incendiar la Iglesia. La noticia viene a romper
en la casa de los Camacho la paz de una mañana dominguera que convida al
descanso y al paseo. María de la Luz no duda un instante. Hay que defender la
Iglesia; demostrar que Jesucristo no carece de partidarios. Al enterarse de las
criminales intenciones de los rojos se viste su mejor vestido de seda verde con
cuello de raso blanco, e invita a su hermana Lupe a seguirla. A la pregunta de
aquélla de por qué se pone tan guapa, contesta con prontitud: "Cuando se
trata de defender a Cristo Rey conviene ponerse el más hermoso vestido". Al
atravesar el parque para ir a la Iglesia, resuenan en sus oídos las voces de muerte
de los roji-negros. Uno de los asaltantes detiene a las jóvenes con amenazas
terribles. María de la Luz les responde: "No tenemos ningún miedo; estamos
dispuestas a morir por Cristo Rey. Y nos alegraríamos de ello". Llegan a
la Iglesia. Un sacerdote va a dar comienzo a la misa; escucha las voces
enfurecidas de los rojos y el cuchicheo angustioso de los fieles, pero no cree
que el peligro sea inminente. La misa empieza, mientras en la plaza los
"Camisas Rojas" blasfeman y colocan una bandera roji-negra sobre una
cruz de misión, frente a la Iglesia. María de la Luz permanece a las puertas de
la parroquia frente al enemigo. Uno de ellos -su antiguo catequizado— se acerca
a rogarle que se retire; pero ella no se mueve.
Suena dentro de la Iglesia la campanilla del "Sanctus". Los
rojos renuevan su furor: ¡mueran los curas! ¡Abajo la Iglesia! Una veintena de personas
sale al exterior, temerosa del ataque; a los niños se les conduce por una
puerta lateral al claustro del vecino convento. El sacerdote consume rápidamente
las sagradas especies...Los rojos blasfeman: "¡Maldito sea Cristo Rey!
¡Maldita sea la Virgen de Guadalupe!" María de la Luz, pálida pero firme,
contesta cada vez con mayor firmeza: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de
Guadalupe! Uno de los circunstantes, anima a su mujer: "Grita tú también
como esa muchacha". Los rojos están indecisos. Temen. Sus revólveres
apuntan a los indefensos católicos. . .De pronto, la señal convenida:
"¡Viva la revolución!". Un revólver apunta. Se escucha una descarga,
y María de la Luz sin terminar su grito de triunfe Viva Cristo. . .! cae con el
pecho herido. El sacrificio está consumado. Sobre el duro suelo yace bañada en
su sangre, la primera mártir de la Acción Católica.
¡Una rosa que faltaba en la corona del homenaje a Cristo Rey que diera
México! Era el 30 de diciembre de 1934. En el cementerio de Coyoacán llamado
del Xoco bajo el follaje siempre verde de los árboles, hay un sepulcro blanco,
como una promesa de la resurrección, cuyos macetones están siempre llenos de
flores que los niños de la parroquia depositan constantemente en ellos. En una
lápida en bajo relieve el busto de una joven.
El epitafio es sencillo y sublime:
''María de la Luz Camacho a la edad de 27 años el
30 de diciembre de 1934 murió por Cristo Rey".
El traslado de los restos de la mártir fue una apoteosis en que la
multitud de treinta mil personas le aclamaban: "¡María de la Luz, virgen y
mártir, ruega por nosotros!". Mons. Díaz, entonces Arzobispo de México, al
reunirse al cortejo, exclamó con voz vibrante y entusiasta: "¡Viva la
primera mártir de la Acción Católica!". Según lo hace notar el P. Dragón,
S.J. el hecho es quizá único en la historia de lo tocante al consenso unánime
de buenos y malos sobre el móvil anticristiano que empujó a los roji-negros a
su crimen. La sentencia de admiración para la mártir es unánime: María de la
Luz Camacho fue muerta única y exclusivamente por odio de la fe católica. Así
lo atestiguan políticos, particulares católicos, y aun los comunistas mismos en
sus mensajes a las autoridades civiles, protestando contra el hecho de
Coyoacán.
Por eso añade el citado padre: "Cuando se lleve su causa de
martirio al tribunal de Roma la prueba será fácil. 'El abogado del diablo, como
llaman en Roma al que hace valer las objeciones contra la causa de un mártir, tendrá
gran trabajo. Tendrá que defender su tesis aun contra los diablos de México,
quienes —aun ellos— han dado ya testimonio en favor del martirio de María de la
Luz".
La segunda y última rosa que faltaba en la corona, fue segada en plena exuberancia
de vida y virtud heroica, hasta el año de 1937. Pese a los "arreglos" y a la palabra de honor del Presidente
de la República, el Gobierno del Estado de Veracruz no había permitido la
apertura de los templos clausurados, y así los católicos continuaban en las
Catacumbas para celebrar los sagrados oficios en toda la extensión del gran estado.
En Orizaba; donde el catolicismo era más fervoroso, los fieles se reunían en
una modesta casa en donde vivía refugiado un anciano sacerdote y los domingos
especialmente para cumplir con el precepto, afluía a ella una verdadera
multitud a la celebración de la santa misa y comunión.
Entre aquellos fieles valientes, que desafiaban las bravatas de los
masónicos gobernantes se distinguía una joven de veinte años, Leonor Sánchez López,
hija de padres pobres de bienes materiales pero ricos de los espirituales, que
supieron infundir en su hijita, desde sus primeros años una sólida piedad
cristiana. Cuando ya mayorcita le sorprendió, como a tantas otras piadosas
muchachas, la racha de la persecución, juntamente con otras de su edad y su celo
cristiano, formaron una asociación piadosa bajo el patronato de Santa Teresita
del Niño Jesús, cuyo objeto era impulsar precisamente la piedad y vida cristiana
de las jóvenes que entraban en la adolescencia y la juventud, sin que en la
soledad de los santuarios encontraran al Divino Huésped del Sagrario, que es
tan necesario y buen amigo, conductor de esa florida edad de la humanidad. Aquellas
jovencitas parecían representar, en medio del desierto creado por la maldad
diabólica de los perseguidores, aquellas rosas que la insigne y simpática
santita del Carmelo, prometió, en las cercanías de su envidiable muerte, regar
profusamente sobre la tierra, y entre esas rosas descollaba por su encendida
caridad y el perfume de sus virtudes, Leonor Sánchez.
El 7 de febrero de 1937, domingo de carnaval, los fieles como ya era su
costumbre se dirigieron en gran cantidad a la humilde casita orizabeña, en que
el viejo sacerdote celebraba la santa misa. Leonor no sólo era de las primeras
asistentes, sino de las organizadoras de la ceremonia. Los individuos del
gobierno habían preparado para esos días una de las mascaradas y fiestas, con
que suelen en esos días de carnaval, amontonar las ocasiones de pecado, para
los pueblos que debían conducir a la vida honrada y pura, para bien de la
sociedad.
Así que la reunión de los católicos, para oír devotamente la santa
misa, en vez de prosternarse ante los ídolos de carne de la mascarada, les cayó
muy mal, y... ¡quisieron hacer un escarmiento! Ya cerca del fin de la misa, un
gran número de policías y esbirros de la tiranía, dizque sin autorización
ninguna, lo que es absolutamente increíble, llegaron a la casita-catacumba,
penetraron en ella e impidieron la terminación de los santos misterios. La
multitud despavorida salió a borbotones por las puertas y ventanas de la casa y
entonces. . . ¡no lo podrán creer los que no vivían en aquella época
verdaderamente dolorosa... !aquellos hombres, comenzaron a disparar sus
armas sobre la multitud indefensa que huía...Muchos fueron heridos, un niño y
un hombre cayeron muertos y Leonor que procuraba valientemente calmar el
pánico, y que se dirigía a interpelar a los asesinos de mujeres y niños
indefensos, cuál era la razón de su sanguinaria conducta, no pudo llegar a
desempeñar su cometido, porque uno de los esbirros le apuntó con el arma a su
corazón y disparó villanamente, no permitiendo otra cosa a la jovencita, que
exhalar en su último suspiro el grito, poderoso, fecundo, que aun resuena en el
corazón de todos los mexicanos, de Viva Cristo Rey.
La rosa purpurina empapada en su propia sangre había ido a unirse a la
corona de homenaje, que México ofreció en aquellos días a la Majestad Real y fervorosamente
amada de Cristo Rey.
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