1 DE
FEBRERO
SAN IGNACIO, OBISPO Y MARTIR.
DOBLE
– ORNAMENTOS ROJOS
Epístola
– Romanos (VIII,35-39)
Evangelio – San Marcos (X, 13-21)
COLECTA
“Hóstias tibi, Dómine, beáti Ignátii,Mártyris
tui atque Pontíficis dicátas méritis, benignus assume: et ad perpétuum nobis
tribue proveníre subsidium. Per Dóminum.”
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“Recibe, oh Señor, amablemente, por los
méritos de tu Mártir y Pontífice San Ignacio, las hostias que te ofrecemos, y
haz que se nos conviertan en perpetuo auxilio. Por Jesucristo Nuestro Señor.”
"La víspera del día en que va a terminar
el tiempo de Navidad, nos propone la Iglesia uno de los más célebres mártires
de Cristo. Ignacio- Teóforo, Obispo de Antioquía. Según una antigua tradición,
este anciano que con tanta generosidad confesó a Cristo delante de Trajano, era
aquel niño que presentó Jesús un día a sus discípulos como el modelo de
sencillez que nosotros debemos poseer si queremos entrar en el Reino de los
cielos. En el día de hoy se nos presenta al lado de la cuna en que el mismo
Dios nos da lecciones de humildad y sencillez. En la corte del Emmanuel. Ignacio se
apoya en Pedro, cuya Cátedra hemos celebrado, porque el Príncipe de los
Apóstoles le estableció como segundo sucesor suyo en su primera Sede de
Antioquía. De esta misión sacó Ignacio su fortaleza. Gracias a ella pudo
resistir frente a un poderoso emperador, desafiar a las fieras del anfiteatro, y
triunfar con el más glorioso martirio. Quiso también la divina Providencia que,
para confirmar la dignidad intransferible de
la Sede de Roma, viniese encadenado a ver a Pedro y terminase su vida en
la santa ciudad, mezclando su sangre con la de los Apóstoles. Habría faltado
algo a Roma, si no hubiese heredado la gloria de Ignacio. El recuerdo del combate
de este héroe, es el más augusto del Coliseo, bañado en la sangre de miles de
mártires. El distintivo de Ignacio es la fogosidad de su amor: sólo teme una
cosa: que las súplicas de los romanos encadenen la ferocidad de los leones, y
de este modo se vea frustrada su ansia de unirse a Cristo. Admiremos la fuerza
sobrehumana que se revela en medio del mundo antiguo. Un amor de Dios tan
ardiente, un tan fogoso deseo de verle, no pudieron nacer sino a raíz de los
divinos sucesos que nos pusieron de manifiesto
hasta qué exceso amó Dios al hombre. La gruta de Belén bastaría a explicarlo
todo, aun cuando no hubiese sido ofrecido el Sacrificio sangriento del
Calvario. Dios baja del cielo para el hombre; se hace niño, nace
en un pesebre. Semejantes prodigios de amor habrían sido suficientes
para salvar al mundo culpable; ¿cómo no iban a mover al corazón del
hombre a inmolarse a su vez por su Dios? Y ¿qué es una vida humana
sacrificada, aunque no se tratara más que de agradecer el amor de
Jesús en su Nacimiento? La Santa Iglesia nos pone en las Lecciones del
Oficio de San Ignacio, el breve relato que San Jerónimo le dedica en su
obra de Scriptoribus ecclesiastieis. El santo Doctor tuvo
la feliz idea de insertar en él algunos trozos de la admirable carta
del Mártir a los fieles de Roma. A no ser por su gran extensión la
hubiéramos puesto completa; pero también nos sería violento mutilarla.
Por lo demás, estas citas representan los más bellos trozos que
contiene: ¡Oh Pan puro y glorioso de Cristo, tu Maestro! por fin
conseguiste lo que deseabas. Toda Roma, sentada en las gradas del
soberbio anfiteatro, aplaudía el desgarre de tus miembros; mientras
los dientes de los leones trituraban todos tus huesos, tu alma, dichosa de
poder entregar a Cristo vida por vida, se lanzaba veloz hacia El.
Tu suprema felicidad consistía en sufrir, porque sabías que el
sufrimiento es una deuda contraída con el Crucificado; sólo deseabas llegar
a su Reino después de haber experimentado en tu carne los tormentos de
su Pasión. ¡Oh Mártir, ten piedad de nuestra flaqueza! Alcánzanos que
seamos Heles a nuestro Salvador al menos, frente al demonio, a la carne
y al mundo; que entreguemos a su amor nuestro corazón, sí es que
no somos llamados a ofrecerle nuestro cuerpo en sacrificio. Elegido por
el Salvador en tus primeros años para ser modelo de los cristianos por
la inocencia de tu infancia, supiste conservar tan precioso candor bajo
tus nevados cabellos; pídele a Cristo, Rey de los niños, que nos
acompañe siempre esa sencillez, como fruto de los misterios que
celebramos. Como sucesor de Pedro en Antioquía, ruega también por
las Iglesias de tu Patriarcado; devuélvelas a la fe verdadera y a la
unidad católica. Ampara a la Iglesia Romana que regaste con tu
sangre, y que se halla en posesión de tus reliquias. Vela por el
mantenimiento de la disciplina y de la obediencia eclesiásticas de las
que diste tan excelentes normas en tus Epístolas; consolida por
el sentido del deber y de la caridad, los vínculos que deben unir a
todos los grados de la jerarquía, para que la Iglesia de Dios aparezca
bella en su unidad y terrible para los enemigos de Dios como un ejército en
línea de batalla."
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