8. Pidiendo limosna
Sirviendo a Dios en la pobreza y en la abnegación,
vayan con confianza a pedir limosna (Regla de San Francisco de Asís).
Las virtudes de Pascual, ocultas
hasta ahora entre los muros del claustro, debían esparcir también al exterior
su fragancia, y al igual que lo hicieran antes San Francisco y su compañero, marcha
Pascual, siguiendo la voz de los Prelados, a predicar con la elocuencia de sus
ejemplos, más bien que con la de las palabras. El Santo se aleja cantando, con
la alforja de limosnero al hombro. Va de un lugar a otro, rendido bajo el peso de las limosnas
y con los pies doloridos, y camina sin descanso, indiferente a los ardores del
sol o a las heladas ráfagas del viento. Aspe, Ayorte, Elda, Novelda y Alicante
le vieron muchas veces atravesar sus calles. Su primer cuidado al llegar a una
parroquia era dirigirse a la iglesia, acercarse lo posible al sagrario y orar
por largo tiempo. Luego entraba en el presbiterio, se arrodillaba ante el
párroco o su coadjutor, y, después de besarles la mano, les pedía humildemente
licencia para mendigar por la parroquia. Los sacerdotes solían entretenerle a
su lado para conversar con él, pero el Santo hablaba poco; y en lo poco que
hablaba, su conversación iba siempre dirigida a Dios o al Santísimo Sacramento.
Rarísima vez aceptaba la invitación
de sentarse a la mesa de algún bienhechor. «Prefiero
comer en el campo», respondía alegremente. Y siempre que querían obligarle
a dormir dentro de una casa, contestaba:
–Evitaos
esa molestia; yo he sido antes un pobre pastor, y tengo gusto en dormir al descubierto.
Durante la noche su mirada se perdía
a través del firmamento estrellado, y contemplaba con los ojos de la fe la
belleza de la patria celeste, en donde, peregrino de este mundo, era esperado por
su Padre. Los paisanos no tardaron en reconocer
en él uno de los grandes servidores del Altísimo. Sus austeridades fueron muy
pronto conocidas. ¿De qué se alimenta? De cortezas de pan, mojadas en agua, y
de frutas inservibles. ¡Y cómo desafía el cansancio! ¡Qué manera de afrontar
con paciencia los trabajos! Sus más sencillas palabras despiden un aroma de
piedad que reconforta el espíritu. A él acuden en busca de consolación y de
consejo. Esperan su llegada con impaciencia. Y aun mucho tiempo después de su
salida de la población, nadie se ocupa de otra cosa que del santo Hermano, sobre
todo en los corrillos que se forman al anochecer. Sus oraciones, se dice,
atraen sobre nosotros las bendiciones del Altísimo. Sus consejos nos hacen
felices. Y los niños agregan: también cuenta muy hermosas historias. Escenas
hay en su vida de limosnero que evocan la mente los episodios de las Florecillas:
«Alabemos
a Dios, decía un día San Francisco a Fr. Maseo, por el gran tesoro que
poseemos, y que no es otro que Dios mismo, de quien hemos de gozar».
Y ambos arrojaban sobre una piedra
algunos mendrugos de pan recogidos de limosna, y bebían, en la palma de la
mano, del agua del torrente. Uno de los compañeros de nuestro Santo en el
oficio de limosnero, refiere a este propósito lo siguiente:
“Nos
dirigíamos de uno a otro pueblo. Durante el trayecto Pascual se dedicaba a
hablar de Dios con indecible ternura, a recitar piadosamente el Oficio de la
Virgen o bien a meditar en los misterios de la vida de Jesucristo.”
“Al
hacer alto en cualquier lugar, su primer cuidado era rezar la estación al
Santísimo Sacramento. Comíamos a la sombra de un árbol, y Pascual, previsor
como él solo, buscaba en la alforja lo más apetitoso que llevaba y lo ponía en
nuestras manos.”
«Esto
es para vos, añadía con graciosa sonrisa, comedlo, que bien merecido lo
tenéis».
En lo que nunca pensaba era en su
propia conveniencia. Se ingeniaba de maravilla para aliviar a su compañero lo
más posible de las molestias del viaje, rodeándolo de toda clase de cuidados y tomando
sobre sí la más pesada labor y el peor trabajo. En cierta ocasión se había
recogido una cuestación de aceite, mayor que de ordinario, y el Santo volvía al
convento abrumado con el peso de dos enormes recipientes. Compadecidos de él dos
buenos aldeanos, le dijeron:
«Pero,
Fray Pascual, ¿por qué no te vales de un jumento para llevar el aceite?»
Los ojos del Santo brillaron entonces
con picaresca malicia, y en sus labios se formó una sonrisa significativa: «¿Un
jumento? respondió; está bien; ¿pero seréis capaces de encontrar uno mejor que
yo?» Su deseo de favorecer a los pobres le obligaba a ir recogiendo por el
camino los sarmientos desechados, y cuando tenía bastantes para formar un haz
con todos ellos, lo entregaba gustoso al indigente que le salía al paso. Otras
veces dejaba la leña recogida en casa del que le daba hospitalidad, diciendo alegremente:
«Ésta es mi moneda». También solía
cortar de los árboles las ramas secas que encontraba casualmente, para ofrecerlas
luego a personas necesitadas que conocía. Y cuando alguno le dispensaba
cualquier beneficio, su reconocimiento parecía no tener límites. «Ten confianza, Tajarino, dice a un buen
hombre que le acompañaba para las cuestaciones y que sufría de asma; ten
confianza, que Dios te ayudará». Y pone luego la mano sobre el pecho del
paciente, exclamando: «Ea, vayamos más
aprisa». Con solo esto el enfermo se siente aliviado y en disposición de
seguir adelante. Al regresar Tajarino a su casa, ve con dolor que uno de sus
hijos está a punto de exhalar el último suspiro. Ante peligro tan inminente se
da prisa en llamar al Bienaventurado. La aflicción de los padres del moribundo
conmueve profundamente al Santo, quien llorando, dice con voz quejosa: «¡Señor Jesús, él me ha ayudado, por amor
vuestro, a hacer la cuestación. No le neguéis vos ahora vuestra ayuda en tan
doloroso momento!»
No había aún terminado Pascual esta
plegaria y ya la crisis estaba vencida. Los padres, dos veces felices, se
apresuran a estrechar contra su corazón al hijo enfermo, y se complacen luego en
publicar el poder maravilloso del santo Hermano. Con todo, no era tan
maravilloso este poder sobre los cuerpos cuanto sobre los corazones de los
hombres. No había lugar por donde pasase en el que no animara al pueblo a
acercarse con devoción y frecuencia a los Santos Sacramentos, a evitar las
ocasiones de pecado, y sobre todo a reconciliarse con los enemigos. Para estas cosas estaba el Santo
adornado, según testimonio de cuantos le conocieron, de un don que puede muy
bien calificarse de prodigioso. Sus palabras conmovían profundamente y vencían
a los más obstinados pecadores. He aquí un ejemplo curioso del que nos da
cuenta un rico señor de Monforte:
“Era
yo niño por aquel entonces. Una tarde trajeron a nuestra casa el cadáver de mi
padre que había sido asesinado a puñaladas. Todos sabían quiénes eran los
culpables, pero la carencia de pruebas no permitía obrar libremente a la
justicia.”
“En
tales circunstancias, mi madre, mi hermano mayor y yo juramos vengar el crimen.
Yo consideraba como un deber sagrado dar muerte al asesino; así que pasaba un
día y otro día tramando proyectos de venganza.” «Cuanto mayor era el tiempo en
que me veía obligado a comprimir el fuego que me devoraba, tanto éste era más
ardiente. ¡Ah! ¡qué terrible iba a ser mi venganza! Y ésta prometía ser mucho más
terrible aún desde el instante en que mi madre y mi hermano, cediendo a las
instancias de su confesor y de nuestros amigos, se decidieran a retractar su juramento...
¡Yo, yo era el único que perseveraba fiel a la memoria de mi padre!”
«Un
tal pensamiento redoblaba mis fuerzas. Así que a la edad de diecisiete años era
yo el terror de mis enemigos. Yo sabía esto y lo sabían también cuantos me
rodeaban, temiendo siempre llegara el momento. Pero yo no me daba prisa, porque
estaba resuelto a llevar a cabo una venganza completa, atroz, inexorable... Los
religiosos de Loreto, las personas influyentes de Monforte y otras más, se
habían tomado a pecho mi conversión. Sin embargo, sus reflexiones no hacían
otra cosa que exasperarme más y más. Hasta llegué al extremo de amenazarles
también a ellos.
“Se
representaba al vivo una tarde, era un Viernes Santo, la escena del
Descendimiento de la Cruz, según acostumbraba a hacerse. El pueblo en masa
asistía a la ceremonia, y yo, por no ser menos que los demás, formé parte en la
procesión. Mis amigos, los monjes y otras personas fueron rodeándome
disimuladamente, pero en tal modo, que en el momento del sermón me vi como
aprisionado en medio de un círculo infranqueable. No tuve, pues, más remedio
que prestar oídos a la elocuencia del predicador, quien puso término a su
discurso con una vibrante peroración en la que me excitaba a perdonar a mi
enemigo en recuerdo de la Pasión de Cristo.”
«En
un principio lo escuché impasible, mas al fin su retórica me puso furioso. –¡Callad
de una vez! grité. ¡Yo estoy en la resolución de antes! ¡Es inútil cuanto
digáis! ¡No perdonaré nunca!
«En
aquel preciso instante siento que una mano me coge por un brazo. ¿Cómo salí de
aquel sitio? No lo sé... Pascual estaba delante de mí.
–Hijo
mío, exclamó con un acento que no puedo olvidar, al propio tiempo que me miraba
con ojos afables y tristísimos, hijo mío; ¡se ve que no has presenciado la
Pasión de Jesús! «Y continuó, después de hacer una pausa:
–¡Perdona,
hijo mío, por el amor de Jesús crucificado!...
«Estas
palabras, pronunciadas con acento lastimero, aquellos ojos tan humildes como expresivos
clavados en mí, aquella fisonomía luminosa, transfigurada por un reflejo
celeste... me cautivaron. Subyugado, enternecido, sollozante, dije entonces con
labios trémulos por la emoción:
–Sí,
padre mío, yo perdono por el amor de Dios.
«...
La multitud estaba atenta, muda, ansiosa, sin atreverse apenas a respirar.
–Hermanos ¡perdona!, exclamó Pascual.
«La
gente respiró satisfecha al oír estas palabras. Luego prorrumpió en un clamor
frenético, clamor en que se veían confundidas alabanzas, bendiciones, sollozos...
Yo lloraba también. Lágrimas de fuego brotaban de mis ojos, yendo a caer sobre
la mano del Santo, que continuaba estrechándome entre sus brazos... Mientras
tanto el odio se derretía en mi pecho, como se derrite el hielo al ser herido
por los dardos del sol.
«Al
fin, me daba por vencido... y no he vuelto ya a sentirme víctima de deseos de
venganza».
Tal era la obra de Pascual en sus
salidas del convento: hacer bien a los demás, conducir a Jesucristo las almas
extraviadas, y suspirar, como el ave por su nido, por volver cuanto antes al convento,
para que así no llegaran hasta él los aplausos del mundo. Su primer cuidado al
llegar de afuera, era ir a postrarse a los pies del superior para recibir de rodillas
su bendición paternal y con ella el permiso de irse a la iglesia. Una vez allí,
se entregaba por largas horas al ejercicio de la oración; y el gozo que en orar
experimentaba, le daba a conocer claramente qué bueno y agradable es habitar en
la casa del Señor. En estas ocasiones venía a inquietarle un pensamiento muy
natural en él:
«¡Qué
dichoso sería yo si pudiera no apartarme nunca de aquí, o si me fuera dado,
cuando menos, vivir lejos del mundo y de los tráfagos del siglo, consagrado
enteramente al Amado de mi alma y en Él pensando de continuo!...»
Había cerca de Loreto una gruta, en
la que solían pasar algunos religiosos una semana de retiro, sin dejar por eso
de asistir al Oficio divino en el coro y a la Misa conventual. Esta gruta acababa
entonces de ser abandonada por un religioso que se dedicaba a la predicación,
en consecuencia a una dura prueba que había sufrido. Le parecía, en efecto, que
los infernales espíritus trataban de destruir su morada, dejándole a él
sepultado entre los escombros. Así que, en tan apurado trance, ni siquiera se
había acordado de recoger sus libros. El Guardián llamó a Pascual para que
fuera a buscarlos.
«Fui contentísimo, decía el Santo
hablando de esto con un novicio, pues así podría disfrutar a mi gusto de las
delicias de la vida eremítica. «Ante todo me dediqué por algún tiempo a la
oración; luego me entregué al descanso con propósito de levantarme a media
noche para disciplinarme y volver de nuevo a la oración. Me dormí, acariciando
en la mente tan hermosos proyectos, y desperté... cuando el sol inundaba ya la
gruta con sus fulgores. «Todo confuso me levanté más que de prisa, y volví a
hacer los oficios que me tenía encomendados la obediencia, toda vez que lo
sucedido vino a demostrarme que mis deseos eran una ilusión y nada más».
CONTINUA...
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