Capítulo 6
Jesucristo, por quien se
realiza la vuelta del hombre a Dios.
El misterio de Jesucristo es tan profundo, tan
extraordinario, que parecería más natural adorarlo en silencio que hablar de
él, pues podemos temer con razón que nuestras palabras, al igual que nuestros
pensamientos, sean muy deficientes para expresar todas las riquezas encerradas
en este santuario inefable que es Jesucristo.
San Pablo piensa lo mismo:
“Orantes simul et pro nobis ut Deus aperiat
nobis ostium sermonis ad loquendum mysterium Christi... ut manifestem illud ita
ut oportet me loqui” (Col. 4 34) .
Las descripciones que San Pablo hace de Nuestro
Señor son maravillosas, y nos incitan a hacer de Jesucristo nuestra vida —“mihi
vivere Christus est”— y a ser cada día más cristianos:
“Qui est imago Dei invisibilis, primogenitus
omnis creaturæ, quoniam in ipso condita sunt universa in coelis et in terra,
visibilia et invisibilia, sive Throni, sive Dominationes, sive Principatus,
sive Potestates. Omnia per Ipsum et in Ipso creata sunt.
Ipse est ante omnes, et omnia in Ipso constant” (Col 1 15-17) .
Esta presencia de Dios encarnado en la historia
de la humanidad no puede ser sino el centro de esta historia, como su sol,
hacia quien todo camina y de quien todo procede. Y si se piensa y cree que este
misterio de la Encarnación está ordenado al misterio de la Redención, no hay ni
que decir que sin Jesucristo no hay salvación posible. Todo acto, todo
pensamiento que no sean cristianos carecen de valor salvífico, de mérito para
la salvación. Para tratar de situar este misterio, reproducimos la hermosa
página del Padre Pègues en su catecismo de Santo Tomás de Aquino, al abordar la
Tertia Pars de la Suma Teológica, que
nos pone en contacto con el misterio de Jesucristo o Camino de vuelta del
hombre a Dios:
“¿Qué se entiende por el misterio de Jesucristo
o del Verbo hecho carne? — Se entiende el hecho, absolutamente incomprensible
para nosotros en esta vida, de que la segunda Persona de la Santísima Trinidad,
el Verbo o el Hijo único de Dios, que siendo desde toda la eternidad, con su
Padre y el Espíritu Santo, el mismo y único verdadero Dios, por quien todas las
cosas han sido creadas y a las que gobierna como soberano Maestro, vino en el
tiempo a nuestra tierra por su Encarnación en el seno de la Virgen María, de la
cual nació, vivió nuestra vida mortal, evangelizó al pueblo judío de Palestina,
al cual había sido personalmente enviado por su Padre, fue desconocido por este
pueblo, traicionado y entregado al gobernador romano Poncio Pilato, condenado y
muerto en una cruz, fue sepultado, descendió a los infiernos, resucitó de entre
los muertos al tercer día, subió a los cielos cuarenta días después, está
sentado a la diestra de Dios Padre, desde donde gobierna a su Iglesia,
establecida por El sobre la tierra, a la cual El envió su Espíritu, que es
también el Espíritu del Padre, santificando esta Iglesia por los sacramentos de
su gracia y preparándola así para su segunda venida al fin de los tiempos,
cuando El juzgará a los vivos y a los muertos, habiendo hecho salir a estos de
sus sepulcros para establecer la separación definitiva de los buenos, a los que
llevará consigo al Reino de su Padre, donde les asegurará la vida eterna, de
los malos, a los que arrojará maldiciéndolos y condenándolos al suplicio del
fuego eterno”.
Esta breve ojeada dogmática e histórica del
misterio de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo nos ilustra ya algo
sobre los dones y privilegios del Dios encarnado, y sobre las consecuencias que
de esta Encarnación se derivan para toda la humanidad, para todos los hombres
considerados individualmente, ya que la venida de Dios entre ellos les
concierne profundamente, y su suerte en la eternidad dependerá en adelante de
su relación con Jesucristo, sean conscientes de ello o no, lo quieran o no. Nunca
meditaremos bastante sobre las riquezas del tesoro que es Nuestro Señor
Jesucristo: “Si scires Donum Dei: Si conocieras el don de Dios”, dice
Jesús a la Samaritana. “En medio de vosotros está, dice Juan Bautista, quien
vosotros no conocéis..., a quien no soy digno de desatar la correa de su
calzado” (Jn. 1 26-27). Dios Padre y Dios Espíritu Santo se
manifiestan para descubrimos el misterio de Jesús: “Y al salir del agua, vio
rasgarse los cielos y al Espíritu Santo descender sobre El en forma de paloma.
Y una voz vino de los cielos: Tú eres mi Hijo muy amado, en quien he puesto
todas mis complacencias” (Mc. 1 10-11). “He visto al Espíritu
Santo que descendía del Cielo como paloma, y se posó sobre El. Y yo no lo
conocía, mas el que me envió a bautizar en agua me dijo: Aquel sobre quien vieres
descender el Espíritu y posarse sobre El, este es el que bautiza en el Espíritu
Santo. Y yo lo he visto, y he dado testimonio que este es el Hijo de Dios” (Jn. 1 32-34).
Todo confirmará luego el juicio de San Juan Bautista, al
igual que, desde la anunciación del Ángel a María, lo habían manifestado todos
los acontecimientos que se referían a El. Jesús es realmente el Emmanuel, Dios
con nosotros. Si este hombre es Dios, ¡qué abundancia de dones debe llenar su
alma y su cuerpo! Esta toma de posesión de esta alma y de este cuerpo por Dios
mismo, confiere a este hombre atributos, derechos, dones y privilegios únicos,
que superan todo lo que se puede imaginar. Tratemos de acercamos a este santuario divino
para estimarlo mejor y adorarlo más perfecta y profundamente, y consagramos con
entusiasmo y sin límites a su servicio. ¿Cómo no sentirnos llamados como los
apóstoles, que lo dejaron todo inmediatamente para seguirlo?
Tres gracias particulares adornan el alma y el cuerpo de
Jesús desde su concepción en el seno de la Virgen María, y desde la infusión
del alma en el cuerpo que le fue preparado. La primera gracia, que es también la fuente de
las otras dos, es única en toda la Creación. Por su decisión eterna de unir a
su persona un alma y un cuerpo, Dios Verbo comunicaba a estas creaturas de manera
inefable y misteriosa su misma divinidad, en la misma medida en que estas
creaturas, por Voluntad divina, eran capaces de recibirla. Es la gracia que
llamamos de unión hipostática, que confiere a esta alma y a este cuerpo una
dignidad divina. Todos los actos de esta alma y de este cuerpo serán divinos,
atribuidos a Dios, que asume la responsabilidad de toda la actividad de esta
alma y de este cuerpo. Esta gracia de
unión confiere por naturaleza, y necesariamente, a la persona que vive en esta
naturaleza humana, títulos únicos: Mediador, Salvador, Sacerdote y Rey. Toda
mediación, todo sacerdocio, toda realeza entre las creaturas no podrán ser más
que participaciones de estas propiedades, que son las joyas naturales y propias
de Nuestro Señor Jesucristo.
¿Cómo no darnos cuenta entonces de la sublimidad de nuestro
sacerdocio, que es una participación de esta gracia de unión, propia de Nuestro
Señor? En efecto, Nuestro Señor ejercerá su mediación, su misión de Salvador,
por su sacerdocio; y el acto esencial de su sacerdocio será su sacrificio del
Calvario, por el cual se nos merecen todas las gracias de salvación. La Cruz
aparece ya, por esta gracia de unión, como signo de la inmolación de su divino
cuerpo y de la oblación de su santa alma a su Padre, en una oración
soberanamente eficaz. Esto será lo esencial de su herencia legada a la Iglesia:
su sacrificio eucarístico y propiciatorio, continuado en los altares por
elegidos que participen de su único sacerdocio.
¡Ojalá que los seminaristas, los sacerdotes y los obispos
encuentren la inteligencia de su sacerdocio en estas verdades fundamentales
sobre la gracia de unión en Nuestro Señor, y estimen en su justo valor la
sublimidad de la herencia que les ha sido legada, que ha de ser la fuente de su
santificación y la fuente de su apostolado: el acto del sacrificio! Siendo este
el acto constitutivo del sacramento de la Eucaristía, la vida de Cristo
Sacerdote y Víctima, que debe ser su vida interior, es también la de su
ministerio: dar Jesús a las almas.
[Esta unión indisoluble del sacrificio y del sacramento, que
el Verbo encarnado quiso en su Sabiduría, es precisamente lo que rechazan los
protestantes, y lo que los innovadores del Vaticano II han hecho desaparecer
prácticamente por ecumenismo].
La gracia de unión confiere al alma y al cuerpo de Nuestro
Señor una gracia santificante igualmente única en el mundo. Será tan abundante
que se convertirá en la fuente de todas las gracias santificantes, que no son
más que la comunicación del Espíritu Santo, del Espíritu de caridad de Nuestro
Señor, “de Quo omnes nos accepi-mus: de quien todos nosotros recibimos”
(Jn. 1 16). Esta gracia santificante produce en el alma y en el
cuerpo de Nuestro Señor efectos maravillosos. Esta alma, desde el primer
instante de su existencia, recibió la visión beatífica, de que Nuestro Señor
disfrutó durante toda su existencia, incluso en la Cruz. ¡Gran misterio,
ciertamente, el de esta alma inundada de la felicidad más perfecta, al mismo
tiempo que abrumada por el dolor y la tristeza! Este es el motivo por el que
Nuestro Señor sólo podía tener la virtud teologal de la caridad, ya que tenía
en su alma la visión beatífica, y con la visión beatífica desaparecen la fe y
la esperanza. Es difícil apreciar en su justo valor la profundidad y la riqueza
de la caridad del alma de Jesús. Es evidente que esta gracia creada, aunque de
una perfección inefable, no puede compararse con la fuente infinita de caridad
de la que provenía, que no es otra que la Vida divina de Jesús en el seno de la
Trinidad.
Esta gracia santificante, única en su riqueza, colmó el alma
de Jesús con las virtudes, los dones, las bienaventuranzas y los frutos del
Espíritu Santo. A esta gracia “gratum faciens”, fuente de la santidad
del alma y del cuerpo de Jesús, se agregaban además todas las gracias “gratis
datæ”, de las que fue dotado Jesús para desempeñar su papel único de
Salvador, de Santificador, de Glorificador: gracias de curaciones, de milagros,
de prodigios, de diversidad de lenguas, de interpretación de discursos, y sobre
todo de profecía, ya que Jesús, por su naturaleza divina y humana, era el
Profeta. Después de Jesús ya no habrá
profetas, sino apóstoles, que serán los instrumentos del Profeta y
constituirán, por la Tradición y la Escritura, el depósito de la fe, que
quedará cerrado a la muerte del último de los apóstoles. Los sucesores de los
apóstoles tendrán que limitarse a transmitir fiel y exactamente las verdades
contenidas en ese depósito. Al período profético sucederá el período dogmático,
durante el cual los Papas y los obispos tendrán la misión de conservar y
transmitir el depósito sin alteración, “in eodem sensu et eadem sententia”, hasta
el fin de los tiempos. Así, pues, es capital tener una justa noción de Jesús
Profeta. El cuerpo de Jesús poseía también dones maravillosos de milagro:
hubiera tenido que ser glorioso, como fruto de la visión beatífica. Por un
milagro más Jesús no manifestó la gloria de su Cuerpo, salvo el día de su
Transfiguración y de su Resurrección. Todo el Evangelio manifiesta el poder del
cuerpo de Jesús. Incluso duran-te su sepultura el cuerpo de Jesús incorruptible
permaneció unido al Verbo, que le devolvió su alma y lo resucitó.
La gracia santificante de Jesús es fuente tan abundante y
única de salvación, que con razón lleva un nombre que es propio de Nuestro
Señor: “Gratia Capitis”, la gracia de la cabeza, significando así que
todo se refiere y todo vuelve, en última instancia, a Jesucristo solo o al Hijo
de Dios encarnado, en la acción salvífica o en la acción que se refiere al bien
sobrenatural. “Non est in alio aliquo salus”: no hay salvación fuera de
Nuestro Señor. Y por eso, sobre este principio de la gracia capital de Nuestro
Señor se funda la acción de todos los que trabajan por la salvación de las
almas. Todo lo que se haga sin ninguna relación, directa o indirecta, con
Nuestro Señor, es inútil y no sirve para nada en orden a la salvación.
Esto ha de ser también un principio director de nuestra
pastoral, esforzándonos por sobrenaturalizarlo todo, por la oración, por la
caridad, evitando hacer entrar en nuestras actividades demasiados participantes
que manifiesten su oposición a todo gesto religioso y cristiano. Otra cosa
distinta es aceptar a los que tienen buenas disposiciones, pero son ignorantes,
y pueden convertirse a Nuestro Señor. Como todo el plan de Dios está ordenado a
la salvación de las almas por Jesucristo, y por El solo, alentaremos en todos
los ámbitos, social, político, económico, familiar, a quienes se esfuerzan por
unir su acción a la Ley de Nuestro Señor, tanto natural como sobrenatural. Pues
Nuestro Señor lo domina todo: su Ley debe ser la de todas las naciones y de
todos los hombres sin excepción. En el tiempo como en la eternidad, el reino de Satanás se
opone al reino de Nuestro Señor. Satanás no es la cabeza de los malvados, en el
sentido de que pueda comunicar interiormente el mal, así como Jesucristo comunica
el bien, pero sí lo es en el sentido de que, en el orden del gobierno exterior,
tiende a apartar a los hombres de Dios, así como Jesucristo tiende a ordenarlos
a El, y de que todos los que pecan imitan la rebelión de Satanás y su orgullo,
así como los buenos imitan la sumisión y la obediencia de Jesucristo (IIIa, 8,
7).
No se tendrá jamás la última palabra de la lucha de los
buenos y de los malvados a través de los acontecimientos de la historia,
mientras no se la refiera a la lucha personal e irreductible, por siempre
jamás, entre Satanás y Jesucristo. ¿Qué deber se impone a todo hombre en
presencia de esta lucha fundamental e irreductible entre los dos jefes opuestos
de la humanidad? El de no pactar jamás, sea en lo que sea, con lo que proviene
de Satanás y de sus satélites, y ponerse bajo el estandarte de Jesucristo, para
permanecer siempre en él, y en él combatir valientemente .Puesto que los
beneficios de la gracia santificante nos llegan por las manos de los sacerdotes
y de la Iglesia católica, tengamos cuidado de no olvidar que toda gracia y todo
aumento de gracia nos viene de la fuente inagotable de gracia de Jesús, y no
puede venir sino de El, nuestro único Salvador.
Esta realidad de la Vida divina de Jesús que vive en
nuestras almas y nuestros cuerpos debe ser para nosotros un motivo de acciones
de gracias incesantes y también una fuente de vigilancia activa para no dejar
que nuestras lámparas se vacíen, como las vírgenes necias. ¡Meditemos y
contemplemos el Corazón traspasado de Jesús, del que brotan las fuentes de la
vida eterna! La ornamentación de este santuario que es Jesús no se limita a
estas tres gracias de que hemos hablado, sino que la unión de la persona del
Verbo con el alma humana de Jesús le confiere el privilegio único de la visión
beatífica desde el instante de su creación.
Cierto es que Jesús Dios no tiene ninguna necesidad de esta
ciencia, ya que su ciencia divina supera infinitamente la ciencia de la visión
beatífica; pero, sin embargo, el Creador de todas las cosas, habiendo querido
asumir personalmente un alma y un cuerpo humano, asumía sus facultades de saber
y de conocer, y las llevaba a la mayor perfección posible. Así, el alma de Jesús poseyó la visión
beatífica, la ciencia infusa de los ángeles y la ciencia experimental de los
hombres, y eso en el grado más perfecto que pueda concederse a la creatura
angélica y a la creatura humana.
“Así, desde su primer instante, el Hijo de Dios encarnado
pudo verlo absolutamente todo por su naturaleza humana, en el Verbo Divino que
era El mismo; de manera que no hay nada que exista en el presente, o haya
existido en el pasado, o deba existir en el futuro, ya sean acciones, palabras
o pensamientos, ya se refieran a cualquier materia o a cualquier tiempo, que el
Hijo de Dios encarnado no haya conocido desde el primer instante de su
Encarnación, por la naturaleza humana que se había unido hipostáticamente, en
el Verbo divino que era El mismo” (cf.
IIIa,
10, 2 ad 4).
Estas realidades divinas realizadas en Jesucristo ilustran
las relaciones íntimas y personales de Jesús con to-dos los espíritus creados
en el Cielo y sobre la tierra. Incluso en su alma humana Jesús nos conoce a
todos y en to-dos los detalles de nuestras vidas; nada se le escapa, ni como
Creador, ni como Salvador. Y este conocimiento engendra un amor sin límites por
las almas que se orientan hacia El, que se dan a El, que cumplen su voluntad. Su
alma desea ardientemente comunicarles su gloria. Por eso Jesús será el juez de
todas las almas. Seamos conscientes de estas realidades, de esta necesidad
absoluta de ofrecernos a Jesús, como lo dicen las oraciones del Ofertorio de la
Misa, y de vivir esta ofrenda sin cesar. Formemos parte de este “quotquot
autem receperunt eum”, a fin de convertirnos en sus hijos: “dedit eis
potestatem filios Dei fieri” . Estas pocas pala-bras pesan
mucho en la historia de las almas. Son eficientes eternamente y separarán a los
justos de los injustos. Jesús no es optativo. “Qui non est mecum, contra me
est”. Este es el error fundamental de la libertad reli-giosa, del
ecumenismo.
Las consecuencias de la unión del Verbo de Dios, de Dios
mismo, con un alma y cuerpo humanos, además de lo que acabamos de decir en
estas últimas páginas, son tales, que hacen realmente de esta creatura humana
un sujeto único en su género, más divino que humano, más espiritual que
corporal, como lo prueba toda la vida de Nuestro Señor. Vive más en el Cielo
que en la tierra, porque El es el Cielo. Su persona tiene todo poder sobre su
alma y su cuerpo, hasta separarlos y reunirlos como El quiera y cuando El
quiera. Su gloria, su poder, su santidad, su sabiduría, la
permanencia de su misión eterna que viene del Padre, en el cumplimiento exacto
de su misión temporal de salvación, todo esto se transparenta en su vida, en
sus acciones, en sus palabras. Es lo que Santo Tomás revela con detalle al
estudiar todas las etapas de la vida de Jesús y de sus misterios hasta su
Ascensión. Esta meditación de la vida de Jesús en todos sus detalles nos sitúa
poco a poco en el ambiente de la realidad, y nos saca del ambiente habitual de
la ilusión en que vivimos sin darnos cuenta. El pecado, y las consecuencias del
pecado, lograron crear un mundo de espejismos, de ilusiones, de errores, hasta
el punto de que los hombres acaban por acostumbrarse a este mundo
sensibilizado, sensualizado, humanizado, y no consiguen hacerse la idea de que
todo esto es vano y efímero con relación a la verdadera vida espiritual y
sobrenatural, a la vida eterna. La santa y admirable vida de Jesús nos recuerda
constantemente las realidades espirituales y divinas, únicas valederas y
estimables, únicas eternas. Todo en Jesús es vuelta a Dios, a lo verdadero, a
lo real, a la sabiduría y a la santidad.
¡Ojalá que podamos convencernos cada día más de esta
necesidad de seguir a Jesús, como El lo pide a sus discípulos. “Si quis
sequitur me non ambulat in tenebris: Quien me sigue no anda en tinieblas”; “Si
alguno quiere ser mi discípulo, tome su cruz y sígame”. No hay, pues, otra
elección posible: o seguir a Jesús o reunirse con Satanás. No debe
sorprendernos que Jesús sufra al ver a los hombres preferir las tinieblas a la
Luz ¡Y qué Luz! ¡La que ha creado el mundo y lo sostiene en la existencia, la
que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, la que le aporta la Luz de la
salvación y de la gloria eterna!… Pero ellos prefieren las tinieblas del mundo,
de este mundo que se opone a Nuestro Señor, de este mundo de la carne, del
dinero, del egoísmo, del orgullo, antesala del infierno. Antes de dejar la
persona de Jesucristo, para dedicarnos a comprender su obra redentora de
salvación y meditar sobre los medios que Jesús instituyó para comunicamos de
nuevo la gracia de la salvación, esforcémonos por grabar de manera indeleble en
nuestros espíritus la imagen real y viva de Jesús, que debe iluminar y orientar
toda nuestra vida.
He aquí esta idea aproximada, según el Padre Pègues en su
catecismo:
“¡Sí! Cuando se dice Jesucristo, se designa al Hijo único de
Dios, que siendo desde toda la eternidad con su Padre y el Espíritu Santo el
mismo, solo y único verdadero Dios, por quien todas las cosas han sido creadas
y las conserva y las gobierna como soberano Señor, se revistió en el tiempo de
nuestra naturaleza humana, por la cual es verdaderamente hombre como nosotros,
y sigue siendo con el Padre y el Espíritu Santo el mismo Dios que es desde toda la eternidad; y eso
implica en su naturaleza humana, y le asegura en cuanto hombre como nosotros,
privilegios de gracia en cierto modo infinitos, entre los cuales brilla primeramente
su cualidad de Salvador de los hombres, y lo constituyen, en cuanto hombre,
Mediador único de Dios y de los hombres, sumo Sacerdote, Rey supremo, Profeta
sin igual y Cabeza de toda la asamblea de los elegidos, ángeles y hombres, que
forman su verdadero Cuerpo místico”.
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