SERMÓN SOBRE
LA PENITENCIA
(segunda parte)
II
Decimos
que, necesariamente, después del pecado es preciso hacer penitencia en este
mundo, o bien ir a hacerla en la otra vida. Al establecer la Iglesia los días
de ayuno y abstinencia, lo hizo para recordarnos que, pecadores como somos,
debemos hacer penitencia, si queremos que Dios nos perdone; y aun más, podemos
decir que el ayuno y la penitencia empezaron con el mundo. Mirad a Adán; ved a
Moisés que ayunó cuarenta días. Ved también a Jesucristo, que era la misma
santidad, retirarse por espacio de cuarenta días en un desierto sin comer ni
beber, para manifestarnos hasta qué punto nuestra vida debe ser una vida de
lágrimas, de mortificación y de penitencia. ¡Desde el momento en que un
cristiano abandona las lágrimas, el dolor de sus pecados y la mortificación,
podemos decir que de él ha desaparecido la religión! Para conservar en nosotros
la fe, es preciso que estemos siempre ocupados en combatir nuestras
inclinaciones y en llorar nuestras miserias.
Voy
a referir un ejemplo que os mostrará cuánta sea la cautela que hemos de poner
en no dar a nuestros apetitos cuanta ellos nos piden. Leemos en la historia que
había un marido cuya mujer era muy virtuosa, y tenían ambos un hijo cuya conducta
en nada desmerecía de la de su madre. Madre e hijo hacían consistir su
felicidad en entregarse a la oración y frecuentar los Sacramentos. Durante el
santo día del domingo, después de los divinos oficios, empleábamos enteramente
en hacer el bien: visitaban
a los enfermos y les proporcionaban los socorros que sus posibilidades les
permitían. Mientras se hallaban en casa, pasaban el tiempo dedicados a piadosas
lecturas, a propósito para animarlos en el servicio de Dios. Alimentaban su
espíritu con la gracia de Dios, y esto era para ellos toda su felicidad. Mas,
como el padre era un impío y un libertino, no cesaba de vituperar aquel
comportamiento y de burlarse de ellos, diciéndoles que aquel género de vida le
desagradaba en gran manera y que tal modo de vivir era sólo propio de gente
ignorante; al mismo tiempo procuraba poner a su alcance los libros más infames
y más adecuados para desviarlos del camino de la virtud que tan felices
seguían.
La
pobre madre lloraba al oír aquella manera de hablar, y el hijo, por su parte,
no dejaba tampoco de lamentarlo grandemente. Mas, tanto duraron las asechanzas,
que, hallando repetidamente aquellos libros ante sus ojos, tuvieron la
desgraciada curiosidad de mirar lo que ellos contenían; ¡ay! sin darse cuenta
aficionáronse a aquellas lecturas llenas de torpezas contra la religión y las
buenas costumbres. ¡Ay! sus pobres corazones, en otros tiempos tan llenos de
Dios, pronto se inclinaron hacia el mal; su manera de vivir cambió
radicalmente; abandonaron todas sus prácticas; ya no se habló más de ayunos, ni
penitencias, ni confesión, ni comunión, hasta el punto de abandonar totalmente
sus deberes de cristianos. Al ver aquel cambio quedó el marido muy satisfecho,
por considerarlos así inclinados a su parte. Como la madre era joven aún, no
pensaba entonces más que engalanarse, en frecuentar los bailes, teatros y
cuantos lugares de placer estaban a su alcance. El hijo, por su parte, seguía
las huellas de su madre: convirtióse en seguida en un gran libertino, que
escandalizó a su país cuanto anteriormente lo había edificado. No pensaba más
que en placeres y desórdenes, de manera que madre e hijo gastaban enormemente;
no tardó mucho en vacilar su fortuna. El padre, viendo que empezaba a contraer
deudas, quiso saber si su caudal sería bastante para dejarlos continuar aquel
género de vida a que los indujera; mas hubo de quedar fuertemente sorprendido
al ver que los bienes ni tan sólo podían hacer frente a sus deudas. Entonces
apoderóse de él una especie de desesperación, y, un día de madrugada, levantóse
y, con toda sangre fría y hasta con premeditación, cargó tres pistolas, entró
en la habitación de su mujer, y levantóle la tapa de los sesos; pasó después al
cuarto de su hijo, y descargó contra él el segundo golpe; el tercero fue para
sí mismo. ¡Ay, padre desgraciado! si al menos hubiese dejado a aquella pobre
mujer y a ese pobre hijo en sus oraciones, sus lágrimas y sus penitencias,
ellos habrían merecido el cielo, mientras que tú los has arrojado al infierno
al precipitarte a ti mismo en aquellos abismos. Pues bien, ¿qué otra causa
señalaremos a tan gran desdicha, sino que dejaron de practicar nuestra santa
religión?
¿Qué
castigo puede compararse con el de un alma a la que Dios, en pena de sus
pecados, priva de la fe? Sí, para salvar nuestras almas, la penitencia nos es
tan necesaria, a fin de perseverar en la gracia de Dios, como la respiración
para vivir, para conservar la vida del cuerpo. Sí, persuadámonos de una vez,
que, si queremos que nuestra carne quede sometida al espíritu, a la razón, es
necesario mortificarla; si queremos que cuerpo no haga la guerra al alma, es
preciso mortificarlo en cada uno de sus sentidos: si queremos que nuestra alma
quede sometida a Dios, precisa mortificarla en todas sus potencias.
Leemos
en la Sagrada Escritura que, cuando el Señor mandó a Gedeón que fuese a pelear
contra los Madianitas, ordenóle hiciese retirar a todos los soldados tímidos y
cobardes. Fueron muchos miles los que retrocedieron. No obstante, aun quedaron
diez mil. Entonces el Señor dijo a Gedeón: Aun tienes demasiados soldados; pasa
otra revista, y observa todos los que para beber toman el agua con la mano para
llevarla a la boca, pero sin detenerse; éstos son los que habrás de llevar al
combate. De diez mil sólo quedaron trescientos (Iud. 7. 2-6). El Espíritu Santo
nos presenta este ejemplo para darnos a entender cuán pocas son las personas
que practican la mortificación, y por lo tanto, cuán pocas las que se salvarán.
Es cierto que no toda la mortificación se reduce a las privaciones en la comida
y en la bebida, aunque es muy necesario no conceder a nuestro cuerpo todo lo
que él nos pide, pues nos dice San Pablo: «Trato yo duramente a mi cuerpo, por
temor de que, después de haber predicado a los demás, no caigo yo mismo en reprobación»
(1 Cor. 9, 27). Pero también es muy cierto que aquel que ama los placeres, que
busca sus comodidades, que huye las ocasiones de sufrir, que se inquieta, que
murmura, que reprende y se impacienta porque la cosa mas insignificante no
marcha según su voluntad y deseo; el tal, de cristiano sólo tiene el nombre;
solamente sirve para deshonrar su religión, pues Jesucristo ha dicho: «Aquel
que quiera venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, lleve su cruz todos los
días de su vida, y sígame» ( Luc., 9. 23). Es indudable que nunca un
sensual poseerá aquellas virtudes que nos hacen agradables a Dios y nos
aseguran el cielo. Si queremos guardar la más bellas de todas las virtudes, que
es la castidad, hemos de saber que ella es una rosa que solamente florece entre
espinas; y, por consiguiente, sólo la hallaremos, como todas las demás
virtudes, en una persona mortificada. Leemos en la Sagrada Escritura que,
apareciéndose el ángel Gabriel al profeta Daniel, le dijo: «El Señor ha oído tu
oración, porque fue hecha en el ayuno y en la ceniza » (Dan., 3. 22); la ceniza
simboliza la humildad...
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