MIERCOLES DE LAS TÉMPORAS DE PENTECOSTES
Estación
de Santa Maria Mayor
I
Clase – Paramentos Rojos
I
Lectura – Hechos II, 14-21
Epístola
– Hechos V, 12-16
Evangelio
– San Juan VI, 44-52
Vimos ayer con cuánta
fidelidad ha sabido cumplir el Espíritu Santo la misión de formar, proteger y
conservar a la Esposa del Emmanuel. Esta recomendación de un Dios ha sido
cumplida con todo el poder de un Dios; y es el espectáculo más bello, más
deslumbrador que presentan los anales de la humanidad desde hace diez y nueve
siglos. La conservación de esta sociedad moral, siempre la misma en todos los
tiempos y en todos los lugares, que ha promulgado un símbolo preciso y
obligatorio para todos sus miembros y ha mantenido por sus decretos la más
estrecha y compacta unidad de creencia entre todos sus fieles es, juntamente
con la maravillosa propagación del cristianismo, el hecho cumbre de la historia.
Estos dos hechos son, pues, no el efecto de una providencia ordinaria, como lo
han pretendido ciertos filósofos modernos, sino milagros de primer orden
obrados directamente por el Espíritu Santo y destinados a servir de base a nuestra
fe en la verdad del cristianismo. El Espíritu Santo, que no debía revestir
forma sensible en el ejercicio de su misión, ha hecho visible su presencia a
nuestra inteligencia, y por este medio ha hecho lo bastante para demostrar su
acción personal en la obra de la salvación de los hombres.
HACE A LA IGLESIA VISIBLE EN TODAS PARTES. — Sigamos esta acción divina en las relaciones de
la Iglesia con la raza humana. El Emmanuel quiso que sea la Madre de los
hombres y que todos aquellos que él distingue con el honor de ser
sus propios miembros reconozcan que es ella quien los engendra para este
glorioso destino. El Espíritu Santo debía, pues, formar la Esposa de
Jesús con el brillo necesario para que fuera distinguida y conocida
sobre la tierra, dejando plena libertad a los hombres para ignorarla y
rechazarla. Convenía que esta Iglesia abrazase en su duración a
todos los siglos, que recorriese la tierra de un modo patente, de manera
que su nombre y su noble misión pudieran ser conocidos por todos
los pueblos; en una palabra, debia ser Católica, es decir, universal,
posesora, a la vez, de la catolicidad de los tiempos y de los lugares.
Tal es, en efecto, la existencia que el Espíritu Santo la ha creado
en la tierra. La promulgó en Jerusalén el día de Pentecostés ante los
ojos de los judíos venidos de regiones tan diversas y que pronto
partieron para llevar la nueva a los países que habitaban. Lanza luego sus Apóstoles y
discípulos al mundo, y sabemos por autores contemporáneos que, apenas
había pasado un siglo, cuando ya la tierra entera estaba sembrada de
cristianos. Desde entonces, cada año ha contribuido al desarrollo
visible de la Santa Iglesia. Si el Espíritu Santo, en los designios de
su justicia, ha creído conveniente dejarla enfriarse en el seno
de una nación indigna de ella, la ha transferido a otra donde
encontraría hijos más sumisos. Si algunas veces se han cerrado a su paso
regiones enteras ha sido porque en época anterior se presentó y fué
rechazada, o porque todavía no había llegado el momento oportuno para
su establecimiento. La historia de la propagación de la Iglesia ofrece a
nuestra vista este conjunto maravilloso de vida perpetua y de
emigración. Los tiempos y los lugares le pertenecen; donde no
reina, se halla presente por sus miembros, y esta prerrogativa de la
catolicidad que le ha valido su nombre es una de las obras maestras
del Espíritu Santo,
LA DIRIGE INTERIORMENTE. — Pero su acción no se
limita a sólo eso para cumplir la misión que le ha confiado el Emmanuel
respecto a su Esposa y debemos penetrar aquí la profundidad del misterio del
Espíritu Santo dentro de la Iglesia. Después de haber hecho constar su
influencia exterior para su conservación y extensión, nos falta apreciar la
dirección interior que recibe de él, y que produce su unidad, su infalibilidad y
su santidad, cualidades que, juntamente con su catolicidad, forman las señales peculiares
de la Esposa de Cristo.
ES EL ALMA DE LA IGLESIA. — La
unión del Espíritu Santo con la humanidad de Jesús es una de las bases
fundamentales del misterio de la Encarnación. Nuestro divino Mediador es
llamado Cristo, porque ha recibido la unción y esta unción es el efecto de la
unión de su humanidad con el Espíritu Santo. Esta unión es indisoluble; el
Verbo permanecerá eternamente unido a su humanidad y eternamente también el
Espíritu Santo imprimirá sobre esta humanidad el sello de la unción que hace
Cristo. Se sigue de aquí que, siendo la Iglesia el cuerpo de Jesucristo, debe
tomar parte en la unión que existe entre su divino Jefe y el Espíritu Santo. El
cristiano recibe en el bautismo la unción divina del Espíritu Santo que habita
en adelante en él, como prenda de eterna herencia Pero existe la diferencia de
que él puede perder por el pecado esta unión, que es para él el principio de la
vida sobrenatural, mientras que ella no puede faltar nunca al cuerpo de la
Iglesia. El Espíritu Santo se incorpora a la Iglesia para siempre; es el
principio que la da vida, su eje y motor y el principio que la ayuda a resistir
a todas las crisis a que por permisión divina, se ve expuesta durante el
trayecto de esta vida militante. San Agustín expone maravillosamente esta doctrina
con su sermón 257 para la fiesta de Pentecostés. "El soplo que da la vida
al hombre, nos dice, se llama alma, y podéis observar el papel de esta alma con
relación al cuerpo. Ella da la vida a los miembros: ve por el ojo, oye por el
oído, siente por el olfato, habla con la lengua, obra por la mano, anda con los
pies. Presente en cada miembro, da vida a todos y la función particular a cada
uno. No es el ojo quien oye, ni ve el oído, ni la lengua, del mismo modo que no
son ni el ojo ni el oído los que hablan; con todo, el oído vive, y vive la
lengua; las funciones de los sentidos son, pues, varias, pero todos participan
de una misma vida común. Así sucede en la Iglesia de Dios. En tal santo obra milagros,
en otro enseña la verdad, en éste practica la virginidad, en aquél guarda la
castidad conyugal; en una palabra, los diversos miembros de la Iglesia tienen
asignados funciones varias, pero todos beben la vida de una misma fuente. Así,
pues, lo que es el alma para el cuerpo humano, es el Espíritu Santo para el
cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. El Espíritu Santo obra en la Iglesia lo
que el alma obra en los miembros de un mismo cuerpo." He aquí, pues,
explicada esta noción, con cuya ayuda nos daremos cuenta de la existencia y
operaciones de la Iglesia. La Iglesia es el cuerpo de Cristo y en ella el
Espíritu Santo es principio de vida. El la mima, la conserva, obra en ella y
por ella. Es su alma, no sólo en el sentido estricto, en el que hemos hablado
más arriba, del alma de la Iglesia, es decir, de su ser interior, que es, por
lo demás, en ella producto de la acción del Espíritu Santo, sino que es su
alma, de suerte que toda su vida interior y exterior y todas sus operaciones proceden
de él. La Iglesia es imperecedera, porque el amor que ha movido al Espíritu
Santo a elegirla por morada durará para siempre; tal es la razón de esta perpetuidad,
que es el fenómeno más sorprendente de este mundo.
CONSERVA SU UNIDAD. — Nos falta considerar esta
maravilla, que consiste en la conservación de la unidad en el seno de esta
sociedad. El Esposo, en los Cantares, llama a la Iglesia "su única", No
desea otras esposas; el Espíritu Santo ha vigilado solícitamente por el
cumplimiento del deseo del Emmanuel. Sigamos el ejemplo de su solicitud para
obtener resultados semejantes. ¿Es posible que una sociedad pueda humanamente pasar
diez y nueve siglos sin cambiar, sin modificarse mil veces, aun suponiendo que
bajo un nombre u otro haya podido resistir una etapa tan larga? Pensad que esta
sociedad, durante un espacio de tiempo tan largo, no ha podido dejar de ver
agitarse en su seno, bajo mil formas distintas, las pasiones humanas que muchas
veces lo arrollan todo; que ha estado siempre compuesta de razas distintas, en
su complexión, lenguaje y costumbres, ya alejadas unas de otras hasta el punto
de no conocerse apenas, ya vecinas, pero divididas por intereses y antipatías nacionales;
que revoluciones políticas sin número han modificado, trastornado incluso, la existencia
de los pueblos; y con todo eso, en todas las partes donde han existido y
existirán católicos, la unidad quedará como distintivo de este cuerpo inmenso y
de los miembros que lo componen. Una misma fe, un mismo símbolo, una misma sumisión
al mismo jefe visible, un mismo culto en cuanto a los puntos esenciales, una misma
manera de zanjar las cuestiones por la tradición y la autoridad.' En todos los
siglos han surgido nuevas sectas al grito de: "soy la verdadera Iglesia",
y ni una sola ha podido subsistir fuera de las circunstancias que la había producido.
Los arríanos con su poder político, los nestorianos, eutiquianos, monotelitas
con sus interminables sutilezas, ¿dónde están? ¿Hay algo más impotente y
estéril que el cisma griego que avasalló ya al sultán, ya al moscovita? ¿Qué es
lo que queda del jansenismo, agotado por sus vanos esfuerzos por mantenerse en
la Iglesia, a pesar de la Iglesia? Y en cuanto al protestantismo, que parte de
un principio de negación, ¿no se le ha visto desde el principio de su
nacimiento dividido en varias sectas, sin que haya podido formar nunca una
misma sociedad religiosa? ¿Y no le vemos en el día de hoy en una situación
desesperada, incapaz de mantener los dogmas que había aceptado en sus
principios como fundamentales: la inspiración de las Sagradas Escrituras y la
divinidad de Jesucristo? Ante tantas ruinas amontonadas, ¡qué bella y radiante
aparece nuestra Madre la Santa Iglesia Católica, aureolada con los rayos de su
unidad, la Esposa única del Emmanuel! Los millones de hombres que la han
compuesto y la componen todavía hoy, ¿pertenecerán a otra naturaleza distinta
de la de aquellos que ingresaron en las diversas sectas que ella vió nacer y
morir? Ortodoxos o heterodoxos, ¿no somos todos miembros de la misma familia
humana, esclavos de las mismas pasiones y sujetos a los mismos errores? ¿De
dónde viene a los hijos de la Iglesia Católica esta solidez que triunfa del
tiempo, en la que no influye la distinción de razas, que sobrevive a esas
crisis y cambios que no pueden evitar ni la fuerte constitución de los estados ni
la resistencia secular de las nacionalidades? Es necesario convenir que hay en
ella un elemento divino que la hace resistente y mantiene firme. El Espíritu
Santo, alma de la Iglesia, influye en todos sus miembros y, como es único, produce
la unidad en todo el conjunto que anima. No pudiendo ser contrario a sí mismo,
nada existe por él sino mediante una entera conformidad con lo- que él es. He
ahí la clave del secreto.
UNIDAD EN LA OBEDIENCIA. —
Mañana hablaremos de lo que hace el Espíritu Santo para el mantenimiento de la
fe una e invariable en todo el cuerpo de la Iglesia; ciñámonos hoy a considerarlo
como principio de unión exterior por la subordinación voluntaria a un mismo centro
de unidad. Dijo Jesús: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia"; Pedro debía morir. La promesa no se refería sólo a su persona,
sino a todo la legión de sucesores que habían de sucederle hasta el fin de los
tiempos. ¡Qué maravillosa y enérgica es la acción del Espíritu Santo, que va
produciendo, año tras año, esta dinastía de príncipes espirituales, en la que
S. S. Pío XII ocupa el número 263, y que continuará hasta el último día del
mundo! Ninguna violencia se hará a la libertad del hombre; el Espíritu Santo
permitirá que intente aquel lo que quiera; pero El continuará ejerciendo su misión.
Aunque un Decio cause con sus violencias una vacante de cuatro años en la silla
de Roma, aunque se levanten antipapas, sostenidos unos por el pueblo y otros
por la política del Príncipe, aunque un prolongado cisma haga dudosa la
legitimidad de los Pontífices, el Espíritu Santo permitirá que transcurra la
prueba, fortificará mientras ésta dure la fe de sus fieles; mas, por fin,
llegado el momento, dará a conocer a su elegido y toda la Iglesia le recibirá
con aclamaciones de alegría. Para comprender lo admirable de esta acción sobrenatural,
no basta con reconocer los resultados exteriores que produce en la historia; hay
que proseguir su estudio en lo que tiene de más íntimo y misterioso. La unidad
de la Iglesia no es semejante a la unidad impuesta por los conquistadores en los
países sometidos a su yugo, donde se pagan los tributos a la fuerza. Los
miembros de la Iglesia guardan la unidad en la fe y en la sumisión, porque
aceptan con amor el yugo impuesto a su libertad y a su razón. ¿Pero quién
cautiva así al orgullo humano bajo una tal obediencia? ¿Quién logra hacer
encontrar la alegría y contento hollando toda pretensión personal? ¿Quién
predispone al hombre a poner toda su seguridad y felicidad en dejar de existir
como individuo en esta unidad absoluta y esto en cuestiones en que el capricho humano
ha gustado tener rienda suelta en todos los tiempos? ¿No es el Espíritu divino
quien obra este milagro múltiple y constante, quien anima y armoniza este vasto
conjunto y quien, sin violencia, guarda unidos en un mismo concierto los
millones de corazones y de espíritus que forman la Esposa "única" del
Hijo de Dios? En los días de su vida mortal, Jesús pide para nosotros la unidad
al Padre celestial. "Que sean uno como lo somos nosotros'", dijo. El
la prepara, llamándonos a ser sus miembros; más para obrar esta unión, envía a
los hombres su Espíritu, este Espíritu que es el lazo eterno de unión entre el
Padre y el Hijo y que se digna descender hasta nosotros, para realizar esta unión
inefable que tiene su ejemplar en el mismo Dios. Gracias, pues, te sean dadas,
Espíritu divino, que, habitando en la Iglesia de Jesús, nos inclinas misericordiosamente
hacia la unidad, que nos la haces amar y nos dispones a sufrirlo todo antes que
romperla. Fortifícala en nosotros y no permitas que ni el más ligero asomo de
insumisión la altere jamás. Eres el alma de la Iglesia, gobiérnanos como
miembros siempre dóciles a tus inspiraciones; pues estamos seguros de que no
podremos llegar a Jesús, que te ha enviado, sino pertenecemos a la Iglesia, su Esposa
y nuestra Madre, a esta Iglesia que El rescató con su sangre y que se te confió
para formarla y regirla. El sábado próximo tendrá lugar en toda la Iglesia la
ordenación de sacerdotes y ministros sagrados; el Espíritu Santo, que ejerce
una de sus más principales obras por el sacramento del Orden, descenderá a las
almas presentadas e imprimirá en ellas, por mano del Pontífice, el sello del
Sacerdocio, o Diaconado. Ante acto tan transcendental, la Santa Iglesia
prescribe desde hoy a sus fieles el ayuno y la abstinencia, para obtener de la
misericordia divina que la efusión de gracia tan grande sea beneficiosa para
los que la reciben y ventajosa para la sociedad cristiana.
La Estación se celebra en
Roma en la basílica de Santa María la Mayor. Convenía que uno de los días de
esta octava viera reunidos a los fieles bajo los auspicios de la Madre de Dios,
cuya participación en el misterio de Pentecostés ha sido tan gloriosa y
favorable para la Iglesia naciente.
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