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miércoles, 13 de julio de 2016

LE DESTRONARON - Del liberalismo a la apostasía La tragedia conciliar


ANEXO
Comisión Central Pontificia preparatoria
al Concilio Vaticano II
Esquema de una Constitución sobre la Iglesia
Propuesto por la Comisión Teológica

DE LAS RELACIONES ENTRE
LA IGLESIA Y EL ESTADO Y DE LA TOLERANCIA RELIGIOSA


Emmo. y Rvmo. Señor

Card. Alfredo OTTAVIANI  - Relator

N.B. El esquema doctrinal presentado por el Card. Ottaviani comprendía en su versión original latina, siete páginas de texto y dieciséis páginas de referencias, desde Pío VI (1790) a Juan XXIII (1959). Fue dejado de lado desde la primera sesión del Concilio, por el esquema redactado en el Secretariado Para la Unidad de los Cristianos bajo la dirección del Card. Bea. Este último esquema, que se pretendía pastoral, sin ninguna referencia al magisterio precedente, tenía una extensión de catorce páginas.

El esquema Ottaviani no goza de una autoridad magisterial, sino que representa el estado de la doctrina católica sobre la cuestión, en víspera del Vaticano II y expresa sustancialmente la doctrina que el Concilio debía haber propuesto si no hubiera sido desviado de su fin por el golpe de Estado de aquellos que hicieron de él los “Estados Generales del pueblo de Dios”, ¡un segundo 1789!. Agreguemos en fin, que el Con-cilio hubiera podido añadir a esta exposición todas las precisiones o mejoras convenientes.

1. Principio: Distinción entre la Iglesia y la sociedad civil, y subordinación del fin de la Ciudad al fin de la Iglesia.

El hombre, destinado por Dios a un fin sobrenatural, tiene necesidad de la Iglesia y de la sociedad civil para alcanzar su plena perfección. La sociedad civil a la que el hombre pertenece por su carácter social, debe velar por los bienes terrestres y hacer que los ciudadanos puedan llevar sobre esta tierra una “vida tranquila y apacible” (cf. I Tim. 2, 2); la Iglesia, a la cual el hombre debe incorporarse por su vocación sobrenatural, ha sido fundada por Dios para que, extendiéndose siempre más y más, conduzca a los fieles a su fin eterno por su doctrina, sus sacramentos, su oración y sus leyes. Cada una de esas dos sociedades cuenta con las facultades necesarias para cumplir debidamente su propia misión; además cada una es perfecta, es decir soberana en su orden y por lo tanto independiente de la otra, con su propio poder legislativo, judicial y ejecutivo. Esta distinción de las dos ciudades, como lo enseña una constante tradición, se funda en las palabras del Señor: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mat. 22, 21). Sin embargo, como esas dos sociedades ejercen su poder sobre las mismas personas y frecuentemente a propósito de un mismo objeto, no pueden ignorarse la una a la otra. Deben incluso proceder en perfecta armonía, a fin de prosperar ellas mismas no menos que sus miembros.

El Santo Concilio, con la intención de enseñar qué relaciones deben existir entre esos dos poderes, según la naturaleza de cada uno, declara, en primer lugar, que es necesario tener como verdadero que tanto la Iglesia como la sociedad civil, han sido instituidas para la utilidad del hombre; que la felicidad temporal, confiada al cuidado del poder civil, sin embargo, no vale nada para el hombre si pierde su alma (cf. Mat. 16, 26; Marc. 8, 36; Luc. 9, 25). Que, en consecuencia, el fin de la sociedad civil nunca jamás debe buscarse excluyendo o perjudicando el fin último, a saber, la salvación eterna.

2. El poder de la Iglesia y sus límites; los deberes de la Iglesia hacia el poder civil.

Como el poder de la Iglesia se extiende a todo lo que conduce a los hombres a la salvación eterna; como lo que toca solo a la felicidad temporal depende como tal, de la autoridad civil; se sigue de ello que la Iglesia no se ocupa de las realidades temporales, sino en cuanto están ordenadas al fin sobrenatural. En cuanto a los actos ordenados al fin de la Iglesia tanto como a los de la Ciudad –como el matrimonio, la educación de los hijos y otros semejantes –los derechos del poder civil deben ejercerse de tal manera que, según el juicio de la Iglesia, los bienes superiores del orden sobrenatural no sufran ningún daño. En las otras actividades temporales que, permaneciendo a salvo la ley divina, pueden ser con derecho y de diversas maneras consideradas o cumplidas, la Iglesia no se inmiscuye de ninguna manera. Guardiana de su derecho, perfectamente respetuosa del derecho ajeno, la Iglesia estima que no le corresponde la elección de la forma de gobierno, que regirá las instituciones propias del ámbito civil de las naciones cristianas; de las diversas formas de gobierno, Ella no desaprueba ninguna, a condición que la religión y la moral queden a sal-vo. Así como la Iglesia no renuncia a su propia libertad, tampoco impide al poder civil usar libremente de sus leyes y de su derecho. Los jefes de las naciones deben reconocer que la Iglesia, cumpliendo su misión, causa grandes bienes a la sociedad civil; grande será sin duda el bien público si ellos se comportan según la doctrina cristiana como lo afirma San Agustín (Ep. ad Marcellinum 138, 15). En efecto, Ella coopera a que los ciudadanos se hagan buenos por su virtud y pie-dad cristianas y les impone además la obligación de obedecer las órdenes legítimas “no solo por temor del castigo, sino por motivo de conciencia” (Rom. 13, 5). En cuanto a aquellos que han recibido el gobierno del país, Ella les recuerda la obligación de ejercer su función, no por ambición de poder, sino por el bien de los ciudadanos, pues deberán rendir cuenta a Dios del poder que El les confió (cf. Hebr. 13, 17). En fin, la Iglesia inculca el respeto de las leyes naturales y sobrenaturales, en virtud de lo cual todo el orden civil entre los ciudadanos y entre las naciones, puede realizarse en paz y en justicia.

3. Deberes religiosos del poder civil

El poder civil no puede ser indiferente respecto a la religión. Instituido por Dios a fin de ayudar a los hombres a adquirir una perfección verdaderamente humana, debe, no sólo suministrar a sus súbditos la posibilidad de procurarse los bienes temporales –materiales o intelectuales–, sino aún favorecer la afluencia de los bienes espirituales que les permitan llevar una vida humana de manera religiosa. Entre esos bienes, nada más importante que conocer y reconocer a Dios y posteriormente, cumplir sus deberes para con El; allí está el fundamento de toda virtud privada y, aún más, pública. Esos deberes hacia Dios, hacia la majestad divina, obligan no solo a cada uno de los ciudadanos, sino también al poder civil que, en los actos públicos, encarna a la sociedad civil. Dios es el Autor de la sociedad civil y la fuente de todos los bienes que por medio de ella derivan a todos sus miembros. La sociedad civil debe entonces honrar y servir a Dios. En cuanto a la manera de servirle, en la economía presente, no hay otra que la que El mismo ha determinado como obligatoria, en la verdadera Iglesia de Cristo, y eso, no sólo para los ciudadanos, sino igualmente para las autoridades que representan la sociedad civil. Que el poder civil tenga la facultad de reconocer la verdadera Iglesia de Cristo es claro por los signos manifiestos de su institución y de su misión divina, signos dados a la Iglesia por su divino Fundador. Además, el poder civil y no sólo cada uno de los ciudadanos, tiene el deber de aceptar la Revelación propuesta por la Iglesia misma. De igual mane-ra, en su legislación, debe conformarse a los preceptos de la ley natural y tener estrictamente en cuenta las leyes positivas, tanto divinas como eclesiásticas, destinadas a conducir a los hombres a la beatitud sobrenatural. Así como ningún hombre puede servir a Dios de la manera establecida por Cristo si no sabe claramente que Dios ha hablado por Jesucristo, de igual manera, la sociedad civil – en cuanto poder civil que representa al pueblo–, tampoco puede hacerlo si primero los ciudadanos no tienen un conocimiento cierto del hecho de la Revelación. Por ende, de manera muy particular, el poder civil debe proteger la plena libertad de la Iglesia y no impedirle de ningún modo llevar a cabo íntegramente su misión, sea en el ejercicio de su magisterio sagrado, sea en el orden y cumplimiento del culto, sea en la administración de los sacramentos y el cuidado pastoral de los fieles. La libertad de la Iglesia debe ser reconocida por el poder civil en todo lo que concierne a su misión. Particularmente, en la elección y la formación de sus aspirantes al sacerdocio, en la elección de sus obispos, en la libre y mutua comunicación entre el Romano Pontífice, los obispos y los fie-les, en la fundación y gobierno de institutos de vida religiosa, en la publicación y difusión de escritos, en la posesión y administración de bienes temporales, como también de manera general, en todas las actividades en que la Iglesia, sin descuidar los derechos civiles, estima aptas para conducir a los hombres hacia su fin último, sin exceptuar la instrucción profana, las obras sociales y tantos otros diversos medios. En fin, incumbe gravemente al poder civil el excluir de la legislación, del gobierno y de la actividad pública, todo lo que a su juicio pudiera impedir a la Iglesia alcanzar su fin eterno; más aún, debe aplicarse a facilitar la vida fundada sobre principios cristianos y absolutamente conformes a este fin sublime, para el que Dios ha creado a los hombres.

4. Principio general de aplicación de la doctrina expuesta

He aquí lo que la Iglesia ha reconocido siempre: que el poder eclesiástico y el poder civil mantienen relaciones diferentes según como el poder civil, representando personal-mente al pueblo, conoce a Cristo y a la Iglesia fundada por El.

5. Aplicación en una Ciudad Católica

La doctrina íntegra, expuesta precedentemente por el Santo Concilio, no puede aplicarse sino en una sociedad en la cual los ciudadanos no sólo están bautizados sino que además profesan la fe católica. En este caso, son los ciudadanos mismos quienes eligen libremente que la vida civil esté informada por principios católicos y que así, como dice San Gregorio el Grande, “el camino del Cielo esté abierto más ampliamente” (Ep. 65, ad Mauricium). Sin embargo, incluso en esas felices condiciones, no está permitido de ninguna manera al poder civil el constreñir las conciencias a aceptar la fe revelada por Dios. En efecto, la fe es esencialmente libre y no puede ser objeto de ninguna coacción, como lo enseña la Iglesia al decir: “Que nadie sea constreñido a abrazar la fe católica contra sus deseos” (C.I.C., Can. 1351).

Sin embargo, esto no impide que el poder civil deba ofrecer las condiciones intelectuales, sociales y morales requeridas para que los fieles, aún los menos instruidos, perseveren más fácilmente en la fe recibida. Así entonces, de la misma manera que el poder civil se considera con derecho a proteger la moralidad pública, así también, para proteger a los ciudadanos de las seducciones del error y guardar la Ciudad en la unidad de la fe, que es el bien supremo y la fuente de múltiples beneficios aún temporales, el poder civil puede por sí mismo, reglamentar y moderar las manifestaciones públicas de otros cultos y defender a los ciudadanos contra la difusión de falsas doctrinas que, a juicio de la Iglesia, ponen en peli-gro su salvación eterna.

6. Tolerancia religiosa en una ciudad católica

En esta salvaguarda de la verdadera fe, hay que proceder según las exigencias de la caridad cristiana y de la prudencia, a fin de que los disidentes no sean alejados de la Iglesia por temor, sino más bien atraídos a Ella, y que ni la Ciudad ni la Iglesia sufran ningún perjuicio. Es necesario entonces considerar siempre el bien común de la Iglesia y el bien común del Estado, en virtud de los cuales una justa tolerancia, incluso sancionada por las le-yes, puede, según las circunstancias, imponerse al poder civil; eso por una parte, para evitar más grandes males como el escándalo o la guerra civil, el obstáculo a la conversión a la verdadera fe y otros similares; por otra parte, para procurar un mayor bien, como la cooperación civil y la coexistencia pacífica de los ciudadanos de religiones diferentes, una mayor libertad para la Iglesia y un cumplimiento más eficaz de su misión sobrenatural y otros bienes semejantes. En esta cuestión hay que tener en cuenta no sólo el bien de orden nacional, sino además el bien de la Iglesia universal (y el bien civil internacional). Por esta tolerancia, el poder civil católico imita el ejemplo de la Divina Providencia, que permite males de los que saca mayores bienes. Esta tolerancia debe observarse, sobre todo, en los países donde, después de siglos, existen comunidades no católicas.

7. Aplicación en una ciudad no católica

En las ciudades en las cuales una gran parte de los ciudadanos no profesan la fe católica o ni siquiera conocen incluso el hecho de la Revelación, el poder civil no católico debe, en materia de religión, conformarse al menos a los preceptos de la ley natural. En esas condiciones, ese poder no católico debe conceder la libertad civil a todos los cultos que no se oponen a la religión natural. Esta libertad no se opone entonces a los principios católicos, pues conviene tanto al bien de la Iglesia como al del Estado. En las ciudades donde el Poder no profesa la religión católica, los ciudadanos católicos tienen sobre todo, el deber de obtener – por sus virtudes y acciones cívicas (gracias a las cuales, unidos a sus conciudadanos, promueven el bien común del Estado) – que se acuerde a la Iglesia la plena libertad de cumplir su misión divina. En efecto, la ciudad no católica no sufre ningún daño por la libre acción de la Iglesia, sino que incluso obtiene numerosos e insignes beneficios. Así entonces, los ciudadanos católicos deben esforzarse en que la Iglesia y el poder civil, aunque todavía separados jurídicamente, se presten una benévola ayuda mutua.

A fin de no dañar, por indolencia o por celo imprudente, o a la Iglesia o al Estado, los ciudadanos católicos, en la defensa de los derechos de Dios y de la Iglesia, deben someterse al juicio de la autoridad eclesiástica; a ella pertenece el juzgar del bien de la Iglesia según las diversas circunstancias, y el dirigir los ciudadanos católicos en las acciones civiles destinadas a defender el altar.

8. Conclusión

El Santo Concilio reconoce que los principios de las relaciones mutuas entre el poder eclesiástico y el poder civil, no deben ser aplicados de manera diferente a las reglas de conducta expuestas precedentemente. Sin embargo, no puede permitir que esos mismos principios sean oscurecidos por el falso laicismo, ni siquiera bajo pretexto del bien común. Esos principios, en efecto, descansan sobre los derechos inconmovibles de Dios, sobre la constitución y la misión inmutable de la Iglesia, sobre la naturaleza social del hombre, la cual, permaneciendo siempre la misma a través de los siglos, determina el fin esencial de la misma sociedad civil, no obstante la diversidad de los regímenes políticos y las otras vicisitudes de la historia.

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