El Sermón
El sermón, que prolonga la Palabra de
Dios, es una función reservada a los
ministros del sacrificio. Tiene que tener un carácter sagrado para disponer a las almas a vivir el Evangelio
y a unirse al sacrificio de Nuestro
Señor.
1. Un ministerio
conferido al diácono
La ordenación al diaconado confiere un poder no solamente
sobre el Cuerpo físico y real de Nuestro Señor en la sagrada Eucaristía, sino también
sobre su Cuerpo Místico. En la medida en que una persona consagrada se acerca cada
vez más a Nuestro Señor Jesucristo, desde la tonsura hasta el diaconado y, finalmente,
accede al sacerdocio, tiene un poder cada vez más importante sobre la
Eucaristía e igualmente sobre el Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo.
Por este motivo, la Iglesia os concede ya cierto número de poderes. Si se
presenta el caso, podréis dar a Nuestro Señor mismo, la Eucaristía, a las
almas. Por el simple hecho de tener esta autorización y este poder, tenéis el deber
de preparar a las almas a recibir la sagrada Eucaristía, y es lo que haréis con
la predicación. El apostolado y la ya mencionada predicación, son por lo tanto,
algo de suma importancia!"
2. El objeto principal de la predicación
Una de las principales manifestaciones de la presencia
del Espíritu Santo en un alma es la predicación. Cuando el Espíritu Santo da a
un alma la luz sobre la obra de Nuestro Señor y sobre su Pasión, le da al mismo
tiempo el deseo de hablar. En los Hechos de los Apóstoles está escrito que
después del discurso de San Pedro ante el sanedrín, los cristianos se reunieron
entre sí y en ese momento rezaron. Ahora bien, "acabada su oración, re tembló
el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y
predicaban la Palabra de Dios con valentía” 13 (Hech 4,31). En una época en que
ya no se cree en Nuestro Señor Jesucristo ni en la fuerza del Espíritu Santo,
ni en los dones sobrenaturales ni en todas las virtudes, tenemos que manifestar en nuestras palabras, en nuestras predicaciones y en toda nuestra
vida esta presencia del Espíritu. "Los Apóstoles daban testimonio, con gran
poder, de la resurrección del Señor Jesús, y gozaban todos de una grande gracia."
(Hech 4, 33) También aquí, es un hecho digno de destacar que la Persona
de Jesús siempre es el objeto de la predicación de los Apóstoles y de San Pablo.
El Apóstol tiene expresiones magníficas sobre este particular: "Predico a Jesús
y a Jesús crucificado". (1 Cor 2, 2) ( ... ) Hay que predicar a Nuestro Señor.
Hay una gracia particular de iluminación que los fieles reciben con motivo de todos los acontecimientos de la vida de Nuestro Señor y, particularmente,
por supuesto, de su crucifixión y de su Resurrección!"
Un sermón en el que a Nuestro Señor Jesucristo no se
le dé su lugar, es inútil; está faltando el fin o el medio. "No nos predicamos
a nosotros mismos -declara San Pablo-, sino a Jesucristo Nuestro Señor." (2
Cor 4, 5) Jesucristo tiene que intervenir siempre en nuestras predicaciones porque
todo se relaciona con Él. Él es la Verdad, el Camino y la Vida. Por consiguiente,
pedir a los fieles que se hagan más perfectos o que se conviertan, sin hablar de
Nuestro Señor, es engañarlos y no indicarles el camino por donde pueden alcanzarlo.
"Predicamos a Jesucristo crucificado." (1 Cor 1, 23) Una predicación
ardiente pasa a través del santo sacrificio de la misa, es decir, a través de la
Cruz y a través de la Santísima Virgen. Jesús y María son las grandes fuentes de
la gracia: a Jesús por María. Jesús en el sacrificio de la misa, representa a todos
los sacramentos y todas las fuentes de salvación, cuya transmisión se hace a través
de María. Por eso, la intercesión de María es necesaria, porque todas las gracias
nos vienen por sus manos. ( ... ) Tenemos que predicar la Cruz de Nuestro Señor
contra el mal espíritu del mundo, que es el espíritu del demonio, el espíritu del
error y el espíritu del apego a los bienes terrenos. ¿Cuál es el medio más eficaz
para desprenderse del espíritu del mundo?: el espíritu de la Cruz. Hay que predicar
la Cruz para que la gente se una realmente a la Cruz de Nuestro Señor y a su sacrificio. Vosotros predicaréis la doctrina de la Cruz. San Pablo
no tenía otra predicación: “... sino a Jesús y Jesús crucificado":" (1
Cor 2, 2), como Él mismo decía. Era su predicación. Estoy seguro de que será también
la vuestra!"
En el capítulo quinto del libro de los Hechos de los
Apóstoles, está escrito: '''El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien
vosotros disteis muerte colgándolo de un madero. A éste lo ha exaltado Dios con
su diestra como Jefe y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón
de los pecados. Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo
que ha dado Dios a los que le obedecen.' Ellos, al oír esto, se consumían de rabia
y trataban de matarlo". (Hech 5, 33)
También éste es un aspecto importante. La predicación de Nuestro Señor Jesucristo,
que es el fruto del Espíritu Santo en el apostolado que tenemos que realizar, provoca
persecuciones. No hay que hacerse ilusiones: estamos a favor de Nuestro Señor y
el mundo está en contra de Él. Los pecadores están contra Nuestro Señor. Él mismo
lo dijo: "El mundo me odia, y os odiará si me
amáis y me servís". (Jn 15, 18-21)
amáis y me servís". (Jn 15, 18-21)
Recordemos la magnífica historia de San Esteban. l Si
alguno de los primeros cristianos manifestó
la presencia del Espíritu Santo en sí,
ése es San Esteban! Procuremos leer y releer el capítulo séptimo de los Hechos de
los Apóstoles, que cuenta la historia de San Esteban. Ahí están todas las manifestaciones
del Espíritu Santo. Su fe es tan viva que Dios le permite verlo: "Veo la gloria
de Dios" (Hech 7,55), dijo. Dios le concedió esa gracia antes de morir: ver
su gloria.
El ardor con el que predica es tan extraordinario que
sus adversarios le muestran una oposición increíble. Los términos de la Sagrada
Escritura son manifiestos: al oír a San Esteban no solamente sentían rabia sino
que sus dientes rechinaban. (Hech 7, 54) Realmente el demonio se manifestó a través
de esa rabia. Veamos el ardor e irradiación de la fe del Santo, en su predicación
y, evidentemente, ante la persecución. San Esteban manifestó a tal punto estar
lleno del Espíritu Santo, que lo hicieron morir y por eso, Dios permitió que tuviera
la visión bienaventurada antes de su muerte.
Los Apóstoles San Pedro y San Andrés murieron en la
Cruz, y los grandes misioneros fueron a predicar el Evangelio en nombre de la Cruz.
Es lo que hicieron San Francisco Javier, San Luís María Grignion de Montfort y tantos
otros. Mostraban la Cruz para encender la fe o para resucitarla. La Cruz tiene por
sí misma una virtud. Dios ha querido que la Cruz sea la salvación para todos los
hombres. Por consiguiente, hay que creer que en todo hombre hay una predisposición
a creer en la virtud de la Cruz. Yo mismo lo pude experimentar en el transcurso
de mi vida misionera en los pueblos paganos. Cuando mostraba la cruz y explicaba
lo que es, descendía una gracia particular sobre las almas. Las almas se conmovían
ante el pensamiento de que Dios hubiera venido a la tierra, hubiera sufrido por
ellas y hubiera dado su Sangre para redimirlas de sus pecados.
Los hombres llenos de orgullo y repletos de su ciencia
son los más duros de convertir. Ante la idea de adorar la Cruz se rebeló como el
demonio, como los malos ángeles, como los principios de los sacerdotes, y como los
escribas y fariseos. Pero las almas sencillas que están tal vez en pecado reconocen
más fácilmente su desorden. Se hallan en una situación que muchas veces les crea ciertos remordimientos.
Y entonces, el pensamiento de que esa situación degradante en la que se hallan
tiene una solución, un camino de resurrección y un camino de luz, las atrae.
Cuando piensan que Dios mismo quiso venir y sacrificarse para sacadas del estado
en que están, las almas se elevan y agradecen a Dios, viendo en ello un camino de
posible salvación y de resurrección.
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