Introducción:
"Sin duda como
la gran epopeya cristera a dejado para México una pléyade de mártires que, con gran generosidad, la
ofrecieron en defensa de la Santa Iglesia Católica. El suelo mexicano se tiño de rojo,
las montañas
son mudos testigos que si hablaran, cuantas historias no nos contarían? Las
ciudades donde se desarrollo también
nos pueden dar una lección
de valentía
y bravura llenas de un gran espíritu
católico,
sus Iglesias, antiguas y hermosas, aun conservan los hoyos que las balas
dejaron cuando en su interior estaban su hijos defendiéndose de los
enemigos. Pero, por otro lado, ¿cuántas de ellas
perdieron su consagración
al verse visto ultrajadas y profanadas por los hombres sin Dios? Muchas de
ellas aun lloran su desventura, más
no por ello Nuestro Señor
las abandono sino como a esposas amadas las volvió a reconciliar para que de nuevo
quedaran habilitadas para el culto divino y para que el REY de reyes y Señor de señores volviera
a tomar su lugar del cual sus enemigos una vez le obligaron a abandonar. La siguiente
entrega de capítulos
sobre la guerra Cristera en México,
llegara a ustedes gracias un joven soldado cristero que surgió de A. C. J.
M (Asociación
Católica
de Jóvenes
Mexicanos) aquella obra magna fundada por otro Mártir hoy beato Anacleto Gonzales
Flores. El soldado cristero en cuestión, en vida llevo este nombre Luis
Rivero del Val, nombre que se encontraba escrito en sus manos ensangrentadas
cuando lo mataron a pesar de tener el famoso INDULTO que el gobierno les dio
después
de haber depuesto las armas en donde los vencedores terminaron vencidos por un
error gravísimo
de Pio XI quien en una encíclica
posterior (Iniquis Aflictisque) deploro su lamentable error, pero ya era tarde
60,000,00 cristeros murieron víctimas
de la más
cruenta, sangrienta y diabólica
persecución
que jamás
haya visto la historia la historia de México, quien esto escribe por la
gracia de Dios fue nieto de esos valientes soldados que escaparon a la
persecución.
R. P. Arturo Vargas Meza.
PROLOGO
ESTOY
CONVALECIENDO EN UN CAMPAMENTO perdido a tres mil metros de altura, entre rocas
y rala vegetación,
sin conciencia exacta de mí,
destrozado moral y físicamente.
En año
y medio he sido arrastrado de la vida despreocupada de estudiante, a las más inesperadas
aventuras y a indescriptibles sufrimientos. No sé si soy el mismo, O si mis recuerdos
sólo son fantasía que se
pierde en un pasado remoto. Con piedras de las que cubren la montaña me han
formado una choza de mínimas
proporciones, cubierta con ramas que me permiten ver el cielo. Las fiebres
intensas han cedido y con ellas se han ido las pesadillas que por largos días me
atormentaron. Me invade ahora una serenidad propia del que todo ha perdido y
cualquier bien, por pequeño
que sea, le representa una ganancia.
Recorro con
el pensamiento los acontecimientos transcurridos corno si no fuera
protagonista. Cavilo las horas lentas en el significado de los hechos y las
cosas, y me obsesiona la idea del juicio de Dios sobre nuestros actos.
Combatimos por Cristo, por sus derechos, ¡1M los nuestros. No me impele ninguna
pasión
o interés
bastardo. Inicié
la lucha como el resto de mi cristiana familia, como mis amigos, enarbolando la
bandera justa de la resistencia pasiva al despótico dominio de una minoría tiránica,
impuesta por las armas y el terror, Sufrimos los efectos de una verdadera
persecución
religiosa, estigmatizada y a fondo. Al culto católico y a la enseñanza religiosa
los han vuelto ilegales, aun en el seno mismo de la familia. Ahora es fácil apreciar,
después
de lo ocurrido, que la lucha pasiva enaltece al pueblo de México, pero no
es suficiente para torcer el decidido empeño de quienes desde el poder tratan de
descristianizar, para introducir el bolchevismo, cuya bandera han hecho suya. Sorteamos la dificultad de reunimos para
intentar la defensa por medios legales, porque la misma ley prohíbe
estrictamente, bajo graves penas, toda asociación con tal propósito;
nuestras organizaciones fueron proscritas y nosotros acusados de sedición. La lucha
debe ser sostenida como se pueda; respecto a su necesidad no cabe la duda. Las
misas y demás
actos religiosos prosiguen clandestinamente, y una bien organizada policía persigue
también
sin tregua esas reuniones y castiga con prisión la asistencia a ellas, y casos hay
en que celebrar costó
la vida al sacerdote sorprendido en el ejercicio de su ministerio. Todo esto trastorna el ritmo de vida apacible
de la familia mexicana y crea un estado de rebeldía, en una atmósfera de inquietud
e incertidumbre. Los actos hostiles hacia la abusiva autoridad fueron
aumentando a medida que la policía
agravaba con creciente brutalidad su inmisericorde persecución.
Nuestras
vidas y costumbres han cambiado en el ambiente de esta lucha, que ha entrado en
un período
de epopeya, no sólo
fruto del misticismo, sino resultado de la tiranía implacable de un régimen
arbitrario sobre una población
inerme, pero honrada y patriótica;
la conculcación
de nuestros derechos en todos los órdenes,
moral, cívico,
político
y religioso, lleva al pueblo a una actitud de resistencia impertérrita, que revisten
caracteres de un gran heroísmo
cristiano, por los sacrificios que le cuesta. La lucha le dio reciedumbre, el
ideal lo sublimó.
Ninguna abnegación
por grande que sea parece excesiva. Hasta
en regiones de la República
tenidas por poco fervientes se multiplican los actos heroicos y los gestos
suicidas del pueblo inerme ante el esbirro que derriba santos, para plantar en
su lugar la bandera roja de la revolución universal. Es de maravillarse que
este clímax
produzca hombres que ríen
al morir, pecadores que odian el pecado, un pueblo que mata por Cristo Rey.
Estos hombres actúan
bajo una lógica
muy suya, aprendida a través
de los infortunios y desengaños.
Aparentemente nada ha
cambiado, pero todo el país está en estado de rebeldía. No quedaba otra disyuntiva ante un enemigo
que no sabe de justicia, ni entiende de razones; así la decisión fue fácil de tomar y la tomó el pueblo. Cundió el movimiento armado ante la presencia de los
primeros mártires, como estalla la
llama en un rescoldo al arrojar en él un inflamable. Desde un principio la lucha fue
desigual, el enemigo poderoso, astuto, cruel; pero hemos aprendido a
neutralizar sus procedimientos, a agazaparnos, a trabajar en secreto y asestar
golpes. La bondad es nuestro ideal, pero la bondad impide a menudo la acción en luchas de este tipo. En el ardor de la
pelea confrontamos el hecho conturbador de que la verdad tiene un código moral bien definido. Los bolcheviques pueden mentir, la verdad no.
Los soviets pueden robar, los hijos de Cristo no. Los tiranos pueden apelar a
las pasiones rastreras del hombre, los católicos sólo pueden proclamar las virtudes. Ellos pueden
matar. A nosotros se nos ha enseñado a salvar aun a nuestros enemigos. Nada de lo
que pertenece al mundo favorece a la verdad ni a quien la guarda; ante esto,
sublimados por su misticismo, muchos prefirieron morir con los brazos en cruz
al grito de Viva Cristo Rey, que hacer frente al enemigo. Otros resistimos al
tirano y contestamos sus golpes para conservar la vida y nuestro modo de
vivirla. Luis Navarro Origel, general libertador de cuya rectitud soy testigo,
dijo al levantarse en armas “'Voy a matar por Cristo, a los que a Cristo matan”
y si nadie me sigue en esta empresa, voy a morir por Cristo, que harta falta
hace, para que de la sangre venga la redención". Voces autorizadas se levantaron
proclamando la licitud de defender, por el único medio que nos resta, nuestro derecho a
vivir conforme a los dictados de nuestras conciencias, y desconocieron
autoridad a quien nos priva de las más elementales libertades cívicas y religiosas. Nada nos obliga a los
ciudadanos católicos a renunciar
resignadamente a nuestros derechos, máxime que no se trata de libertades renunciables. Poseemos un
modo de vivir recto, propio, arraigado en nuestro pueblo por siglos, y tenemos
derecho a defenderlo. La Iglesia de
Cristo fomenta la paz y el orden; condena toda insurrección injusta contra los poderes constituidos; pero
cuando esos poderes se levantan contra la justicia y la verdad, hasta destruir
la razón misma de la autoridad, no
veo cómo podría entonces condenar el que los ciudadanos se
unan para defender a la Nación y defenderse a sí mismos, con medios lícitos y apropiados. CaIIes pudo rectificar su conducta ante la
actitud del pueblo, firme en mantener sus libertades; pero ha IIevado a tal
grado su campaña comunizante, que le sería fatal detenerse. Tiene que exigir cada vez más para afirmarse. Anulado el grupo de revolucionarios por
ideales, prevalecen los revolucionarios por resentimiento, los revolucionarios
por conveniencia. Predominan los elementos radicales; sus filas están formadas con lo peor de cada pueblo: el matón de cantina, el que tiene los suficientes
"pantalones" para derribar un santo, quemar una iglesia o matar un
cura. Estos elementos, que constituyen una ínfima minoría, brutal y decidida, aprietan el cerco al sentir
el descontento popular, y ejercen entre sus mismos afiliados una acción policíaca de "salud pública" que los llena de pánico ante el temor de pasar por moderados, yendo
más allá de sus propias metas, en un impulso torrencial
que se sobrepasa a sí mismo.Fue tal la rudeza
del ataque bolchevizante que muchos católicos tuvieron que huir al cerro para salvar sus
vidas. Es sabido que el movimiento de rebeldía armada estalló espontáneamente del pueblo mismo, en muy diversos
puntos de nuestro suelo.
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