El Episodio Leonés
(continuación)
No tardó en avisar al Presidente Municipal de lo que sucedía, y éste
envió una pareja de gendarmes a prender a Vargas, quienes le llevaron a la
cárcel. En vano Valencia, con algunos de sus compañeros, acudieron a la
autoridad, para pedirle diese libertad a Salvador, pues ningún Código Penal del
mundo consideraría un delito el hacer una súplica, para no asistir a una fiesta
y guardar luto. Y mientras se efectuaba esta diligencia, los esbirros gubernamentales
trataron de aprehender también a las señoritas católicas; pero el pueblo, que
tuvo noticia de lo que pasaba, se amotinó en las calles circunvecinas al teatro
amenazando airados al que se atreviera a poner la mano en una sola de ellas.
Las señoritas, para evitar un zafarrancho, por su propio pie y sin el carácter
de detenidas, se dirigieron a la Comisaría. Siguiólas el pueblo cada vez más
airado y al llegar a la Inspección de Policía, donde se encontraba el
Presidente Municipal, ya era un verdadero mar de cabezas y rostros enfurecidos
que gritaban:
— ¡Canallas! ¡En León no permitiremos que hagáis lo que estáis haciendo
en otras partes. . .! Y así se vio
obligada la autoridad a dar la orden a las señoritas que se fueran a sus casas;
pero retuvieron a Vargas.
— ¡No, no! —Continuaba el pueblo gritando — ¡queremos a Vargas también y
si no lo soltáis inmediatamente, nosotros lo sacaremos a la fuerza! Y como ya
se preparaba el asalto, los policías pusieron en la puerta a Salvador, que
consciente de la trascendencia y gravedad del momento, saludó al pueblo con un estentóreo
Viva Cristo Rey! coreado mil y mil veces en el colmo del entusiasmo por los
bravos leoneses.
Algo más o menos semejante, sucedía ya con frecuencia en muchas
ciudades y pueblos de la República. Las manifestaciones de los católicos,
pacíficas pero de protesta, eran disueltas como en la Capital misma por la
policía, usando gases lacrimógenos. La atmósfera se caldeaba más y más. Los
mismos diputados en el Congreso, por boca de uno de ellos, Gonzalo Santos,
declararon temerosos, que aquello del "ridículo boycot" como le
habían llamado, era cosa muy seria, y podría traer graves trastornos. Todo se
hubiera calmado si los gobernantes hubieran procedido a reformar los artículos
impíos de la Constitución... pero la consigna venida de más arriba no lo
permitía. Estaba decretada la descatolización de México... Y los católicos
mexicanos, es decir, la inmensa mayoría de la nación, estaban resueltos a no
consentirlo.
Pasaban los días... se reanudaban las protestas... se enviaban
memoriales a las Cámaras... y se agotaron todos los medios pacíficos, como ya he
dicho antes, y el Gobierno, en lugar de acceder a las justas peticiones de todo
un pueblo, multiplicaba las vejaciones de toda especie a los católicos. Urgido
al fin el Comité Episcopal, por las preguntas que de todas partes dirigían los
fieles a sus Pastores, el lo. de noviembre de ese año de 1926 se vio precisado
a hacer unas declaraciones, que aqui extracto y que la Liga de Defensa, se
encargó de difundir por toda la Nación.
"La moral católica reprueba el llamado Derecho de Rebelión a la
autoridad legítima.
"Casos hay en que todos los teólogos católicos autorizan no la
Rebelión sino la defensa armada, contra una injusta agresión, después de
agotados todos los medios pacíficos.
"Si algún católico, seglar o eclesiástico, siguiendo la doctrina
citada, cree haber llegado el caso de la licitud de esa defensa, el Episcopado
Mexicano no se hace solidario de esa resolución práctica".
Desde el mes de agosto, ya en efecto centenares de católicos, juzgando llegado
el caso previsto por los teólogos habían dejado sus hogares y sus familias para
refugiarse- en las montañas y formar los núcleos del Ejército Libertador, repitiendo,
más con los hechos que con las palabras, aquella proclama de Judas Macabeo (I
Mac. cap. III, vs. 51 sgtes.) : Porque tu Santuario, Señor, está hollado y
profanado; tus sacerdotes en luto de humillación, y los gentiles se han reunido
contra nosotros para destruirnos...Mejor es morir combatiendo, que contemplar
las calamidades de nuestro pueblo y el Santuario.
Y algún núcleo cristero, ya merodeaba por las cercanías de León. Los
acejotaemeros de León estudiaron en su Círculo de Estudios las declaraciones
del Comité Episcopal del lo de noviembre de 1926, y como en todos los otros
grupos de la A.C.J.M., y de la Liga de Defensa, sacaron la conclusión, de que
los señores obispos sólo hacían, como debían hacerlo, declaración de la
doctrina de la Iglesia respecto al derecho de defensa legítima, de los
católicos seglares, sin que por su parte reprobaran su uso ni lo aconsejaran;
cosas que no podían hacer en esas circunstancias, como jefes espirituales de la
Iglesia y ministros del Dios de Paz. Valencia Gallardo y sus valientes
compañeros decidieron, pues, unirse a los cristeros levantados en armas. Para
evitar un mayor derramamiento de sangre mexicana; Valencia, Vargas, Gómez y
Carpió Ornelas, comenzaron a planear un rápido golpe de mano para adueñarse de
la ciudad de León, en la que, con la segura adhesión de casi todos los leoneses
y la ayuda del grupo cristero, que andaba por las cercanías, fácilmente podrían
sobreponerse a la escasa guarnición militar y destruir al grupito de
perseguidores, que fungían como autoridades en la ciudad. Así se evitaría
quizás un sangriento combate; y la posesión de la ciudad sería un fuerte descalabro para los
callistas, contra las fuerzas de los cuales podrían fortificarse y defenderla
sin grandes estragos.
Hay en el barrio del Coecillo una inmensa huerta llamada "La
Brisa" y ella fue la escogida como cuartel general y base de operaciones. Uno
de aquellos jóvenes, leales y candorosos, tenía alguna amistad con el que
fungía de Inspector de Policía, J. Natividad López, y creía conocerlo como
hombre bueno y digno, que sólo por las circunstancias de la vida, servía al Gobierno
de los perseguidores. Con toda tranquilidad, pues, lo llamó a su casa para
proponerle el plan y persuadirle que debía unirse a ellos. Natividad López
escuchó todo el plan, manifestó su aprobación, pidió se le diera el grado de
Coronel, y ofreció participar en el golpe de mano con cuarenta rurales armados.
¡Villano! Nicolás Navarro, el joven curtidor, había sido años antes padrino de
matrimonio de Domitilo Torres, que era Comisario de Policía del barrio del
Coecillo, y Navarro, también con toda franqueza y confianza, le pidió se uniera
a los conjurados, y aquél fingiendo un gran entusiasmo, aceptó unirse juntamente
con sus subordinados de la Comisaría. Pusieron se también en comunicación con
el grupo cristero que andaba por los cerros, poco numeroso pero valiente y
decidido, y éstos se comprometieron a presentarse en la mañana del 3 de enero,
en son de ataque, al grito de Viva Cristo Rey, para que inmediatamente los
secundaran los del interior que se habrían reunido en La Brisa la noche del
domingo 2, preparados ya para dar el golpe. Pero el día primero de aquel año de
1927 tomó posesión de la Junta de Administración Civil de León, Ramón Velarde,
antiguo cacique de la ciudad de Salamanca, degenerado y criminal que tenía en
su haber de perversidad, nada menos que el asesinato de un hermano suyo y que
ya se había distinguido por su ferocidad en contra de los católicos. El
Comisario Torres y el Inspector López, en cuyas almas viles germinaba la
traición, se pusieron al habla y prefiriendo su tranquilidad, y acaso un premio
temporal por su cobarde hazaña, decidieron, en vez de cumplir aquello a que se
comprometieran bajo su palabra de honor, denunciar a Velarde todo el plan y los
nombres de los conspiradores. Este hombre, en el colmo del gozo, porque se le presentaba
la ocasión en el primer día de su jefatura de hacer méritos ante los
perseguidores callistas, convocó a varios de esos politicastros de aldea, gente
ordinariamente de conciencia muy negra: Antonio Gálvez, José Rodríguez, Pascual
Urtaza Gutiérrez, un tal Carlín el Comisario Torres, el Inspector López y otros
dos desconocidos, y ya reunidos se constituyeron en una especie de "Comité
de Salud Pública" del todo semejante a los famosos de la Revolución
Francesa, cuyas normas seguían casi al pie de la letra.
Mientras tanto, Valencia y sus compañeros, habían pasado el sábado en oración
y penitencia para prepararse a la lucha por Cristo, y todos comulgaron el
domingo por la mañana. Fueron luego a sus casas a despedirse de los suyos. Ni
que decirse tiene, que hubo entonces en el seno de aquellas familias
cristianas, pero llenas de dolorosos presentimientos, escenas verdaderamente desgarradoras.
La esposa de Navarro trató de detenerlo; llorando y mostrándole a su hijito de
un año de edad, le dijo: — ¿No te duele dejarnos a mí y a tu hijo? —No— le
respondió profundamente emocionado—; no; primero debo luchar por la causa de
Dios, y si tuviera diez hijos a los diez los dejaría. Cuando sea grande dirás a
mi hijo: tu padre murió por defender su religión.
Ezequiel Gómez dijo a su madre: —Yo deseo morir, porque sé que el Señor
quiere mi sangre para salvar a mi Patria. Vargas, a uno que le preguntaba:
¿pero qué probabilidades tienen ustedes del triunfo? respondió sereno:
"Nosotros no veremos el triunfo; nosotros moriremos. Pero México necesita
mucha sangre de mártires para su purificación. Le aseguro que el triunfo
llegará, Cristo recibirá el homenaje que le es debido. Tan cierto es esto como
que estoy ahora aquí vivo y mañana estaré muerto".
Valencia depositó un ardiente beso en la frente de Doña Martinita, y madre
e hijo, sin palabras, se despidieron hasta la eternidad. En medio de las
sombras de la noche de aquel domingo, por las oscuras callejas de León, alguien
hubiera podido ver desfilar, con algunos intervalos, a varios hombres, que
recatándose en las sombras se dirigían separadamente a un mismo rumbo de la
ciudad. Unos, los jefes, iban a "La Brisa", en donde esperarían la
llegada de los cuarenta rurales prometidos por el Inspector López; otros, el
grueso de los conjurados, un poco más lejos, en un extenso campo cerca del río
Turbio, en donde se unirían inmediatamente a los cristeros, que ya bajaban
silenciosos y resueltos de los cerros cercanos, para el ataque de la ciudad.
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