miércoles, 1 de junio de 2016

La Misa de Siempre - Mons.Marcel Lefebvre

El Sermón


El sermón, que prolonga la Palabra de Dios, es una función reservada a los ministros del sacrificio. Tiene que tener un carácter sagrado para disponer a las almas a vivir el Evangelio y a unirse al sacrificio de Nuestro Señor.

1. Un ministerio conferido al diácono

La ordenación al diaconado confiere un poder no solamente sobre el Cuerpo físico y real de Nuestro Señor en la sagrada Eucaristía, sino también sobre su Cuerpo Místico. En la medida en que una persona consagrada se acerca cada vez más a Nuestro Señor Jesucristo, desde la tonsura hasta el diaconado y, finalmente, accede al sacerdocio, tiene un poder cada vez más importante sobre la Eucaristía e igualmente sobre el Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo. Por este motivo, la Iglesia os concede ya cierto número de poderes. Si se presenta el caso, podréis dar a Nuestro Señor mismo, la Eucaristía, a las almas. Por el simple hecho de tener esta autorización y este poder, tenéis el deber de preparar a las almas a recibir la sagrada Eucaristía, y es lo que haréis con la predicación. El apostolado y la ya mencionada predicación, son por lo tanto, algo de suma importancia!"

2. El objeto principal de la predicación

Una de las principales manifestaciones de la presencia del Espíritu Santo en un alma es la predicación. Cuando el Espíritu Santo da a un alma la luz sobre la obra de Nuestro Señor y sobre su Pasión, le da al mismo tiempo el deseo de hablar. En los Hechos de los Apóstoles está escrito que después del discurso de San Pedro ante el sanedrín, los cristianos se reunieron entre sí y en ese momento rezaron. Ahora bien, "acabada su oración, re tembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con valentía” 13 (Hech 4,31). En una época en que ya no se cree en Nuestro Señor Jesucristo ni en la fuerza del Espíritu Santo, ni en los dones sobrenaturales ni en todas las virtudes, tenemos  que manifestar en nuestras palabras, en nuestras predicaciones y en toda nuestra vida esta presencia del Espíritu. "Los Apóstoles daban testimonio, con gran poder, de la resurrección del Señor Jesús, y gozaban todos de una grande gracia." (Hech 4, 33) También aquí, es un hecho digno de destacar que la Persona de Jesús siempre es el objeto de la predicación de los Apóstoles y de San Pablo. El Apóstol tiene expresiones magníficas sobre este particular: "Predico a Jesús y a Jesús crucificado". (1 Cor 2, 2) ( ... ) Hay que predicar a Nuestro Señor. Hay una gracia particular de iluminación que los fieles reciben con motivo de todos los acontecimientos de la vida de Nuestro Señor y, particularmente, por supuesto, de su crucifixión y de su Resurrección!"

Un sermón en el que a Nuestro Señor Jesucristo no se le dé su lugar, es inútil; está faltando el fin o el medio. "No nos predicamos a nosotros mismos -declara San Pablo-, sino a Jesucristo Nuestro Señor." (2 Cor 4, 5) Jesucristo tiene que intervenir siempre en nuestras predicaciones porque todo se relaciona con Él. Él es la Verdad, el Camino y la Vida. Por consiguiente, pedir a los fieles que se hagan más perfectos o que se conviertan, sin hablar de Nuestro Señor, es engañarlos y no indicarles el camino por donde pueden alcanzarlo. "Predicamos a Jesucristo crucificado." (1 Cor 1, 23) Una predicación ardiente pasa a través del santo sacrificio de la misa, es decir, a través de la Cruz y a través de la Santísima Virgen. Jesús y María son las grandes fuentes de la gracia: a Jesús por María. Jesús en el sacrificio de la misa, representa a todos los sacramentos y todas las fuentes de salvación, cuya transmisión se hace a través de María. Por eso, la intercesión de María es necesaria, porque todas las gracias nos vienen por sus manos. ( ... ) Tenemos que predicar la Cruz de Nuestro Señor contra el mal espíritu del mundo, que es el espíritu del demonio, el espíritu del error y el espíritu del apego a los bienes terrenos. ¿Cuál es el medio más eficaz para desprenderse del espíritu del mundo?: el espíritu de la Cruz. Hay que predicar la Cruz para que la gente se una realmente a la Cruz de Nuestro Señor y a su sacrificio. Vosotros predicaréis la doctrina de la Cruz. San Pablo no tenía otra predicación: “... sino a Jesús y Jesús crucificado":" (1 Cor 2, 2), como Él mismo decía. Era su predicación. Estoy seguro de que será también la vuestra!"

En el capítulo quinto del libro de los Hechos de los Apóstoles, está escrito: '''El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándolo de un madero. A éste lo ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen.' Ellos, al oír esto, se consumían de rabia y trataban de matarlo". (Hech 5, 33)  También éste es un aspecto importante. La predicación de Nuestro Señor Jesucristo, que es el fruto del Espíritu Santo en el apostolado que tenemos que realizar, provoca persecuciones. No hay que hacerse ilusiones: estamos a favor de Nuestro Señor y el mundo está en contra de Él. Los pecadores están contra Nuestro Señor. Él mismo lo dijo: "El mundo me odia, y os odiará si me
amáis y me servís". (Jn 15, 18-21)

Recordemos la magnífica historia de San Esteban. l Si alguno  de los primeros cristianos manifestó la presencia del Espíritu  Santo en sí, ése es San Esteban! Procuremos leer y releer el capítulo séptimo de los Hechos de los Apóstoles, que cuenta la historia de San Esteban. Ahí están todas las manifestaciones del Espíritu Santo. Su fe es tan viva que Dios le permite verlo: "Veo la gloria de Dios" (Hech 7,55), dijo. Dios le concedió esa gracia antes de morir: ver su gloria.

El ardor con el que predica es tan extraordinario que sus adversarios le muestran una oposición increíble. Los términos de la Sagrada Escritura son manifiestos: al oír a San Esteban no solamente sentían rabia sino que sus dientes rechinaban. (Hech 7, 54) Realmente el demonio se manifestó a través de esa rabia. Veamos el ardor e irradiación de la fe del Santo, en su predicación y, evidentemente, ante la persecución. San Esteban manifestó a tal punto estar lleno del Espíritu Santo, que lo hicieron morir y por eso, Dios permitió que tuviera la visión bienaventurada antes de su muerte.

Los Apóstoles San Pedro y San Andrés murieron en la Cruz, y los grandes misioneros fueron a predicar el Evangelio en nombre de la Cruz. Es lo que hicieron San Francisco Javier, San Luís María Grignion de Montfort y tantos otros. Mostraban la Cruz para encender la fe o para resucitarla. La Cruz tiene por sí misma una virtud. Dios ha querido que la Cruz sea la salvación para todos los hombres. Por consiguiente, hay que creer que en todo hombre hay una predisposición a creer en la virtud de la Cruz. Yo mismo lo pude experimentar en el transcurso de mi vida misionera en los pueblos paganos. Cuando mostraba la cruz y explicaba lo que es, descendía una gracia particular sobre las almas. Las almas se conmovían ante el pensamiento de que Dios hubiera venido a la tierra, hubiera sufrido por ellas y hubiera dado su Sangre para redimirlas de sus pecados.


Los hombres llenos de orgullo y repletos de su ciencia son los más duros de convertir. Ante la idea de adorar la Cruz se rebeló como el demonio, como los malos ángeles, como los principios de los sacerdotes, y como los escribas y fariseos. Pero las almas sencillas que están tal vez en pecado reconocen más fácilmente su desorden. Se hallan en una situación que muchas veces les crea ciertos remordimientos. Y entonces, el pensamiento de que esa situación degradante en la que se hallan tiene una solución, un camino de resurrección y un camino de luz, las atrae. Cuando piensan que Dios mismo quiso venir y sacrificarse para sacadas del estado en que están, las almas se elevan y agradecen a Dios, viendo en ello un camino de posible salvación y de resurrección.

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