Carta Pastoral n° 23
CARTA A TODOS LOS MIEMBROS
DE LA CONGREGACIÓN DEL
ESPÍRITU SANTO
SOBRE EL USO DE LA SOTANA
Mis queridos hermanos:
Las medidas adoptadas por algunos obispos de
diferentes países respecto de la vestimenta eclesiástica merecen nuestra
reflexión, puesto que entrañan consecuencias que no pueden dejarnos indiferentes.
El uso de la sotana o del clergyman en sí solo tiene sentido en la
medida en que marca una distinción con el traje civil. En primer lugar, no se
trata de una cuestión de decencia. A lo sumo, el chaleco cerrado del clergyman manifiesta cierta austeridad y
discreción, y con mayor razón la sotana.
Por tanto, se trata más bien de un modo de
distinguir al clérigo o al religioso por su vestimenta. Es evidente que esta
distinción se orienta en el sentido de la modestia, la discreción, la pobreza y
no en el sentido contrario. Es obvio que la particularidad de la vestimenta
debe suscitar el respeto, y hacer recordar el desprendimiento de las vanidades
del mundo. Conviene insistir sobre todo
en la primera condición, que es la individualización del clérigo, del sacerdote
o religioso a igual título que el militar, el agente de policía o de tránsito.
Esta idea se manifiesta en todas las religiones. El jefe religioso es
fácilmente reconocible por su vestimenta, y, a menudo, por sus acompañantes.
Los fieles otorgan importancia a estas señales distintivas. Se distingue
prontamente a un jefe musulmán. Las señales distintivas son múltiples: los
trajes finos, los anillos, los collares, el séquito, muestran que se trata de
una persona particularmente importante y respetada. Así ocurre en la religión
budista y en todo el Oriente cristiano, católico o no. El sentimiento muy legítimo del pueblo fiel
es, sobre todo, el respeto por lo sagrado, y, además, el deseo de recibir las
bendiciones celestiales por medio de sus ministros en toda ocasión legítima.
De hecho, el clergyman
parecía ser hasta hoy la vestimenta que distinguía a una persona consagrada
a Dios, pero con el mínimo de signos aparentes, sobre todo en los países en que
la chaqueta corresponde exactamente a la de los laicos. En algunos países, como
en Portugal, y hasta hace poco tiempo en Alemania, la chaqueta era larga y
bajaba hasta las rodillas. Los sacerdotes acostumbrados en esos países a
usar el clergyman, lo consideraban un
traje de vestir y no de entrecasa. Por otra parte, ese traje de salir se ha
hecho a menudo obligatorio por leyes del Estado en contra del catolicismo
romano, lo que explica el deseo de volver a vestir sotana dentro de los locales
eclesiásticos, presbiterios e iglesias. Así pues, el espíritu con que se usa el
clergyman en esos países dista mucho
del espíritu que se advierte en algunos sacerdotes con respecto al traje
eclesiástico. Para situarnos
adecuadamente en el espíritu de la medida tomada es preciso leer los
considerandos de los obispos. En efecto,
ante el hecho del uso del traje civil sin ninguna otra distinción del estado
clerical y con el fin de poder prohibirlo más efectivamente, autorizaron el uso
del clergyman sin fomentarlo y, con mayor razón sin ninguna
obligación.
Ahora bien, resulta evidente que, a partir de
estas prescripciones, el uso del traje civil ha aumentado enormemente en todas
partes, aun allí donde no se usaba. Prácticamente, la medida tomada en muchas
diócesis ha dado ocasión de eliminar toda señal distintiva del estado clerical.
Las prescripciones se han visto totalmente superadas. Ya no se trata de usar la
sotana en el presbiterio, ni siquiera la sotanilla en la parroquia. Es, pues,
importante que nos formulemos la pregunta siguiente: ¿es deseable, si o no, que
el sacerdote se distinga, sea reconocido entre los fieles y seglares o, al
contrario, es deseable -con miras a la eficacia del apostolado actual- que el
sacerdote ya no se distinga de los laicos? A esta pregunta responderemos con la
concepción del sacerdote según Nuestro Señor y los Apóstoles, considerando los
motivos que nos da el Evangelio para saber si todavía tienen validez hoy.
En S. Juan XV, 19, en particular: “Si de
mundo fuissetis, mundus quod suum erat diligeret, quia vero DE MUNDO NON ESTIS,
sed ego ELEGI VOS DE MUNDO, propterea odit vos mundus... Si fueseis
del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino
que yo os escogí del mundo, por esto el mundo os aborrece”; 21: “Nesciunt
eum qui misit me... porque no conocen al que me ha enviado”; 27: “et vos
testimonium perhibebitis, quia ab initio mecum estis... y vosotros daréis
también testimonio, porque desde el principio estáis conmigo”. En San Pablo a los Hebreos V, 1: “Omnis
namque pontifex ex hominibus ASSUMPTUS pro hominibus constituitur in iis
quæ sunt ad Deum... Pues todo pontífice tomado de entre los hombres, en
favor de los hombres es instituido para las cosas que miran a Dios...” Resulta
evidente que el sacerdote es un hombre elegido y distinguido entre los demás.
San Pablo dice a propósito de Nuestro Señor (Hebreos VII, 26) que es “segregatus
a peccatoribus”, “apartado de los pecadores”. Así debe ser el sacerdote,
que ha sido objeto de una elección particular por parte de Dios. Habría que añadir a esta primera consideración
la del testimonio de Dios Nuestro Señor, que debe rendir el sacerdote frente al
mundo. “Et eritis mihi testies... Y seréis mis testigos...” (Hechos I,
8). Nuestro Señor repite a menudo el concepto del testimonio. Así como El da
testimonio de Su Padre, nosotros debemos dar testimonio de El Este testimonio
debe ser visto y entendido sin dificultad por nosotros: “...ni se enciende una
lámpara y se la pone bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre
a cuantos hay en la casa” (Mt. V, 15). La
sotana del sacerdote procura esos dos fines de una manera clara e inequívoca:
el sacerdote está en el mundo sin ser del mundo, aunque viva en el mundo se
distingue de él y está también protegido contra el mal. “No pido que los tomes
del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo, como no
soy del mundo Yo” (Jn. XVII, 15-16). El testimonio de la palabra, que, sin
duda, hace más a la esencia del sacerdote que el testimonio de la vestimenta,
se ve facilitado, sin embargo, por la manifestación clarísima del sacerdocio
que constituye el uso de la sotana. El clergyman,
aunque insuficiente, ya es más equívoco. No señala claramente el sacerdocio
católico. En cuanto al traje civil, suprime toda distinción y hace mucho más
difícil el testimonio, menos eficaz la defensa contra el mal. La eliminación de
todo testimonio por el traje aparece claramente como una falta de fe en el
sacerdocio, un desprecio del sentido religioso en el prójimo y, además, una
cobardía, una falta de valor en las propias convicciones.
Una falta de fe en el sacerdocio.
Desde hace casi un siglo, los Papas no cesan de
lamentar la secularización progresiva de las sociedades. El modernismo, el
sillonismo, han difundido errores sobre los deberes de las sociedades civiles para con Dios y
para con la Iglesia. La separación de la Iglesia y el Estado aceptada y
estimada a veces como la mejor forma, ha hecho penetrar poco a poco el ateísmo
en todos los dominios de la actividad del Estado y particularmente en las escuelas.
Esta influencia deletérea continúa y podemos comprobar que gran número de
católicos y aun de sacerdotes ya no tienen una idea exacta del lugar de la
religión y sus actividades. El laicismo ha invadido todo, hasta nuestras
escuelas libres y nuestros seminarios menores. La práctica religiosa disminuye
en la sociedad civil y en todas esas instituciones y en ellas se comulga cada
vez menos. El sacerdote que vive en una sociedad de ese género tiene cada vez
más la impresión de ser ajeno a esa sociedad, y, después, de constituir una
molestia, de ser testigo de un pasado perimido y definitivamente terminado. Su
presencia es apenas tolerada. Esa es, al menos, la impresión que suelen tener
los sacerdotes jóvenes. De ahí el deseo de enrolarse en el mundo secularizado,
descristianizado, deseo que se traduce hoy por el abandono de la sotana. Estos
sacerdotes ya no tienen noción exacta del lugar que el sacerdocio ocupa en el
mundo y frente al mundo. Han viajado poco y juzgan tales cosas
superficialmente. Si hubieran permanecido algún tiempo en países menos ateos,
se hubieran edificado al comprobar que la fe en el sacerdocio es todavía,
gracias a Dios, muy viva en la mayoría de los países del mundo.
Un desprecio del sentido religioso del prójimo.
El laicismo, digamos el ateísmo oficial, ha
suprimido de un solo golpe, muchas relaciones sociales, los temas de
conversación sobre la religión. La religión se ha vuelto algo muy personal, y
un falso respeto humano la ha relegado al plano de asunto personal, cuestión de
consciencia. Existe, pues, en todo el medio humano así secularizado, una falsa
vergüenza cuyo resultado es eludir ese tema de conversación. Por eso se supone,
gratuitamente, que aquellos con los que sostenemos relaciones de negocios o
fortuitas son arreligiosos. Por desgracia, es verdad que muchas personas en
algunos países ignoran todo lo referente a la religión, pero por otra parte, es
un error pensar que esas personas ya no tienen ningún sentimiento religioso y,
sobre todo, es un error creer que todos los países del mundo se asemejan en ese
aspecto. Aquí también los viajes nos enseñan muchas cosas y nos muestran que,
en general, los hombres están todavía, gracias a Dios, muy preocupados por la
cuestión religiosa. No se conoce bien el alma humana si se la cree indiferente
a las cosas del espíritu y al deseo de las cosas celestiales. Es todo lo
contrario. Estos principios son esenciales en el ejercicio cotidiano del
apostolado.
Es una cobardía. Ante el laicismo y el ateísmo, la actitud de
conformidad total es una capitulación que elimina los últimos obstáculos a su
difusión. El sacerdote, por su sotana y por su fe, es una
prédica viva. La ausencia aparente de todo sacerdote, sobre todo en una gran
ciudad, es un grave retroceso en la predicación del evangelio. Es la
continuación de la obra nefasta de la revolución que saqueó las iglesias, que
promulgó las leyes de separación, que expulsó a religiosos y religiosas, que
secularizó las escuelas. Es renegar del espíritu del Evangelio que predijo las
dificultades provenientes del mundo que tendrían que soportar el sacerdote y
los discípulos de Nuestro Señor. Esas tres comprobaciones, que tienen
gravísimas consecuencias en el alma del sacerdote que se seculariza, arrastran
las almas de los fieles hacia una rápida secularización. El sacerdote es la sal
de la tierra. “Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se
desvirtúa... Para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los
hombres” (Mt. V, 13). Por desgracia, ¿no es eso lo que acecha en todo momento a
esos sacerdotes que ya no
quieren aparecer como
tales? El mundo no los amará sino que los despreciará. Los fieles se sentirán
dolorosamente afectados por no saber ya a quién acudir. La sotana era una
garantía de la autenticidad del sacerdocio católico.
No se trata, pues, en el caso presente -dado el
contexto histórico, las circunstancias, los motivos, las intenciones-, de una
cuestión mínima, de un asunto de moda eclesiástica, que sólo tendría una
importancia muy secundaria. Se trata del papel mismo del sacerdote como tal, en
el mundo y frente al mundo. Y sin duda así lo consideran los sacerdotes y los
religiosos que usan el traje civil a pesar de las prohibiciones episcopales.
Por eso la medida que autoriza el clergyman
no ha tenido ningún efecto restrictivo con respecto al uso del traje civil sino
que, muy al contrario, ha tenido la virtud de convertirse en estímulo para
usarlo.
Ya no se trata de saber si el sacerdote
conservará la sotana, o si usará clergyman
afuera y la sotana en la iglesia y en el presbiterio; se trata de saber si
el sacerdote conservará o no un traje eclesiástico. En cuanto a nosotros, en
esta situación hemos optado por conservar la vestimenta eclesiástica, o sea, la
sotana en las provincias que hasta ahora la han usado, y el clergyman para las provincias donde se
usa, conservando la sotana para las comunidades y en la iglesia. Decimos: “en
esta situación”, pues es obvio que si se dictaran nuevas medidas con respecto a
la vestimenta eclesiástica en salvaguardia de los dos principios antes
enunciados, a saber, la señal exterior del sacerdote y el testimonio
evangélico, y ello de una manera digna y discreta pero manifiesta, no
vacilaríamos en adoptarlas.
Queridos Hermanos, que estas consideraciones nos
hagan adherir con toda el alma a nuestro sacerdocio y a nuestra misión en este
mundo. Que podamos decir con Nuestro Señor al final de nuestra vida: “Padre, he
manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado... Yo te he
glorificado sobre la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste
realizar” (Jn. XVII, 6-4).
París,
en la fiesta de Nuestra
Señora de Lourdes,
11 de febrero de 1963.
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